28 julio, 2011

La temperatura a la que arden los libros


Me acerqué a Fahrenheit 451 pensando que era una novela de ciencia ficción, un género que no me atrae demasiado, pero la obra de Ray Bradbury es mucho más que eso. Cuenta la lucha de una persona que se cuestiona su visión de la realidad, se niega a rendirse y decide enfrentarse al sistema establecido.

Ahora que una hidra de cabezas invisibles -llamada mercado- trata de imponer su visión del mundo a través de las todopoderosas agencias de calificación y el oráculo sólo predice desgracias, vuelve a cobrar actualidad la lectura de la novela. Ahora que los movimientos juveniles vuelven a creer en la utopía y tratan de encontrar un camino a la esperanza, es más fácil entender la lucha del protagonista. Montag, el bombero que quema libros, comienza a cuestionarse si todo ha ocurrido siempre de la misma forma, iniciando un camino por el que deriva la trama.

Bradbury, que ha escrito un magnifico manual para aprendices de escritor llamado Zen en el arte de escribir, aplica en Fahrenheit 451 algunas de sus recetas. Juega con combinaciones de palabras y significados que, a priori, pueden parecer inviables para conseguir poderosas imágenes. Pero, en mi opinión, abusa en ocasiones de esa técnica, mezclando escenas de enorme evocación visual, los cascos negros de los bomberos que parecen escarabajos o la manguera que se mueve como una pitón, con otras en las que esa discordancia aparente se desmorona en ambigüedades que le restan ritmo a la novela, algo que, en mi opinión, ocurre especialmente hacia la mitad de la misma.

A menudo los escritores de ciencia ficción se pierden en paisajes imaginativos que acaban por restarle fuerza a la historia. Bradbury, pese a su creatividad efervescente, controla los escenarios por los que transcurren sus personajes sin que les resten protagonismo. Evita también otro riesgo frecuente en este tipo de narrativa: el daño que produce el paso del tiempo. Cuando el lejano futuro ya pasó de forma muy diferente a la realidad, el contexto posible que ya es palpablemente falso puede destrozar una novela. Brabdury introduce elementos de ciencia ficción, pero siempre al servicio de la historia, nunca como fuegos que artificio que acaban mojados. Al igual que Verne, jugó a adivinar el futuro con cierto éxito. La obra, que fue escrita en 1.953, nos habla de televisiones murales que cubren las casas de una programación banal y adormecedora, de unos pequeños auriculares que emiten música y sonidos en los oídos de una población aborregada, de coches que cruzan las avenidas a grandes velocidades. Encontraremos también predicciones no cumplidas como la máquina que limpia la sangre por cincuenta dólares, los anuncios publicitarios de ciento cincuenta metros en las entradas de las ciudades (la única forma de que sean vistos por el ojo humano a la velocidad que conducen en la novela) o el sabueso mecánico de ocho patas que nunca duerme y que inyecta procaína con su aguijón para eliminar a los que están contra el sistema. Pero a veces parece que esa pesadilla es sólo cuestión de tiempo, como esa falsa felicidad impuesta por los poderes públicos que impregna la historia.


Creo que lo mejor de Fahrenheit 451 es la semilla de la historia: el mundo futuro en el que están prohibidos los libros porque hacen pensar a la gente, una sociedad distópica donde las historias más maravillosas de los más grandes escritores se han ido simplificando a escasas líneas para que sean fáciles de entender por hombres y mujeres aletargados y donde los bomberos no se dedican a apagar fuegos, sino a quemar libros. Un futuro que quizás esté ocurriendo ya. En el Posfacio, escrito cuarenta años más tarde, el propio autor explica cómo ya es realidad una de las predicciones del jefe de bomberos  “No hace falta quemar libros si el mundo comienza a llenarse de gente que no lee, no aprende, que no sabe. Si el baloncesto y el fútbol inundan el mundo a través de la MTV, no se necesitan  que prendan el fuego o persigan al lector”.


Bradbury explica en el postfacio el proceso creativo que siguió la novela, la furia con la que tecleaba la máquina de escribir que funcionaba con monedas, cómo su pobreza le impulsó a optimizar el tiempo antes de quedarse sin dinero. También cuenta que la obra es el resultado de la fusión de cinco cuentos. Y precisamente es ahí donde encuentro los principales defectos de Fahrenheit 451: hacia la mitad la trama se dispersa, decae probablemente porque no se pensó desde una unidad, sino a partir de remiendos y urgencias por acabarla, que acabaron por jugar en su contra.

En 1.953 la caza de brujas emprendida por Mcarthy se encontraba en pleno apogeo. Era un mal momento para publicar una obra que critica la manipulación que realizan los poderes públicos, el intento de crear ciudadanos uniformes y sin pensamiento propio. Un joven la compró por 450 dólares, el único dinero que poseía y la publicó en tres partes en una nueva revista que acababa de aparecer. El joven se llamaba Hugh Hefner y la revista Playboy. A partir de aquel momento la novela comenzó a volar y aún hoy no ha parado porque, pese a algunos defectos, es un magnífico libro, cuya lectura, sin duda, recomiendo, especialmente en estos tiempos. El inicio ya nos promete mucho…

“Era un placer especial ver cosas devoradas, ver objetos ennegrecidos y cambiados. Empuñando la embocadura de bronce, esgrimiendo la gran pitón que escupía un queroseno venenoso sobre el mundo, sintió que la sangre le golpeaba las sienes, y que las manos, como la de un sorprendente director que ejecuta las sinfonías del fuego y los incendios, revelaban los harapos y las ruinas carbonizadas de la historia”.

Imagen de la película Fahrenheit 451 dirigida por François Truffaut en 1966
La escena en la que el bombero se enfrenta a su jefe, éste le responde armado de reflexiones inquietantes “¿Qué es el fuego? Un misterio. Los hombres de ciencia hablan y charlan acerca de las moléculas y las fricciones. Pero no saben nada realmente. Es hermoso porque destruye las responsabilidad y las consecuencias”. Ahora ya sabemos, como Bradbury nos recuerda en la primera frase, que Fahrenheit 451 es la temperatura a la que arde el papel de los libros. Lo que seguimos sin saber es si estamos dispuestos, como el protagonista de la novela, a rebelarnos contra os poderes que pretenden quemar nuestro futuro.

21 julio, 2011

El retrato modificado

En las reuniones familiares de mi infancia a veces hablaban del tío Paco y siempre acompañaban su nombre con el comentario “el que mataron en la guerra”.  Así fue como descubrí que, mucho tiempo  atrás, hubo una guerra y un familiar que desconocía, pero cuyo recuerdo pesaba en el ambiente, había muerto en ella. Fueron pasando los años y, a través de las narraciones orales contadas muchas veces en voz baja, fui conociendo los detalles de su sufrimiento: Su detención en una céntrica plaza granadina cuando, camino de su trabajo como tornero en un taller mecánico de la ciudad, unos falangistas le registraron y encontraron entre su documentación el carnet de las Juventudes Socialistas. También su negativa a huir de la prisión cuando, en una de sus salidas para trabajos forzados, su cuñado Ernesto le pidió que le acompañara en su huida a la zona republicana. Él, que nunca había cometido ningún delito, tenía la conciencia tranquila y no esperaba ninguna desgracia. Pero su suerte estaba marcada desde algunos años antes, cuando, en una de las huelgas de campesinos que se produjeron durante la República para solicitar mejoras de las condiciones laborales, obligó, en mitad de la plaza de su pueblo, a repartir pan que calmara el hambre de las familias de los huelguistas.

Hace apenas unos años y después de solicitarlo muchas veces, la familia obtuvo una copia de su certificado de defunción. Allí consta  que  murió a las seis de la mañana del 22 de Octubre de 1.936 “por causa de armas de fuego”. Un día antes de que cumpliera 21 años, fue fusilado frente a las tapias del Cementerio de Granada.

Sólo existe una fotografía suya. En ella posa de forma despreocupada con un cigarrillo en su mano izquierda, un elegante traje y corbata. Pese a ser hijo de una familia de campesinos humildes, su cualidad más recordada era la elegancia. Aquel retrato arrugado y parcialmente cortado se amplió y corrigió, mucho tiempo antes de que existiera el photoshop y otras herramientas informáticas. La ampliación difuminó su rostro, las solapas de su americana y le dio un brillo dorado a la aguja de su corbata, pero sobre todo, prescindió de su pose tranquila y del detalle del cigarro. Los retratos de los que han sido asesinados guardan el testimonio  de su tragedia durante décadas.

Desde ayer, la foto, el acta de defunción y los datos básicos del tío Paco forman parte de la lista de represaliados del franquismo, que está confeccionando el diario Público a partir de la información contenida en el sumario instruido por el juez Garzón. Para mí es un orgullo y un honor y me emociona verlo


Y precisamente ayer, como cada 20 de Julio, muchos familiares se congregaron frente a la tapia para recordar a los casi cuatro mil fusilados allí. Una vez más, ya es la cuarta,  dejaron una pequeña placa en memoria de las víctimas. Una vez más se espera que el PP, que gobierna en el Ayuntamiento de Granada, la retire. A los nietos de los verdugos les sigue doliendo que se recuerden a las víctimas.


20 julio, 2011

La ficción y la realidad

Hace algunas semanas, rebuscando libros entre los estantes de la Biblioteca del Ateneu de Barcelona, encontré un ejemplar que me atrajo por lo que anunciaba en su contraportada: “Esta novela cuenta una historia real. […] Ricardo Piglia tuvo acceso a materiales confidenciales, los legajos judiciales, las transcripciones secretas realizadas por la policía durante el dramático asedio, las declaraciones testimoniales. El conjunto del material documental le permitió armar la historia y construir a los personajes”. Se trataba de Plata quemada, que cuenta el auge y caída de una banda de atracadores, desde la preparación de un golpe hasta el desgraciado final de su huida.

Sentí un impulso irresistible a leerla porque puedo dar fe de que la realidad en muchas ocasiones supera a la ficción. Cuando yo decidí escribir una novela que narrase la historia de mi familia no imaginaba que, tras varios meses de investigación, tendría acceso a unos documentos cuya existencia desconocía. Cuando leí el sumario del consejo de guerra que siguieron contra mi abuela o su expediente penitenciario, más allá de las emociones que me embargaban, me sorprendió tanto el tono frío y burocrático de la narración como los hechos, extremadamente novelescos, que allí se contaban. Mi abuela no se había limitado a ayudar a los hombres que se echaron al monte después de la guerra. Mi propio abuelo era uno de ellos y los acontecimientos reales que vivieron no cabrían en la imaginación del novelista más inspirado.

Desde el primer momento, quise que mi novela contase los hechos de forma que produjese en el lector una sensación parecida a la que a mí me provocaba la lectura de los documentos. A lo largo de estos meses he ido trabajando la idea y me he tenido que enfrentar a la dificultad que ello significaba. Realidad y ficción pertenecen a dos planos distintos, separados, pero yo no estaba dispuesto a prescindir de la información que la realidad me aportaba, a los personajes que se describían a través de las declaraciones, a los sucesos dramáticos que allí se contaban, al más mínimo de los detalles visuales que los propios papeles me ofrecían. No obstante, no pretendo escribir un manual histórico. Para ser lo más fiel posible a los acontecimientos, debía manipularlos, novelarlos.
Siempre he pensado que esa información contenía a la vez un tesoro y una trampa. Aportaban detalles valiosos, no ya sólo desde el punto de vista sentimental y familiar, ni si quiera desde el punto de vista histórico, sino que trascendía al terreno de lo literario. Los acontecimientos, los personajes, incluso las voces eran magníficos, pero suponían una dificultad añadida, sobre todo para un aprendiz escritor que, inexperto, se enfrenta a la locura de escribir su primera novela.

Ricardo Piglia lo resuelve con una habilidad deslumbradora en Plata quemada. Debo comenzar diciendo que he leído algunos de sus textos publicados en Babelia, como quien pasa por la puerta de una tienda y no le gusta el escaparate. No estaba inicialmente predispuesto a leer su obra, por mucho que la crítica contaba maravillas sobre ella. Confieso que su estilo, seco y frío, no se enmarca en la línea que más me apasiona. En esta novela, no abundan las metáforas ni las imágenes que tanto me perturban, aunque nos deja algunos apuntes de una hermosura muy visual: “los billetes de cien se quemaban como mariposas cuyas alas son tocadas por las llamas de una vela y que aletean un segundo todavía hechas de fuego y vuelan por el aire un instante interminable antes de arder y consumirse”

Con el tiempo, he aprendido que las novelas son algo más que un ejercicio de estilo y que algunas de ellas te sorprenden y quedan para siempre por mucho que contengan ciertas incomodidades. En Plata quemada, la mayor de ellas es el lenguaje. Con esta novela ocurre como con esas magníficas películas argentinas de los últimos años, en las que, de entrada, cuesta acostumbrar el oído a un acento diferente. Pasada la dificultad de los primeros minutos, la historia y, sobre todo, la forma de contarla, te envuelven sin que quede ya posibilidad de parar. En su afán por el realismo y la cercanía a los protagonistas, su autor introduce expresiones locales de los bajos fondos de Buenos Aires, vocabulario que sólo un porteño, que además conozca la jerga de ese submundo, puede conocer. Los párrafos están salpicados de términos: guanaco, bulín, yuta, cana, gorompo, garchar… incomprensibles y que, en cierta manera, pueden exasperar a un lector que sólo alcanza a intuir su significado.

Más allá su estilo y su lenguaje, Palta quemada es una obra maestra por varios motivos. Borda la presentación de personajes. En un entorno coral de múltiples actores que, en muchos casos, se mueven en la confusión de los nombres y los apodos, Piglia nos los va presentando conforme avanzan los primeros capítulos. Poco a poco, va realizando un retrato de todos ellos, que incide en algunos de esos pequeños detalles que no han podido salir de su imaginación, sino del material en el que se basa la trama. La descripción con la que inicia el libro conforma una invitación a seguir leyendo. “Los llaman mellizos porque son inseparables. Pero no son hermanos, ni parecidos. Difícil incluir dos tipos tan diferentes. Tienen en común su forma de mirar, los ojos claros, quietos, una fijeza en la mirada recelosa. Dorda es pesado tranquilo. Con cara rubicunda y sonrisa fácil. Brignone es flaco, ágil, liviano, tiene el pelo negro y la piel muy pálida como si hubiera pasado en la cárcel más tiempo del que realmente pasó”

Piglia maneja el ritmo de forma precisa, controlada en todo el momento, sin que el lector, que entra al trapo de los artificios, sea consciente de la trampa que le tiende su autor. La acción va saltando en el tiempo con continuos flashbacks y anticipaciones de lo que va a suceder, (el propio título ya explica que va a ocurrir con el botín). Se desborda en las escenas del atraco o de los instantes finales del asedio y se ralentiza para describirnos el entorno claustrofóbico donde se desarrollan los hechos o cuando no describe a los  diferentes personajes.

Si hay algo que merece la pena destacar por encima de todo es la voz narradora. La maestría de su autor se despliega a la hora de abordar la trama desde diferentes puntos de vista. Enmarcado en un narrador omnisciente que nos habla en tercera persona y que, en bastantes momentos, se disfraza de la veracidad y objetividad del testigo, Piglia nos va dando una visión caleidoscópica de la acción a través de múltiples puntos de vista y, para ello, se apoya en las declaraciones, los relatos periodísticos y el contenido de los documentos. Así nos va explicando lo que sucede desde la primera persona del presente que, en ocasiones, adquieren una forma cercana al monólogo interior, son brillantes los pensamientos de un personaje inolvidable, el Gaucho Dorda, sus delirios sexuales que explican, incluso casi llegan a justificar, los motivos de su comportamiento cruel. Son los miembros de la banda, los policías, los testigos los que nos hablan. Es ahí donde el escritor desaparece, nos enreda y la historia fluye sola, con una cercanía y un ejercicio de focalización que convierte las poco más de doscientas páginas de Plata quemada en una obra maestra.



19 julio, 2011

El inicio del horror

Un 18 de julio de hace setenta y cinco años comenzó la Guerra Civil. Como suele ocurrir con los aniversarios redondos, los medios de comunicación le dedican un tibio recuerdo a aquellos acontecimientos y, una vez más bajo la dictadura de lo políticamente correcto, la mayoría tratan de mantener una mentirosa equidistancia entre ambos bandos. Pero no podemos dejarnos engañar. Lo que sucedió el 18 de Julio de 1.936 fue un golpe de estado fascista, perpetrado por una parte del ejército con el apoyo de la jerarquía de la iglesia católica y de los principales poderes económicos del país, contra un régimen legal y democráticamente elegido por el pueblo.

Esta celebración no debería servir para enquistar antiguas divisiones, ni tampoco para idealizar la historia desde una perspectiva partidista, pero tampoco para tratar de ocultar lo que aconteció en aquellos días. Cuando observo las fotografías tomadas en las primeras semanas del conflicto hay un detalle que me sorprende: la alegría exaltada con las que los soldados marchaban a los frentes de batalla. Ajenos al horror que les esperaba, aquellos rostros transmiten aún hoy una pasión ideológica que aterra. Junto a las expresiones henchidas de ideología vemos también las muestras del horror producido por la política de exterminio del enemigo. Las fotos de los cuerpos que han sido fusilados, las manchas oscuras de la sangre que se seca sobre la arena son la otra cara de esa locura que llevó a España a una guerra cruel y fratricida.
Más de siete décadas después quedan pocos testigos de aquel momento. La mayoría de ellos apenas eran niños en aquel verano del 36 y, dentro de poco tiempo, no quedará nadie que explique en primera persona los detalles del horror. La tragedia, aunque sea anunciada, conlleva sorpresa en la mayoría de los casos. Siempre guardamos la esperanza de que no se acabe produciendo. Tras la victoria, del Frente Popular en febrero, los falangistas y diversos extremistas de derecha trataron de contraponer con violencia su fracaso electoral. A lo largo de la primavera los incidentes, provocados por los matones de ambos bandos, fueron arreciando, pero con la llegada del verano la tensión bajó y la vida de los ciudadanos parecía discurrir con la normalidad de los actos cotidianos. Como cualquier sábado de verano, aquel 18 de julio, fueron muchas las personas que se disponían a disfrutar de sus momentos de ocio. Pero una calma tensa se respiraba en el ambiente después de la cadena de asesinatos y venganzas de las últimas semanas.
Cuando pienso en mi novela, trato de imaginar lo que debió pasar por la cabeza de mis abuelos durante aquellos momentos. Con una hija de apenas dieciséis meses (mi madre) y todo un proyecto de vida en común por delante, aquellos acontecimientos cambiaron el curso de su historia personal. Desde mi situación de confort democrático, me resulta difícil ambientarme en la situación que vivieron los personajes, en aquella espiral de locura y represión que se desató con el paso de los días. Trato de marcar las pautas que puedan describir cómo el mundo se desmorona a tu alrededor sin que se puede hacer nada para evitarlo, cómo todo ha cambiado por completo en el curso de unas horas.
Nunca supe cómo afectó el golpe a mis antepasados hasta que hace poco más de un año recibí un sobre de un archivo militar. Contenía la auditoría de guerra que iniciaron contra mi abuelo José en los primeros meses de la derrota. Ese documento me contaba una historia. En él se incluyen varias declaraciones suyas. La información obtenida en los interrogatorios aportaba luz sobre cómo afrontó aquellos instantes. Al poco tiempo de casarse en Granada, se trasladaron a Jayena, una pequeña población del sur de la provincia de donde procedía su madre. Desconozco los motivos de esa mudanza, quizás obedecía al interés por escapar del clima de inseguridad de la capital o a los negocios de ganado a los que se dedicaba José. Lo cierto es que el golpe no llegó al pueblo hasta el 24, una semana después de las tropas africanas se sublevaran en Melilla y días más tarde de que, tras muchas dudas, triunfara en Granada. Fue en ese momento cuando el Comandante de la Guardia Civil, con la ayuda de falangistas se alzó en armas y se hizo con el control. Fue el único en toda la comarca donde los sublevados triunfaron, aunque sólo pudieron conservarlo hasta que el 6 de agosto fue reconquistado por milicias anarquistas.
Mi abuelo confesó que, aunque era militante de la UGT, permaneció en su casa durante aquellos días, en los que se dedicó a cuidar del ganado, hasta que por causa del tiroteo huyó a Alhama y de allí a Málaga, donde su tía tenía una casa. Aquella declaración fue obtenida en una celda y, casi con toda seguridad, bajo tortura. Con ella trataba de minimizar su actuación en defensa de la república. Negaba haber participado en los disturbios y en la posterior reconquista, como así le acusaban, y confesaba que, meses más tarde, fue enrolado en el ejército republicano. Desconozco la veracidad de esas afirmaciones. Es muy probable que ante el triunfo de los fascistas y, temiendo por su vida debido a su militancia socialista, huyera del pueblo. También es probable que tratara de oponer algún tipo de resistencia o incluso de que participara de alguna forma en la reconquista de Jayena. A fin de cuentas, allí habían quedado su mujer y su hija. Si tuvo el valor de unirse a la partida de los Quero años más tarde, no sería de extrañar que también participara de esos hechos. O quizás decía la verdad cuando negaba su participación en los mismo, quizá en aquel momento sólo era un joven que temeroso por salvar el pellejo, que se vio obligado a huir lejos de su esposa y de un hija pequeña y sólo fue durante la guerra y la cárcel donde adquirió la fiereza imprescindible para formar parte de aquella banda de hombres que se negaron a aceptar la derrota.
Lo cierto es que los hechos que se desarrollaron a partir del 18 de Julio cambiaron por completo la vida de mis abuelos y también la de mi madre. Sus biografías fueron ya muy diferentes. Debieron enfrentarse acontecimientos dramáticos que ni siquiera debían imaginarse aquella mañana de verano, cuando los rumores del golpe comenzaron a tomar presencia. En los años posteriores debieron hacer frente al fusilamiento de familiares, a continuas huidas, bombardeos, hambre, derrota, persecución, cárcel y exilio. Nada de eso formaba parte de los planes de futuro de aquella joven pareja que sólo quería disfrutar de su bebé.
Setenta y cinco años después, merece la pena recordarles. Yo lo hago con orgullo.

05 julio, 2011

¿Cómo empezar mi novela?

Los cursos y los manuales de narrativa insisten en la importancia que tienen las primeras páginas de la novela. Son las que deben atrapar al lector, invitarle a que sigan a esa voz narradora que nos cuenta una historia que no podemos dejar ya de leer. La literatura está llena de inicios memorables, tantos que me siento incapaz aquí de señalar ninguno. Dicen que en muchos casos, una de las últimas cosas que un novelista acaba por decidir es el título y el principio de su obra. Yo sigo sin tener el título y creo que no lo encontraré hasta el final, pero no me costó mucho decidir el inicio. Siempre hubo una escena que estuvo en mi cabeza: el momento en el que María está en la celda oscura, a la espera del anunciado fusilamiento y recuerda su detención, la separación de su hija mayor.

Una de las cosas que más miedo me producen son los diálogos. Siempre me suenan falsos cuando los escribo. El último momento del interrogatorio, cuando tratan de asustar a María para que confiese el paradero de su marido ha dado muchas vueltas en mi mente.

En una entrada del 21 de diciembre pasado, apuntaba en el blog lo que podría ser el primer borrador del inicio de mi novela. Con cada relectura fueron apareciendo decenas de errores. Quien quiera comparar ambos textos puede ver el trabajo de corrección y desarrollo. Tampoco creo que está primeras páginas sean las definitivas. Estoy seguro que la relectura de los meses me seguirá denunciando errores, palabras incorrectas, diálogos impostados, imágenes gastadas. Conforme voy avanzando en la escritura, más complejo me parece el andamiaje que debo levantar para estructurar esa historia que transcurre a lo largo de tres generaciones de mi familia, más dudas tengo de que el autor pueda estar a la altura de la historia. Sólo tengo una cosa clara: una vez que he llegado hasta aquí no voy a rendirme.

Os dejo con el sufrimiento de María Álvarez López en la oscuridad de su celda. Esta es la historia de mi abuela, pero también la de sus padres, sus abuelos y sus hermanos, la que, a lo largo de generaciones, los “mitaíllas” han contado como la más hermosa de las novelas.

―.―


La espera agranda la oscuridad de la noche, detiene el tiempo en las paredes sucias por las que va creciendo una enredadera de miedos, de sombras que marchitan cualquier esperanza. María tiene esa sensación de azar de los que se saben condenados de antemano, dependientes de la firme voluntad de sus verdugos. Pierde la mirada en las manchas difuminadas que dibujan formas extrañas sobre la cal desconchada y emborronan los sufrimientos anteriores de otros desconocidos, no sabe si pintados por la humedad o por la sangre. Le parecen testigos que silencian lo que vieron, como también callarán la angustia que ha llorado en esa celda minúscula del cuartel, donde lleva detenida muchas horas con todos sus minutos y sus segundos. Un tiempo que ya no es capaz de contar, aunque sólo han pasado poco más de dos días desde que la guardia civil irrumpió en su cueva y comenzaron a pegarle, a preguntarle donde se escondía su marido. Lo han hecho cientos de veces desde entonces. Su silencio venía acompañado de otro puñetazo que le hacía sentir un dolor inacabable y le dejaba una mueca deformada en los labios.

Como una presencia incómoda, la observan miles de ojos desde todas las esquinas. El miedo, que embargaba la mirada de su hija, regresa ahora a la oscuridad del calabozo. Esas pupilas infantiles, que se acostumbraron a los ruidos de la guerra y al hambre de la derrota, nunca expresaron tanto desamparo. Mientras los guardias la retenían, aferrando sus brazos débiles, les chillaba que no se llevaran a su madre. Desde entonces, María no ha parado de preguntarse cientos de veces qué habrá sido de su niña. En mitad de los empujones y las patadas, apenas alcanzó a gritarle que buscara refugio en casa de su tía, la última indicación se perdió en el aire. La recuerda corriendo hacia el coche en el que unos hombres de rostros agrios se la llevaban presa. Entre lágrimas, desde la distancia del asiento trasero donde continuaron los golpes, su cuerpo se iba haciendo más y más pequeño. Le duele imaginarla, a pocas semanas de cumplir siete años, cruzando toda la ciudad de Granada, tan inocente y tan sola, caminando por la mañana fría de finales de febrero, atravesando unas calles que no conoce bien, desvalida en mitad del invierno. A lo largo de un tiempo interminable, no ha cesado de pensar en ella, en la pequeña que canturreaba nanas para no oír los bombardeos de los fascistas, la que ha sufrido la miseria que trajeron los vencedores, una paz que la volvió a apartar de su padre más de catorce meses.

María sabe que nunca fusilan de noche, que la oscuridad más negra le garantiza una vida momentánea, pero comienza a inquietarse con el olor del aire que anuncia la llegada de la mañana. Huele el alba, la oye en los ruidos que aparecen donde antes había silencio. Los pasos regresan por el pasillo, el portón vuelve a abrirse despacio, con un chirrido que suena a advertencia. Roque entra, uniformado para continuar con la tortura, con la camisa azul mahón arremangada y los correajes muy gastados de cuero. Coloca la pistola encima de la mesa. Espera de pie durante varios segundos antes de dar vueltas alrededor de su presa.

―Siempre me gustó vuestro pelo. Ese color rubio de las mitaíllas, que destacaba a todas las mujeres de vuestra familia. Es lo único que heredó vuestra madre. ¡Mira que casarse con ese pobretón sin dientes! Aún me pregunto qué pudo verle a ese gañán que hablaba con los animales.

Ella cierra los ojos. Ni siquiera se gira. No se atreve. Oye la voz de Roque respirando detrás de su nuca. Aún lleva el olor del cigarro, que se mezcla ahora con el sudor de toda la madrugada, impregnando el aire del pequeño cuartucho con un hedor de amenaza.

―Ahora que volvemos a vernos después de tanto tiempo, es una pena que estés tan preñada. ¿De cuánto meses estás? ¿De seis, de siete? ―le pregunta mientras las yemas de sus dedos ásperos le ensortijan un mechón de cabello.

Sin darse cuenta, las manos desesperadas de María vuelan hacia la barriga. Cree que ya no es posible salvar la vida que late en su vientre. Está tan condenada como ella, más inocente aún porque no tiene culpa de que su padre se echara al monte al salir de la cárcel, ni de que su madre no fuera más convincente para impedirlo.

―Tienes suerte de que me apiade de tu estado. No creas que a los demás les han arreado sólo en la cara.

Al rato se detiene. La mira con desdén. María no reconoce en sus ojos al huérfano de madre con el que jugaba en Uriana al principio de su infancia, siempre con el aire retraído de quien arrastra una ausencia. Aquella mirada hosca se ha vuelto siniestra con los años. La barba espesa esconde las cicatrices que le dejaron las esquirlas de la guerra. Esas heridas acentuaron un odio inexplicable que venía de antiguo, que estalló durante las noches de verano de las primeras semanas de la guerra, cuando iba a un burdel de la calle Elvira con la camisa abierta, llena de sangre, arremangada, los brazos cubiertos de relojes y, mientras se jactaba de que sus dueños no los iban a necesitar nunca más porque ya les había llegado su hora, obligaba a su ramera favorita a lavarle, a quitarle los rastros de la cacería.

―Uno de mis amigos falangistas me dijo que tu hermano estuvo callado todo el tiempo, junto a las tapias del cementerio, mientras miraba al pelotón. Le apuntó a la cabeza. Según me confesó, sintió placer cuando apretó el gatillo ¿A dónde querrás que te apunten a ti?

María comienza a sentir de nuevo sus golpes, la rabia de quien lleva horas sin conseguir su propósito. Un enfado que contrasta con la sonrisa que le dedicó nada más verla, clavada en la misma silla donde no ha sido capaz de acomodar la tensión que le provoca la paliza.

―Sabes que puedes evitar todo esto. Sólo hace falta que me digas con quien se refugia tu marido cuando no duerme en tu cama. No entiendo como aún le sigues protegiendo. No deja de ser un pichabrava que se acuesta con todas las que se le ponen por delante. Iba siempre tan apuesto con sus abrigos de paño y los sombreros que sabía calarse con tanta elegancia, tan socialista que se creía. ¿Qué pasa? ¿Te molesta mi barba? Te has vuelto muy delicada con los años.

El sabor de la sangre seca es amargo, pero cuando vuelve caliente al paladar tiene una dulzura imposible de entender. Tan imposible como sería salir con vida después de todo lo que ha pasado, por mucho que confesara lugares en los ella que nunca ha estado, en los que José podía esconderse con el resto de los guerrilleros.

―Siempre fuiste algo traviesa. Anda. No seas mala. Te lo preguntaré por última vez. Dime donde se esconden esos rojos de mierda. Cuéntaselo a tu viejo compañero de la escuela. Cuéntame dónde se refugian los Quero con toda esa banda de cabrones que aún no han entendido que perdieron la guerra. Por lo visto, no les pegaron suficiente en la cárcel para bajarles los humos.

María calla. Ni siquiera ella conoce los motivos de su silencio. No se trata de valor. Ya no se encuentra en esos momentos. Es inútil confesar. De nada servirán las palabras, los nombres que pueda darle. Sólo traerán sufrimiento a más inocentes, culpables por ser las mujeres, las madres, los hermanos de los huidos a la sierra.

―Está bien. Tú lo has querido. Que conste que he tratado de ayudarte, pero no te estás portando bien conmigo. No me dejas otra salida. ¿Qué voy a explicarle a tu madre cuando la vea en tu entierro? Al menos contigo tendrá una lápida donde llorarte. A tu hermano lo enterraron con centenares de camaradas en el primer patio que encontraron del cementerio de Granada. En aquella época no teníamos tiempo para pensar en esas cosas.

Roque grita a un guardia. Le pide que venga. Entra con el porte encorvado de los que están acostumbrados a recibir órdenes. En sus manos trae un documento.

―Firma aquí ―le apunta el falangista enfurecido, mientras su mano indica el papel.


Ella mira el grueso anillo de oro que Roque siempre ha llevado en la falange de su pulgar, también la declaración que acaba de firmar. Ve la fecha: 25 de febrero de 1.942. Su nombre: María Álvarez López. Natural de Uriana. Su edad: 30 años. Hasta eso es incorrecto. Le han quitado dos. Su estado: casada con José Castro Peregrina. Las letras se disuelven. Se hacen borrosas. Su boca es un desierto de arena con sabor a sangre. No le dan ocasión a leer nada más. Tampoco podría. Lleva tanto tiempo sin leer que ha perdido la costumbre. No le importa ya. Imagina lo que contiene. Lo que ha dicho en los últimos dos días. También lo que ha callado. Lo que han acabado por decir otros, no con menos valor, sino con menos conciencia del daño que hacían.

01 julio, 2011

Más dura será la caída

Hace sólo dos semanas, anunciaba con toda pompa en este blog que había acabado el primer capítulo de mi novela. Lo había cosido con varios pedazos y en todos ellos me había dejado el alma. Cada uno por su lado había sido revisado muchas veces, pero a veces un aprendiz de escritor es ciego, incapaz de ver los destrozos que ocasiona con sus palabras. Las repite creando cacofonías que suenan a un eco pesado, casi insoportable. Conjuga gerundios que aburren, que alejan a los personajes. Construye sintaxis retóricas, no ya sólo malsonantes, sino en ocasiones ininteligibles. Usa metáforas gastadas, frases muy parecidas a otras que leyó en la página de un libro que ya casi no recuerda. Describe acciones absurdas como cuando dice “el conductor conduce”. Se deja preposiciones y adverbios inoportunos en cualquier esquina de la historia. O lo que es peor de todo, deja que se le oiga por encima de la ficción. Todo eso me he encontrado en la casi treintena de páginas del primer capítulo.
A veces puede resultar deprimente la enésima relectura, la que abre los ojos a la ceguera. Cuando todo se cae como un castillo de naipes y la ilusión se desmorona, hay que seguir perseverando. Siempre hay un diálogo en el que viven los personajes, una descripción mágica que nos sitúa en los paisajes donde transcurre la historia, una voz que nos engaña como en un encantamiento en el que nos gusta viajar. Sólo se trata de tener paciencia, de tener ojos para verlo y oídos para escucharlo. De, como hacía Flaubert (ese escritor que pensaba que carecía de talento, pero que tuvo el tesón para escribir magníficas novelas): leer lo escrito en voz alta para detectar donde se encallan los sonidos.
También oír los consejos de los que, antes que tú, tropezaron en la misma piedra.
“Hay reglas. Claro que esto parece reaccionario. Pero todo buen revolucionario sabe que está tratando de abolir unas reglas para establecer otras”. Augusto Monterroso. Viaje al centro de la fábula.
“Mientras escribe sé tú mismo, desbórdate y apasiónate, pero sé sobrio cuando te releas”. André Gidé.
“Fue por esta época cuando descubrí que las novelas se escribía principalmente con obsesiones y no con convicciones” Mario Vargas Llosa. Historia secreta de una novela.
La mejor lección que he aprendido este año en la Escola d’escriptura aparece impresa en la carpeta que me entregaron el primer día del curso. Sobre el fondo amarillo aparece el dibujo de una papelera negra formada por miles de círculos pequeños que probablemente serían de metal. Bajo el dibujo una frase de Hemingway: “La papelera es el primer mueble en el estudio del escritor”
De todo lo que escribí me quedo con una frase: Quizás algún día descubra que siempre fui un escritor que aceptó otros trabajos para pagar la hipoteca.