23 agosto, 2013

Un pequeño tesoro

El paso del tiempo se dibuja a través del color sepia de las fotografías, se hace más evidente en los rostros antiguos que nos miran desde ellas, en esos rasgos que nos resultan familiares y que, desconocidos u olvidados por el paso de los años, se nos presentan de repente, como una visita agradable a la que ya no esperábamos. A veces los pequeños objetos de escaso valor económico pueden suponer un tesoro que despierta curiosas emociones. Los Mitaíllas sólo conservábamos dos fotografías de la bisabuela Antonia. En una de ellas, ya muy anciana, una sombra le emborrona parte de la cara, mientras el resto aparece casi velada por una claridad que entra del exterior. Guarda un enorme parecido con mi abuela María, comparten la misma expresión de quien ha sufrido mucho en la vida.

Cuentan que la bisabuela hablaba con nostalgia de su infancia en Málaga, de las enormes palmeras y del mar que permanecían en su recuerdo muchas décadas más tarde. En 1896, cuando su padre marchó a la Guerra de Cuba, la familia se mudó desde Melilla y vivió algo más de tres años en la Ciudad del Paraíso, como la llamaba Vicente Aleixandre en ese magnífico poema que recuerda su niñez malagueña.

Cuando comencé a documentarme con el objetivo de escribir una novela, me convertí en un detective y en viajero de la imaginación. Siguiendo pistas muy tenues conseguí conocer detalles de las vidas de mis antepasados que se habían perdido en el largo pasillo del tiempo. A través de los documentos viajé a los montes del norte donde combatió el tatarabuelo, los mismos que pude ver con mis propios ojos no hace mucho; a las ciudades cubanas por las que se perdía su pista; al paisaje de la guerra que vivieron mis abuelos José y María; a los lugares donde mi abuela sufrió la condena de la posguerra. De todos esos viajes al pasado, uno me emocionó de forma especial: el que me transportó a mi más remota infancia, al recuerdo de los parques, las palmeras y el mar de mis primeros años en Málaga para tratar de imaginar lo que pudo sentir Antonia en la ciudad a finales del siglo XIX.

La imaginé bordando a la espera del teniente, rezando por el regreso de su padre de una guerra lejana, que se consumía al otro lado del océano, sufriendo la estricta moral de su madre Feliciana, deseando seguir los pasos de su hermana mayor y estudiar para maestra…

Hace unos días recibí unas fotografías muy antiguas. Las hizo Francisco Martín en su estudio de la calle Comedias, uno de los primeros fotógrafos que ejercieron el novedoso oficio en Málaga. Al parecer, fue el mismo que hizo las primeras fotografías a Pablo Picasso. La bisabuela compartió alguna cosa más con el pintor, ambos fueron bautizados en la misma iglesia: la de Santiago. En unoa de los retratos, Feliciana posa con sus cuatro hijos. A su derecha, de pie, se encuentra María, la primogénita. Sentada sobre un cajón o una silla muy pequeña se encuentra Paquita, la más pequeña de las niñas. Ambas llevan vestidos oscuros, abrochados al cuello, y unas cruces que caen con una cadena sobre el pecho, por encima de las ropas. A la izquierda de su madre, nos mira Antonia. A diferencia de sus hermanas, su vestido es muy claro, probablemente blanco, con unas mangas exageradamente anchas, gracias a los bullones que se abultan cerca de los hombros y que luego se estrechan hasta unos puños muy ajustados en las muñecas. Apoya una mano sobre una mesita de largos flecos. Encima de la rodilla derecha de Feliciana se mantiene de pie el pequeño Antonio, el niño tan deseado por su padre, al que ni siquiera ha podido aún ver. Cuando el teniente marchó a Cuba en enero de 1896 su mujer estaba embarazada. Cuentan que, después de haber tenido tres hijas, ya no tenía esperanza de que llegara varón y, como no acaba de creerse la buena noticia, le pidió a su mujer una fotografía donde se viera con claridad su masculinidad. Imagino la cara de sorpresa del fotógrafo F. Martín, al ver cómo la adusta Feliciana le quitaba los faldones al pequeño para que pudiera lucir en toda su desnudez.

En esta fotografía, en cambio, todos posan muy recatados. La madre ocupa el centro de la escena con su mirada seria, el traje muy oscuro, ceñido al cuello por un broche que debía ser dorado. Es muy probable que el destinatario de la misma fuera Antonio para que tuviera consigo, en la isla caribeña, una imagen de su familia que le ayudara a olvidarse por momentos de la penuria de la guerra, de los ataques de los mambises, de los caminos selváticos, de las picadas de los mosquitos.

Junto a la foto de familia, me llegó otra en la que aparece sola la bisabuela. Viste la misma ropa, pero se permite la libertad de traer sobre el pecho su larga cola de pelo rubio, atada por un lazo blanco. En ésta se le aprecia una pequeña cruz que le cuelga del cuello. Al fondo, aparece ahora con más claridad las formas arquitectónicas que intenta dar perspectiva al retrato: unas falsas columnas acanaladas que la envuelven de un aire irreal. La imagen debió ser tomada el mismo día que la anterior: había que aprovechar la ocasión. Resulta difícil hoy, que almacenamos miles de imágenes digitales, imaginar lo que debía representar en aquella época una visita al fotógrafo, un lujo que estaba al alcance de pocos.



Antonia vuelve años más tarde, ya casi convertida en una mujer, con uno de aquellos vestidos decimonónicos de cintura de avispa y mangas muy anchas y el pelo rubio, que caracterizará a las Mitaíllas, recogido en un moño muy trabajado. Aún vivía en Málaga, pero no debía faltar mucho para que la familia regresara, por fin, al pueblo de la vega granadina donde habían nacido sus padres y del que habían permanecido alejados durante más de dos décadas por la larga carrera militar del teniente. Aún no conocía a José, el gañán pobre, veinte años mayor que ella, del que se iba a enamorar y con el que compartiría una vida de complicidad y sufrimiento. Un amor que Feliciana, su madre, nunca aceptaría hasta el punto de desheredarla, pero ésa ya es otra historia que no cabe en una fotografía.

2 comentarios:

  1. Las fotos son la máquina del tiempo. Y hay que recordar que decir otro tiempo es como decir otro mundo.

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  2. Son preciosas. Tienes verdaderamente un tesoro. Nosotros tenemos también guardadas muchas fotos de la época, de los primeros años de finales del siglo XIX y de los primeros años del XX. Miraré quién fué el fotografo (también en MAlaga).

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