20 marzo, 2012

La música es maravillosa cuando se ve.


A menudo asociamos una emoción a un único sentido, pero cuando lo disfrutamos con todos ellos es mucho más intensa. La música es maravillosa cuando podemos verla.

En mi memoria se pierde la penúltima vez que escuché en directo un concierto de música clásica. Hace tantos años que su recuerdo es muy borroso ―de hecho creo que es una experiencia que sólo he disfrutado en un par de ocasiones―, pero la que no olvidaré es la última. El domingo pasado fui al Auditori de Barcelona. Me acompañaban mi hija Paula, de seis años, mi mujer Laura y una amiga, que venía también con sus dos niñas pequeñas. Desde el lateral de la tercera fila de la platea la música se puede ver y la experiencia es maravillosa, muy diferente a los asientos más económicos del gallinero, que voy recordando conforme escribo. Gracias a la Escola de Música a la que va mi hija, el precio de las entradas fue cinco veces más barato que el oficial de la taquilla y pudimos acceder a uno de esos lujos que deberían estar al alcance de todos, una de esas experiencias que nos vamos perdiendo, sin darnos cuenta, en el trajín del quehacer cotidiano y que son las que le de verdad dan sentido a la vida.

La música es maravillosa cuando podemos verla: el orden, las disposición jerárquica de los músicos; los diferentes tonos de las maderas de los instrumentos de cuerda, curiosamente más oscuros cuanto más grandes, en una gradación que pasa por los violines, violas, violonchelos y contrabajos; el brillo dorado de los timbales, que me recuerda a los que tenían las cacerolas de cobre en las cocinas antiguas; los zapatos acharolados, brillantísimos, del director de la orquesta; los movimientos de su batuta; o el de los arcos de los violinistas que, de repente, se tensan sobre los asientos y lo acercan a las cuerdas, avisando así de la proximidad de una apoteosis de sonidos; las diferentes posturas que toman los cuerpos, mientras una violinista se deja caer en la silla y sólo apoya los tacones de los zapatos negros en el suelo, otra inclina todo el torso hacia adelante, descargando el peso de sus piernas entreabiertas en el parquet; las manos de los músicos pasando con rapidez las páginas de las partituras, llenas de fusas y corcheas; las rozaduras negras de las suelas de la pianista en el lugar exacto donde pisa con fuerza las pedales, su cara de concentración y de placer, el reflejo de sus dedos volando por las teclas que se dibuja en el interior de la tapa del piano, a medio abrir para que salgan mejor los sonidos y, de paso, se vean vibrar las cuerdas y moverse las palancas de madera; los gestos concentrados de los intérpretes que esperan atentos su turno mientras escuchan a los compañeros; la ceremonia de los saludos, los músicos destacados que se levanta a agradecer el requerimientos que les hace el director con la punta de la batuta; las sonrisas ante los aplausos, las felicitaciones; las inclinaciones de cabeza cada vez que, obligados por el público, regresan al escenario…


Maurice Ravel 1.875 - 1.937

La música es maravillosa cuando podemos verla. El plato fuerte de la mañana parecía ser la Sinfonía Linz de Mozart que cerraba el programa, de la que más tarde supe que el genio la compuso en apenas cuatro días. También descubrí que el Teatro Bolshoi de Moscú se inauguró con la obra de un músico catalán: la Suite del ballet de La Cenicienta de Ferran Sor, que abrió la jornada, pero con el que me quedé boquiabierto fue con el Concierto para piano y orquesta en Sol Mayor de Ravel. Con Mozart los músicos no cesaban, las baquetas de los instrumentos de cuerda se movían en un continuo ir y venir, con la participación de todos los instrumentos de viento, tanto de metal como de madera, en permanente agitación. En cambio con Ravel llegaron las pausas, las  esperas. Se inició de súbito con el sonido de una fusta, que semejaba el golpe de un látigo, y unos arpegios continuados que me recordaban sonidos populares españoles. En el segundo movimiento, el Adagio Assai, se produce un diálogo maravilloso: el piano y el corvo inglés se susurran durante un buen rato mientras van entrando despacio los violines. Y ahí se nota la cadencia del jazz. Ravel compuso esta obra después de una exitosa gira por los Estados Unidos, donde conoció a Gershwin. Lo hizo al final de su carrera, poco tiempo antes de que una enfermedad neurológica, que le costaría la vida, empezara a mostrar sus primeros síntomas. Fue en ese instante, mientras hablaba el piano, en el que yo me pregunté cómo era posible que nunca antes hubiera oído esa maravilla.

La música es maravillosa cuando se ve.

Concierto para piano y orquesta en Sol Mayor.

Movimiento 1. Allegramente: 
http://www.youtube.com/watch?v=A5yETp8Ho50 
Movimiento 2. Adagio Assai: 
http://www.youtube.com/watch?v=o2BNDEVmCPA&feature=related
Movimineto 3. Presto:
http://www.youtube.com/watch?v=yeJnnyUnjAo&feature=related

18 marzo, 2012

Las maravillosas narraciones de la adolescencia


En el momento en que abrí la primera página de El lector de Julio Verne yo ya estaba rendido de antemano, predispuesto a disfrutar con la última novela de Almudena Grandes. Me lo habían regalado por mi cumpleaños, apenas tres días después de que saliera publicada. Al igual que Nino, su protagonista, yo devoré, en el principio de mi adolescencia, todos los libros de Verne que llegaron a mis manos, los pocos que me regalaron y los muchos que tomé prestado de las bibliotecas públicas. Sus historias llenaron de aventuras aquellos años tanto como otras, igual de fantásticas, que me contaban mis tías en las cocinas, al calor de las cacerolas y las ollas. Pero sus narraciones no hablaban de islas lejanas, de expediciones a lugares remotos, tampoco transcurrían en paisajes pintorescos, en veleros o en globos aerostáticos. Las que contaban mi familia, las que se habían transmitido de forma oral a lo largo de generaciones, había transcurrido en las provincias de Granada y Málaga, pero por ellas también se movían pérfidos villanos, héroes imposibles, humildes y aventuras fantásticas. En ellas siempre veía a mi abuela María frente al pelotón de fusilamiento, embarazada de ocho meses, negándose a revelar el escondite de su marido y de sus compañeros, los Quero, que se habían echado al monte después de la guerra.

Es por eso que El lector de Julio Verne me evoca tantos sentimientos y una cercanía hacia los personajes que no podré encontrar en otras novelas. No obstante, más allá de mi rendición, tengo que decir que es un libro magnífico, disfrutado página a página. Almudena despliega una capacidad narrativa que atrapa desde el principio y de la que ya es imposible escaparse. He devorado sus capítulos con la misma ansia con la que seguía a los hijos del capitán Grant a lo largo del paralelo 37, con el mismo misterio con el que buceaba en la mente del capitán Nemo, con esa lectura frenética que sólo desea saber cómo va a acabar la historia de unos personajes maravillosos. Es casi imposible no enamorarse de Pepe el portugués, que, cómo John Silver el largo en La isla del tesoro, guarda una personalidad escondida, que se intuye con claridad desde el principio, se consolida a lo través de muchos indicios, pero no se confirma hasta que Nino llega al final del libro de Stevenson y entiende por fin la ambigüedad de su amigo

Como aprendiz de escritor sé lo difícil que es encontrar la voz narradora desde la que contar la historia, una voz creíble que conduzca al lector por todos los caminos y vericuetos. Cuando esa voz es la de un niño de once años, la dificultad se agiganta, necesita un ejercicio constante de foco porque, en todo momento, debe pensar, mirar, actuar como un niño y Nino, al borde casi de su adolescencia, entra en el aprendizaje de la vida de la mano de el Portugués sin que, en ningún momento, chirríe su edad.

Otro aspecto a destacar de El lector de Julio Verne es el punto de vista múltiple desde el que aborda la trama. Se trata de una narración sobre el maquis, sobre los hombres que se echaron al monte después de la guerra, pero la vemos a través de los ojos de Nino, un hijo de guardia civil. Gracias a su mirada, que evoluciona de forma continua, nos acercamos mejor a las contradicciones, a una lucha en la que los dos bandos comparten las mismas miserias, parecidos miedos, donde los verdugos no siempre tienen capacidad de elegir y a veces descargan su brutalidad no sólo por motivaciones políticas sino también a causa de sus inmensas frustraciones.

Una de las escenas que más me ha impresionado ocurre precisamente cuando, en una de las noches de espanto que se producen entre las paredes del cuartel -las paredes que no pueden esconder los sufrimientos, ni ahogar los gritos- Nino le canta a su hermana una canción para que la pequeña no oiga lo que sucede en la habitación contigua. El intento es inútil porque entre las estrofas de la misma se oye el dolor de los detenidos, la sinrazón de su tortura.

He leído y oído algunas entrevistas que le han hecho a Almudena en los últimos días. En ellas insiste en la importancia de los motes para construir el universo donde se desarrolla esta obra. En sus páginas finales agradece que algunos amigos aportaran la mayoría de ellos como Fingenegocios, Putisanto y Burropadre, todos logrados, extraídos de la realidad, que le han ayudado a construir algunos de los personajes. Pero aunque no hay ningún personaje grande que no tenga un gran nombre, creo que la dificultad no estriba sólo en encontrarlos, sino en hacerlos hablar y que resulten creíbles, que se ajusten a los hombres y mujeres de un pueblo de Jaén que viven en la grisura de la posguerra en los años cuarenta. Algo que la escritora consigue a través de unos diálogos maravillosos. No hay nada más difícil que escribir un buen diálogo, que resulte natural, interesante para acompañar a la historia, que aporte detalles que sólo la voz directa, desnuda de los protagonistas puede contar. Confieso que he aprendido mucho con los de esta novela.

Si en ella hay un acierto a destacar por encima del resto, es la que gestión de las anticipaciones a lo largo de la trama. Al igual que en el cuento de Hansel y Gretel, nos va dejando un reguero de migas de pan ante el que sólo podemos continuar. Apunta pequeños detalles que deja en suspenso, pendientes de un hilo, siempre presentes, para contarnos los que encierran sólo unas páginas más adelante. De esa forma, el lector pica una vez y otra en el anzuelo y hace que esta sea un libro que resulta muy difícil dejar de leer.

Al acabar la última página, volvieron a mi mente las historias de los Mitaíllas -mi familia también tenía un apodo-, y  los montes de la Sierra Sur de Jaén dieron paso al Barranco del Abogado de Granada, Cencerro y sus hombres se transformaron en los hermanos Quero, con los que iba mi abuelo, y las vidas de las mujeres que les ayudaron se hicieron realidad, aunque, por desgracia, los guardias civiles tenían menos escrúpulos que muestran los que aparecen en El lector de Julio Verne. Sus humildes protagonistas, en cambio comparten la misma grandeza, la que tienen los héroes improbables, los que nunca pensaron que se verían obligados a enfrentarse a acontecimientos tan duros y encontraron la suficiente dignidad para afrontarlos. Pero ésa es otra historia, otra novela, la que sigo escribiendo desde hace más de dos años con la esperanza, la ilusión de que algún día pueda llegar a existir y encontrar lectores que disfruten con ella tanto como yo he disfrutado con la última obra de Almudena Grandes.



16 marzo, 2012

Lo que pueden esconder unas cartas de amor


En ocasiones encontramos sorpresas en los lugares más inesperados. Las mejores palabras sobre creación literaria se encuentran escondidas en unas cartas de amor, las 275 que le escribió Flaubert a Louise Colet durante los nueve años en que fueron amantes. Durante buena parte de ese tiempo, el novelista dedicó todos sus esfuerzos a escribir Madame Bovary y reflejó en esa correspondencia el enorme sufrimiento y placer que le representaba enfrentarse a la escritura.

Las confesiones que iban remitidas a Louise han sido leídas por miles de lectores a lo largo de los años. En ellas podemos ver los diferentes estados por los que pasa una relación amorosa desde el entusiasmo inicial hasta las palabras amargas de las últimas cartas, pero, junto a confesiones íntimas como el lugar preferido de sus besos en ese sitio que me gusta de tu piel, tan suave, en tu pecho, donde apoyo mi corazón”, el verdadero interés está en la pasión literaria que guardan.

Es en esa mezcla extraña de sufrimiento y pasión donde un aprendiz de escritor puede entender muchos de los códigos de la escritura y, sobre todo, el mejor lugar donde aprender a combatir el desaliento.

“Antes mi pluma corría por el papel con rapidez; también corre ahora, pero lo desgarra. No puedo escribir ni una frase, cambio de pluma a cada minuto, pues no expreso nada de lo que quiero decir.”

“Al escribir este libro soy como un hombre que tocase el piano con bolas de plomo en cada falange.”

“Estoy copiando, corrigiendo y tachando toda la primera parte de Bovary. Me escuecen los ojos. Querría, de un solo vistazo, leer estas ciento cincuenta y ocho páginas y abarcarlas con todos sus detalles en un único pensamiento.”

Hay escritores que desarrollan una enorme capacidad narrativa con una facilidad envidiable. Otros, en cambio, se convierten en novelistas maravillosos gracias al empeño que ponen en ello, no sin antes atravesar el enorme desierto de las dudas y el miedo.

“Y como no tengo la habilidad necesaria para procurarme el éxito, ni genio para conquistar la gloria, me condené a escribir para mí solo, para mi propia distracción personal, igual que se fuma y se monta a caballo.”

“Hace falta una voluntad sobrehumana para escribir y sólo soy un hombre.”

Durante los últimos meses, he dedicado muchas horas perdidas a revisar una y otra vez los dos primeros capítulos de mi novela. Después de pasarlos por muchos tamices, los textos iniciales, que tanto me desagradaban, han ido tomando forma, pero ni siquiera así acaban de convencerme. Distan aún mucho de alcanzar lo que pretendo. En mitad de mis obsesiones, la lectura de la correspondencia de Flaubert ha ejercido como un bálsamo. Si a él le costó tanto alcanzar ese estado de satisfacción, he aprendido  que sólo se puede aplicar paciencia y tesón para resolver la falta de oficio.
“Tardé cinco días en escribir una página la semana pasada, y para eso lo había dejado todo”.

“Cuantas más dificultades experimento para escribir, más crece mi audacia (eso es lo que me preserva del pedantismo, en el que caería sin duda).”

“¿Por qué, a medida que creo acercarme a los maestros, el arte de escribir  en sí me parece más impracticable y me siento cada vez más asqueado de todo lo que produzco?”

“Hoy me ha sucedido lo que no me había ocurrido desde hacía muchos años, y es el escribir toda una página en el día.”

“La Bovary  no va ligera: ¡dos páginas en una semana! A veces es como para romperse la crisma de puro desánimo, si puede uno expresarse así. Ah, lo conseguiré, lo conseguiré, pero será duro. Lo que resultará el libro, lo ignoro; pero respondo que se escribirá, salvo que esté completamente equivocado, cosa que es posible.”

“Ahora estoy devorado por una necesidad de metamorfosis. Querría escribir todo lo que veo no tal como es, sino transfigurado. La narración exacta del hecho real más magnífico me resultaría imposible. Aún tendría que bordarlo.”

“En cuanto a la Bovary, imposible siquiera el pensar en ella. He de estar en mi casa para escribir. Mi libertad de espíritu depende de mil circunstancias accesorias, muy miserables, pero muy importantes.”

“Mi Bovary  está tirada a cordel, abotonada, encorsetada y atada hasta estrangularla. Los poetas son dichosos; en un soneto, uno se alivia. Pero los desgraciados prosistas como yo se ven obligados a interiorizarlo todo.”

Y es que, a lo largo de esas cartas, podemos aprender grandes lecciones sobre las principales dificultades que tiene el oficio de escribir. Contienen magníficos consejos sobre el estilo…

“Hay que leer, meditar mucho, pensar siempre en el estilo y escribir lo menos posible, sólo para calmar la irritación de la idea que exige tomar forma, y que se revuelve en nuestro interior hasta que le hemos encontrado una exacta, precisa, adecuada a ella misma.”

“Todo el talento de escribir no consiste, después de todo, más que en la elección de las palabras. La precisión es la que hace la fuerza. En el estilo es como en música: lo más hermoso y lo más raro que hay es la pureza del sonido.”

“La Bovary  sigue renqueando, pero por fin avanza. De aquí a quince días espero haber dado un gran paso. He releído mucho de ella. Su estilo es desigual y demasiado metódico. Se ven demasiado las tuercas que aprietan las tablas de la carena. Habrá que darle holgura. Pero ¿cómo? ¡Qué perro oficio!”

“He pasado dos días execrables, el sábado y ayer. Me ha sido imposible escribir ni una línea. Es imposible saber lo que he jurado, el papel que he estropeado y cuánto he pataleado de rabia. Tenía que hacer un párrafo psicológico-nervioso de los más sutiles, y me perdía continuamente en las metáforas, en vez de precisar los hechos. Este libro, que no es más que estilo, tiene como continuo peligro el propio estilo. La frase me embriaga, y pierdo de vista la idea.”

Sobre cómo escribir diálogos…

¡Dios, como me fastidia mi Bovary! A veces llego a la convicción de que es imposible escribir Tengo que hacer un diálogo entre mi mujercita y un cura, diálogo chabacano y tosco, y como el fondo es vulgar, tanto más limpio ha de ser el lenguaje. Me faltan la idea y las palabras. No tengo más que el sentimiento!

¡Cómo me fastidia mi Bovary! Sin embargo, empiezo a apañarme un poco con ella. ¡Nunca en mi vida he escrito algo más difícil que lo que hago ahora, diálogos triviales! Esta escena de la posada a lo mejor me va a exigir tres meses, no lo sé. A veces me entran ganas de llorar, hasta tal punto siento mi impotencia. Pero antes reventaré sobre esta escena que escamotearla. He de situar a la vez en la misma conversación a cinco o seis personajes (que hablan), a otros varios (de los que se habla), el lugar donde están, toda la región, haciendo descripciones físicas de personas y objetos, y mostrar en medio de todo eso a un señor y una señora que empiezan (por coincidencia de gustos) a prendarse un poco uno del otro. ¡Y aún si tuviera espacio! Pero todo eso ha de ser rápido sin resultar seco, y desarrollado sin ser prolijo, guardándome a la vez para más adelante
O la construcción de los personajes…
“Por eso me cuesta tanto escribir ese libro. Necesito grandes esfuerzos para imaginarme a mis personajes, y luego para hacerles hablar, ya que me repugnan profundamente. Pero cuando escribo algo de mis entrañas, va aprisa. No obstante, ahí está el peligro. Cuando se escribe algo de uno mismo, la frase puede ser buena a ráfagas (y las mentalidades líricas consiguen fácilmente el efecto, siguiendo su inclinación natural), pero falta el conjunto, abundan las repeticiones, las redundancias, los lugares comunes, las locuciones banales. Cuando se escribe, al contrario, una cosa imaginada, como entonces todo debe dimanar de la concepción, y como la más pequeña coma depende del plan general, la atención se bifurca. A la vez, es preciso no perder de vista el horizonte, y mirar a los pies de uno. El detalle es atroz, sobre todo cuando uno ama el detalle, como yo. Las perlas componen el collar, pero es el hilo el que lo hace.”

“Desde las dos de la tarde (salvo unos veinticinco minutos para cenar) escribo Bovary, estoy en su polvo, de lleno, en la mitad; sudan y tienen un nudo en la garganta. Éste es uno de los raros días de mi vida que he pasado en la ilusión, completamente, de cabo a rabo. Esta tarde, a las seis, en el momento en que escribía «ataque de nervios», estaba tan excitado, gritaba tan fuerte y sentía tan hondamente lo que experimentaba mi mujercita, que he temido sufrir uno yo mismo. Me he levantado de la mesa y he abierto la ventana para calmarme. La cabeza me daba vueltas. Ahora tengo grandes dolores en la espalda, en las rodillas y en la cabeza. Estoy como un hombre que ha jodido demasiado (perdón por la expresión), es decir, en una especie de agotamiento lleno de embriaguez. Y ya que estoy en el amor, es justo que no me duerma sin enviarte una caricia, un beso y todos los pensamientos que me quedan. ¿Saldrá bien? No lo sé (me estoy dando algo de prisa, para mostrar a Bouilhet un conjunto, cuando venga). Lo que es seguro es que desde hace ocho días esto avanza rápido. Que siga así, pues estoy cansado de mis lentitudes. ¡Pero temo el despertar, las desilusiones de las páginas copiadas de nuevo! No importa; bien o mal, es algo delicioso el escribir, el no ser ya uno mismo, sino el circular en medio de toda la creación de laque uno habla. Hoy por ejemplo, hombre y mujer simultáneamente, amante y querida a la vez, me he paseado a caballo por un bosque en una tarde de otoño, bajo hojas amarillas, y yo era los caballos, las hojas, el viento, las palabras que se decían y el sol rojo que hacía entrecerrarse sus párpados anegados de amor. ¿Es orgullo o piedad, es el necio desbordamiento de una satisfacción exagerada de sí mismo, o bien un instinto religioso vago y noble?”

“He reanudado la Bovary. Desde el lunes van cinco páginas más o menos hechas; más o menos es la expresión, pues hay que volver a trabajarlas. ¡Qué difícil! Temo mucho que mis comicios sean demasiado largos. Es un punto duro. Ahí tengo a todos los personajes de mi libro en acción y en diálogo, mezclados unos con otros, y por encima un gran paisaje que los envuelve. Pero si lo logro será muy sinfónico.”

Y la obsesión por el método…

“Aunque nunca conté con hacer algo bueno al respecto, más vale no escribir nada que ponerse a la obra mal preparado.”

“Todas las dificultades que se experimentan al escribir proceden de la falta de orden.”

“Otros detalles que serían más llamativos ahí. Voy a hacerlo todo rápidamente, y a proceder por grandes esbozos de conjunto sucesivos; a fuerza de volver sobre ellos, quizá todo se apretará. La frase en sí me es muy penosa. ¡Tengo que hacer hablar, en estilo escrito, a gentes de lo más vulgar, y la corrección del lenguaje quita a la expresión todo pintoresquismo!”

·La Bovary  vuelve a funcionar. […]  Aguardo una segunda lectura para estar convencido de que me hallo en el buen camino. No obstante, no debo de estar lejos. Estos comicios ya me exigirán otras seis buenas semanas (un mes largo después de mi regreso de París). Pero apenas tengo ya más que dificultades de ejecución. Luego habrá que rescribirlo todo, pues es un estilo un poco descuidado. Varios párrafos tendrán que rehacerse, y otros borrarse. ¡Así, me habrá costado desde el mes de julio hasta fines de noviembre escribir una escena! ¡Y aún, si me divirtiese! Pero este libro, por bien logrado que pueda quedar, no me gustará nunca. Ahora que lo entiendo bien en todo su conjunto, me asquea. Qué le vamos a hacer, habrá sido una buena escuela. Habré aprendido a hacer diálogos y retratos. ¡Escribiré otros! El placer de la crítica tiene también su encanto, y si un defecto que se descubre en la obra os hace concebir una belleza superior, ¿no es en sí misma, esta única concepción, un deleite, casi una sorpresa?”

Sabemos lo que Flaubert le contaba en sus cartas a Louise Colet, pero no lo que ella le respondía, ya que la sobrina del escritor destruyó esas cartas que al parecer herían su sensibilidad.

Después de leerlas estoy convencido que el Dios de los escritores existe y se llama Flaubert. Conocer su sufrimiento a la hora de escribir me ha ayudado a entender y aceptar el mío.


12 marzo, 2012

La orgía de las palabras.


Si hay un escritor que aparezca omnipresente, por encima de los demás, en los manuales de narrativa o en las escuelas de escritura es Gustave Flaubert.  Hace unas semanas quedé prendado de Madame Bovary. Confieso que tenía cierta reticencia a leer la historia que narra los amores adúlteros de una fantasiosa burguesa del siglo diecinueve. Y es que los prejuicios siempre resultan inevitables, también a la hora de seleccionar los libros que despiertan nuestro interés. Pero un aprendiz de escritor no debe tenerlos y menos con esta novela.

Mientras la escribía, Flaubert mantuvo correspondencia con su amante, Louise Colet y en sus cartas le describe el sufrimiento tan profundo que le significaba el proceso de su escritura. Muchos años más tarde, un joven Vargas Llosa devoró la novela en un hotel de París y acabó recogiendo su apasionado disfrute de lector en un libro titulado La orgía perpetua. Para aprender sobre literatura no hay nada mejor que leer, al mismo tiempo y de forma entrelazada, esas tres obras.

Como dijo el escritor peruano: “que los pensamientos y los sentimientos en la novela parecieran hechos, que pudieran verse y casi tocarse no sólo me deslumbró: me descubrió una predilección profunda.” Y esa pasión por la literatura le llevó a afirmar que “un puñado de personajes literarios han marcado mi vida de manera más durable que buena parte de los seres de carne y hueso que he conocido.” De entre todos ellos se acuerda de unos pocos y destaca, por encima de ellos, a Emma Bovary.

Si un aprendiz inquieto se fija con detalle, puede encontrar en esta novela decenas de pasajes donde aprender el oficio de escritor. Ahora apostaría a que Vargas Llosa aprendió en la escena a varias voces de los comicios, donde el elegante provinciano Rodolphe seduce por primera vez a Emma con una facilidad que hace sufrir al lector, mientras suenan al fondo los mítines políticos, esa maravillosa mezcla de diálogos entrelazados con el que arranca su Pantaleón y las visitadoras, uno de los libros más maravillosos que existen porque consigue esconder al narrador y que nos adentremos entre sonrisas en la historia.

Es en la escena en la que Madame Bovary vuelve  a ser seducida por segunda vez, nuevamente con una torpeza irritante por parte ahora del mediocre pasante León, donde se mejor se plasma el silencio de la narración, el que permite que la acción se desarrolle mucho más en la imaginación del lector de lo que podría hacerse si lo contara de forma explícita su autor. Así, conocemos, por un brazo desnudo que aparece entre las cortinillas del carruaje de alquiler, la pasión que está transcurriendo en su interior, mientras se suceden sin parar las calles y las avenidas de Rouen durante varias horas.

Es en la velocidad que Flaubert le imprime al suicidio de Emma, una velocidad que contrasta con el tiempo circular, lento, provinciano y burgués de una vida insípida, que nos acompaña buena parte de la narración, donde descubrimos que la señora Bovary no es sólo otro personaje quijotesco consumido por la imaginación de las novelas, sino un ser demasiado sensible para enfrentarse a una realidad tan triste y tan actual: las deudas que la llevan a perder su casa y a poner de manifiesto todas sus mentiras. Porque, a fin de cuentas, esta novela si trata de algo es de los deseos más tópicos de cualquier mortal: salud, dinero y amor. Y cuanto más se engaña Emma y más cerca se cree de conseguir sus objetivos, más lejos se encuentra y su sufrimiento, que también es el de Flaubert mientras los escribe, acaba por atraparnos.


Fue al leer una respuesta sobre Madame Bovary en mitad de una entrevista que le hicieron a Ian McEwan cuando descubrí cual era el motivo de mi desapego por su novela Chesil Beach, de la que todos contaban maravillas. El escritor inglés afirmaba no entender por qué Flaubert  lloraba de forma desconsolada mientras mataba a su protagonista con arsénico. Fue cuando entendí que Chesil Beach es casi una obra maestra porque consigue introducir al lector en la mente de los personajes. Y digo casi porque, en mi opinión, esa maravilla se queda a medias, ya que en ningún momento llegamos a rozarles el corazón y, al menos yo, me quedé igual de frígido que su protagonista después de leerla.

Creo que de nada sirve llegar al cerebro de los personajes si en ningún momento podemos adentrarnos en sus corazones. Yo amo a los escritores que se desbordan por los sentimientos, que consiguen que sus novelas sean una orgía de palabras, esa orgía perpetua de la que nos habla Mario Vargas Llosa, que se produce, por ejemplo, en la escena de la ópera en la que, después de ver la entrada del matrimonio Bovary en el edificio, de observar al público expectante, a los músicos que ensayan los últimos acordes, a los instrumentos que se afinan, nos perdemos a través de lo que ocurre en el escenario dentro del corazón de Emma con un cambio progresivo de encuadre que sólo está a la altura, no sé ya si del genio o del sufrido empeño, de Flaubert.

Y he dejado para el final el magnífico principio. Podría parecer de entrada, nada más leer el título, que Madame Bovary estará omnipresente a lo largo de toda la novela, pero no es más que el personaje principal rodeado de otros maravillosos. Yo aún me pregunto a quien pertenece esa voz imposible que es testigo en primera persona de la llegada del torpe niño Charles Bovary a una escuela provinciana, la que nos cuenta su vida mediocre en las páginas del primer capítulo, la que retrasa la aparición de Emma con las que luego nos quedaremos, pero nunca a solas porque siempre nos acompañará el rapaz y odiable comerciante Llereux, el ilustrado boticario Homais, ansioso de reconocimiento, el cojo Hippolyte del que sólo al final sabremos que era el único que realmente la amaba y siempre con esa maestría en el paso de las escenas y de los personajes que Flaubert dominaba como nadie