17 junio, 2011

Yo estoy más indignado que nunca

El 15M las plazas de nuestro país se llenaron de protestas, para otros muchos, también de esperanzas. A pocos días de las elecciones, los partidos “de derechas” se frotaban las manos. En aquel movimiento veían una crítica utilizable, otra más, contra un gobierno que parece desorientado desde hace mucho tiempo y un factor desmotivador para el electorado progresista. Los partidos “de izquierdas” se quedaron perplejos sin saber cómo reaccionar. Pero han pasado algunas semanas y los que celebraban las protestas de la ciudadanía, después de alcanzar sus tranquilas mayorías absolutas (de las que forman parte incluso conocidos imputados por causas judiciales), ya se ven capacitados para continuar con sus políticas de recortes sociales. Ahora esa horda de desarrapados les sobra. En los últimos días los políticos de PP, CIU y UPyD se han encargado de airearlo. Aquellos chicos que antes eran tan simpáticos debían ser desalojados sin miramientos. Para eso nadie mejor que los perros de presa que todos los partidos se encargan de tener en sus filas. Felip Puig ya era famoso por sus ideas talibanes y, como todos los halcones de la política, es, además de chulo incapaz. Cuando asumió sus funciones como responsable de los Mossos, muchos ya imaginábamos lo que iba a ocurrir.


Yo pude verlo con mis ojos el sábado pasado. Caminaba a atardecer con mi mujer y mi hija por los alrededores de Plaza Catalunya cuando la policía la emprendió con un joven “con pinta antisistema” al inicio de Las Ramblas. Mi mujer se indignó de forma inmediata. Yo traté de permanecer racionalmente neutral: “No sabes lo que ha sucedido. Tal vez tenga justificación el comportamiento de ese policía”. Pero sólo dos minutos más tarde estaba tan indignado como ella. Pese a la actitud tranquila del joven, un policía con aire chulesco “A mi tu no me tocas los cojones” comenzó a agarrarle por la camiseta y, con una llave, seguramente aprendida en la academia, maniató al chaval. Yo lo vi de cerca, cuando trataba de tranquilizar al perro que, suelto de correas, trataba de proteger a su dueño que estaba siendo agredido. A su lado una chica lloraba histérica por lo que estaban haciendo con su amigo, mientras era ninguneada por otros agentes que no oían “no puedes tratarlo así, también tiene derechos”. De seguida aparecieron una docena de guardias y, poco después, un coche donde fue metido por la fuerza el joven. Aún desconozco el delito que motivó su detención, pero en los ojos de los policías vi una cosa muy clara: cualquier ciudadano puede recibir un golpe de porra de un policía nervioso que no sabe hacer su trabajo.


Hace unas semanas los chic@s del 15M caían simpáticos. Desde ayer, muchos han inventado más argumentos para atacarles. Yo no comparto muchas cosas con ellos. No me gustan las asambleas porque creo que son más manipulables de lo que parecen y porque, en ocasiones, su idealismo utópico no siempre encuentra los caminos adecuados. Odio la violencia y a los violentos que campan a sus anchas en las reuniones de masas, ya sea la celebración de un título deportivo o una manifestación sindical. Pero todo se derrumba cuando pierdo la confianza en los pilares de nuestra democracia. Ahora que les llueven los palos a los indignados yo si quiero salir en su defensa. Entiendo que cada vez haya más gente que deserta de la política porque no creen en los políticos que no les representan, que sólo saben seguir el dictado de los fondos de inversión, de los bancos, de la parte siniestra de la globalización que no son elegidos por los ciudadanos. Como también entiendo a los que, después de décadas de sufrir la dictadura, siguen creyendo en un ideal: la opinión se expresa en las urnas. Yo no hice caso a los que pidieron no votar. Yo fui a hacerlo, entre otros motivos porque mi nombre aparecía al final de la lista de uno de esos minoritarios partidos progresistas, que sólo tienen sentido en el ámbito municipal y que, a veces, resultan tan simpáticos como inútiles por falta de los apoyos necesarios. Y digo “progresista” porque creo que no todos los “de izquierdas” lo son. De los “de derechas” mejor ni hablo.


El sábado pasado cuando vi la boca ensangrentada del joven y la actitud chulesca del policía, una rabia enorme se quedó dentro de mi cuerpo. Sencillamente aquello me fastidió una tarde que podía haber sido muy agradable. Entonces me prometí a mí mismo que no me iba a dejar engañar por lo que sólo dijeran unos medios de comunicación, siempre fieles a sus intereses políticos.

16 junio, 2011

La locura del escritor

Alonso Quijano se convirtió en Don Quijote de tanto leer novelas. Por lo que sabemos y lo que podemos imaginar, en esa locura fue más feliz que oyendo las tertulias del bachiller y el barbero en una casona de la Mancha.


Ahora sé que un escritor de novelas también puede llegar a convivir con una locura parecida, una enfermedad que se va inoculando muy despacio, pero que estalla de repente con todas sus fiebres. Con el paso de los meses, me he ido sorprendiendo de cómo reparaba en cosas a las que, hasta ese momento, no le había prestado la más mínima atención.


De entre los cientos de rostros parecidos y aburridos que se cruzan por nuestra vida cada día, en ocasiones sobresale alguno que llama la atención. Lo suele hacer por el detalle más absurdo, más pequeño, más inesperado. Esta mañana en el vagón del cercanías vi uno que no paraba de hablar. Sostenía una conversación con su vecina del asiento de enfrente, aunque más que una conversación era un monólogo en el que iba narrando sus historias irrelevantes. Vestía un traje oscuro, que parecía barato; una camisa blanca, con los picos del cuello muy pequeños, sin duda insuficiente para que le quedara bien una corbata mal anudada, muy larga del lado ancho, demasiado corta del lado estrecho que no debiera verse. Aunque, en su caso, no lo había hecho pasar por la costura interior y también era visible, de tal forma que, más que una corbata parecía un trapo colgado sin gracia al cuello. A través de la música de mi ipod, el tipo hablaba de cosas banales, de juergas que suelen acabar en borracheras, de una vida que no destacaba por sus muchas luces. Al marcharse de despidió de la chica con unas de esas frases que ya indican que no va a ocurrir lo que se está diciendo:


―Bueno, a ver si un día quedamos y hacemos un café aunque sea.


En cuanto bajó del vagón, la joven suspiró mirando a otro chico que iba al lado del que se había marchado y que, aunque era evidente que también la conocía, apenas había participado de la conversación. No le dijo nada, pero la sonrisa indicaba la liberación que le había producido esa marcha.

Ayer disfrutaba de una terraza después de la comida. Como las sombras del mediodía eran agradables, lo que debía ser un café rápido y solitario se alargó varios minutos. A unos metros, se sentaban cuatro muchachas de poco más de veinte años, pero sólo una hablaba. Las demás se limitaban a oír lo que les explicaba y, sólo de vez en cuando, hacían algún comentario. La que charlaba lo hacía con el tono alto de voz de quien quiere realzar lo que está contando, tal vez porque no estaba acostumbrada a tanta atención. Explicaba historias de sus romances. Al parecer salió unas semanas con un medio novio que era egipcio. Aunque, según contaba, era muy atento y muy divertido, acabó dejándolo.

―En el mundo árabe, cuando un hombre te está invitando siempre es que quiere irse a la cama contigo.

La respuesta que le dio una compañera entre risas fue antológica.

―En el mundo árabe y en Barcelona los comportamientos de los hombres son siempre los mismos.

Detrás de cada detalle late el espacio para la narración. Antes pasaba por ellos sin fijarme. Ahora comienzo a sentir esa enfermedad de la que hablan algunos escritores, voy entrenando mi capacidad narrativa con las cosas que suceden a mi alrededor. Imagino las vidas que puede llevar las personas a través de lo que me dicen sus caras. Guardo atención a sus conversaciones que nunca, desde mi sentido de la privacidad, me importaron, con la intención de que tal vez me ayuden a escribir diálogos más naturales y creíbles.

De esa forma empiezo a vivir esa locura que siente el escritor cuando trata de imaginar sus historias a través de trozos dispersos de realidades que son muy diferentes a lo que quiere contar. Sigo siendo un hombre al que le pesa la corbata y que, de lunes a viernes, marcha cada mañana al trabajo en una oficina. Quizás algún día descubra que siempre fui un escritor que aceptó otros trabajos para pagar la hipoteca. Aunque todo eso son sólo tonterías, debe ser otro síntoma más de esa fiebre.

15 junio, 2011

El primer capítulo

Ayer acabé el primer capítulo de mi novela. Según el contador de palabras del procesador de textos, el ordenador me responde que he necesitado de 11.783, agrupadas en 161 párrafos. Los casi sesenta y ocho mil caracteres con espacios se traducirían en un libro impreso a unas cuarenta y ocho páginas. Contando lo que tengo ya escrito del segundo capítulo, ese número subiría hasta las setenta páginas de ese libro imaginario en el que pienso cada día.
Después de cerrar la trama y de pintar la escaleta que contiene todas las futuras escenas de la novela, calculo que estoy a la mitad del camino, que aún me quedan aproximadamente otros dos años, como mínimo, para llegar al final. Eso si antes el camino no se pierde en un laberinto de miedos. Haciendo cuentas, ese libro con el que sueño podría pasar de las seiscientas páginas, demasiadas para un escritor novel que se enfrenta a su primera novela.
Ese primer capítulo sigue siendo sólo un borrador. En el futuro volveré a él decenas de veces, casi tantas como la corrección ya realizada de las sucesivas versiones de sus fragmentos.

De entre todos sus párrafos, el destino me ha ayudado a seleccionar éste:

El frío de la mañana comenzaba a ceder cuando el teniente se dirigía hacia el hospital provincial, donde había sido ingresado el hombre al que pretendía interrogar. Conforme el automóvil se alejaba de la cueva, iba repasando todos los datos, releyendo, una vez más, el informe de la Guardia Civil. Algo le escocía en el bolsillo derecho del pantalón, el roce del mechero le producía una incomodidad extraña. El hecho de que no hubieran encontrado ningún arma era algo que le mosqueaba. La imagen de la vieja colgada del techo, el aspecto desolado de la vivienda, la mirada de los vecinos que callaban a su paso, todos los detalles continuaban hirviendo de tal forma en el interior de su cabeza que, cuando el aire de la calle le devolvió a la realidad frente a la imponente fachada de San Juan de Dios, entró decidido a aclarar aquella situación de inmediato.

Una de las historias con las que suelo dormir a mi hija es el cuento de la lechera. Cuando le apago la luz, pienso en ello. Ojala nunca se me rompa esta pequeña cántara de leche.

14 junio, 2011

Los paisajes de mi novela

Para un novelista es muy importante poder caminar por los paisajes de su novela. Cuando, además, se trata se retratar un tiempo antiguo, que ya casi ha desaparecido, cualquier imagen, que logra acercar esa época, se recibe con la alegría que acompaña a la bienvenida de un descubrimiento inesperado.

En el primer capítulo de mi novela, el teniente de ingenieros que instruye la causa del sumario del consejo de guerra que inician contra mi abuela y otros colaboradores de la guerrilla de los Quero, va al Hospital de San Juan de Dios de Granada. Lo hace con la intención de interrogar a un hombre que resultó malherido en el asalto a su cueva. Varios capítulos más tarde, es también en ese hospital donde mi abuela, María Álvarez, da a luz de su tercera hija. Para ello, tuvieron que realizar la solicitud que permitiera sacarla de la cárcel en la que estaba detenida.

Tengo un recuerdo vago de una antigua visita a aquel edificio. Ni si quiera estoy seguro ahora de haber estado allí. Creo recordar su patio de arquerías renacentistas, la fuente, las palmeras, los mármoles de las escaleras, los artesonados de madera del techo, las pinturas de sus paredes. Pero aquella imagen que guarda mi memoria bien podría ser la de otro edificio del centro de Granada. En mi próxima visita a la ciudad podré salir de dudas.

Creo que el teniente no debió reparar en esos detalles cuando subía por las escaleras. Quizás, como escritor, quiero imaginarlo así. Él tenía una misión: interrogar a un hombre moribundo.


El edificio sigue en pie con todos sus detalles, pero su interior debe ser hoy muy diferente al de aquella tarde de finales de febrero de mil novecientos cuarenta y dos.

Ayer encontré en internet unas fotos antiguas de las salas del hospital. Pertenecen en realidad a la Facultad de Medicina que se encontraba en el interior del hospital. Quizás sean demasiado antiguas. Datan de 1.914 y fueron tomadas por el fotógrafo Torres Molina.






Dos años después de los sucesos que narro, en 1.944, la Facultad se trasladó y las fotos corresponden entonces a las autoridades que participaron de su inauguración. Allí aparece toda la corte franquista de la provincia.



Viendo aquellas fotos por fin el novelista se calló y la voz del narrador comenzó a caminar con el teniente por aquellos pasillos.

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01 junio, 2011

Las palabras también torturan

Cuando inicié la investigación histórica para mi novela no podía llegar a imaginar lo que estaba a punto de conocer. Ya he comentado en este blog los sentimientos que afloraron cuando tuve acceso a unos documentos inesperados: la causa 595 del consejo de guerra que siguieron contra mi abuela en 1.942, su expediente penitenciario, la ficha clasificatoria con la que en 1.939, como al resto de combatientes del ejército republicano, registraron las actividades de mi abuelo.
Aquellos documentos revelaron detalles, parcialmente desconocidos, de la historia de mis antepasados, en ellos puede seguirse el itinerario de sus sufrimientos. Más allá de la enorme sorpresa que me produjeron algunos aspectos novelescos de su propia historia, del dolor que me ocasionaba imaginar aquellos hechos que narraban, lo que más me llamó la atención fue el lenguaje que destilaban aquellos informes. Las palabras también pueden torturar, los términos pueden humillar tanto como los golpes, los calificativos duelen tanto como la cárcel. En aquellos papeles, se distinguía a los “rojos” de las “personas de orden”. Al antiguo enemigo se le negaba la personalidad, eran sólo individuos, sujetos, elementos o, cuando se trataba del plural, masa, turba, hordas. Las personas que intentaban sobrevivir a la derrota eran descritas como delincuentes, los guerrilleros que se echaron al monte, los mismos que en otros países son considerados como héroes, en España eran calificados como bandoleros. Más allá de sus nombres, trataban de destacarlos por sus motes y, aunque los informes policiales dijeran que no habían tenido comportamientos ilegales en el pasado, su mera militancia izquierdista los convertía en presuntos asesinos.
Mi abuela cometió un “delito”: darle cobijo y alimentos a su marido y a sus compañeros, aquellos a los que los vencedores no les dieron otra salida que las cárceles, las palizas, los campos de internamiento y el hambre, los que se vieron obligados a echarse al monte, los que continuaron la lucha, los que incluso llegaron a creer que la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial arrastraría también al régimen franquista. Es verdad que en aquella lucha no sólo hubo golpes extremadamente audaces, huidas imposibles, persecuciones novelescas, suicidios heroicos, sino también atracos y, en algún caso, muertos. Era la única manera que tenían de seguir luchando en un país arrodillado frente al miedo de la represión. Ese “delito” la llevó frente a un pelotón que simuló su fusilamiento, por él un fiscal solicitó para ella la pena capital, por él parió a su tercera hija en la cárcel, donde pasó más de seis años, alejada de su familia.
Yo pesaba que ese lenguaje acartonado, tan antiguo como aquellos documentos de hace siete décadas, formaba parte del pasado, de un pasado que, de forma reiterada, algunos tratan de esconder. Pero, por desgracia, aquel lenguaje humillante, aquella terminología fascista sigue muy viva. Según leo en un periódico,
se acaba de publicar el Diccionario Biográfico Español. En él los maquis siguen siendo delincuentes (ahora añaden el término terroristas) y el ejército republicano, que defendió un régimen democráticamente elegido, es el enemigo. Lo que me resulta más triste es que esa obra ha sido escrita gracias a 6,4 millones de euros de ayudas públicas, que, en momentos de crisis en los que vivimos, hayan utilizado parte del dinero de mis impuestos a pagar esa mentira con la que algunos historiadores revisionistas tratan de seguir engañándonos.
Esa obra tiene las tapas de un azul pastel, el mismo color que sólo hace unos días, cubría el mapa de España en los noticiarios de la televisión, el que indicaban la victoria arrolladora del Partido Popular en la mayoría de las provincias y de las comunidades autónomas, esa marea azul que manchaba la pantalla, no muy diferente de aquel azul mahón con el que muchos de sus abuelos confeccionaban sus camisas de falangistas. Ellos pueden tratar de cambiar la historia, de ocultar los detalles, pueden utilizar los calificativos que quieran, pero yo seguiré estando orgulloso de ser el nieto de una “terrorista”, si así se empeñan en llamarla, de reivindicar su memoria. Y lucharé con todo para que su historia no se duerma en el cajón del olvido, para que algún día su biznieta Paula pueda conocerla y también ella pueda sentirse orgullosa de María.