27 octubre, 2022

Un año y tres meses

Descubrí a Luis García Montero a mis veinte años. Desde que mis dedos abrieron las páginas del ejemplar del Diario Cómplice que me esperaba en el estante de la librería ha sido el libro de poemas al que he vuelto más veces y con mayor felicidad. Meses más tarde el azar me ofreció la oportunidad de conocerle. 

Siempre le agradeceré a mi primo que me lo presentara. Ernesto tenía, con su hermano Paco, un bar con billares junto a la facultad de letras de Granada. Su interior había servido tanto para guardar folletos y carteles del Partido Comunista en los últimos años de la dictadura, como para charlas animadas por las bebidas sobre la política y la vida a las que habían acabado por asistir varios poetas jóvenes entre los que se encontraba el propio Luis o Javier Egea. A "Quisquete", que era como conocían a Javier, le conocería meses más tarde, una nublada tarde de finales de verano en su casa del Zaidín granadino. Luis me recibió en la suya, en la avenida Cervantes, esa misma tarde de nochebuena.

Recuerdo que jugó con las palabras tarde y buena, cuando se dió cuenta de la fecha que escribió debajo de una cariñosa dedicatoria en aquel libro rojo que dibujaba en su portada una pareja abrazada. La tarde fue más que buena, voló gozosa hablando de poesía. Yo entonces era muy joven y aún soñaba con ser poeta. Luís me habló de sus primeras lecturas con un libro que le había regalado su padre, una antología de los mejores mil poemas de la lengua castellana, una curiosa selección de clásicos y de poetas no tan conocidos. También me contó anécdotas con Rafael Albertí y me recomendó leer una novela: Un invierno en Lisboa que me descubriría a otro autor, Antonio Muñoz Molina, que no ha dejado de acompañarme desde entonces.

En Diario cómplice yo encontré mis sentimientos descritos en las palabras de otra persona, una poesía maravillosa que me hacía disfrutar, aún lo hace, de una nueva sentimentalidad, la etiqueta que le pusieron a aquellos jóvenes poetas que hablaban del amor y de la vida con metáforas e imágenes que demostraban una complicidad tan cercana con el lector, tan diferentes de las palabras rimbombantes y presuntuosas de otros poetas aislados en sus torres de marfil. Los mejores poemas son los que nos susurran nuestros sentimientos como si hubieran sido escritos pensando en nosotros. Desde entonces los versos de Luis han ido acompañando mi vida: después del amor casi juvenil de Diario Cómplice se han ido sucediendo, entre otros magníficos poemarios, la ruptura de Habitaciones separadas, el redescubrimiento de la pasión de Completamente Viernes, la llegada de la madurez de Vista cansada y ahora el dolor, la enfermedad y la muerte de Un año y tres meses.




Un poeta se va dejando la vida a lo largo de las páginas y algunos convertimos sus palabras en parte importante de nuestras vidas.

Si en Diario cómplice la ropa de la amada nos vigilaba como un gato tendido al final de la cama, en su último libro las zapatillas simulan espera con su tranquilidad de buen rebaño y entre ambos versos simplemente ha transcurrido una vida. Han pasado más de tres décadas desde aquella lejana tarde de nochebuena, pero mi admiración incondicional por la poesía de Luis no ha dejado de crecer, como también lo hizo años más tarde por las novelas de Almudena Grandes, la persona que marca Un año y tres meses. 

Siempre he pensado que no hay poemas de amor, los poetas siempre escriben sobre el desamor, el recuerdo de la felicidad perdida aunque solo haya sido de forma momentánea, el dolor de la ausencia. Y la ausencia en este libro es enorme. En esos momentos de soledad absoluta es cuando solo nos queda un arma con la que luchar: la poesía. Ésa fue la respuesta que dió Joan Margarit en una entrevista que le hicieron antes de recibir el Premio Cervantes cuando preguntaron para qué servía la poesía.

Luis usa el arma de los valientes que no tienen miedo a desnudar sus sentimientos para poder seguir sobreviviendo. Él que hizo viajar el amor en los taxis ¡cuántos idiotas con pretensiones lo criticaron por describir así un amor cotidiano, por democratizarlo al alcance de todos! ahora lo refleja en palabras que pueden parecer poco poéticas como radioterapia o hemoglobina. Nos describe la muerte como un animal doméstico que ronda por las habitaciones, el eco de un monólogo despiadado, porque "dialogar con la vida no es sencillo/ si la memoria del amor nos sirve / platos precocinados" . Pese a confesar que la muerte no es un asunto literario, adentrarse en ella es, según imagina, como hacerlo en largo viaje en un avión trasatlántico

Y sin en su Diario cómplice ya nos decía…

Quizás sólo se trata de que no estás aquí,

de que perder es duro para todos

y el amor me hace falta, como sabes.

Quizás contigo estuve 

tan demasiado cerca de su reino,

que necesito ahora desmentirme,

utilizar los trucos que uno tiene

para poder seguir.


Ahora nos confiesa…

Supongo que este modo de sentirse

definitivamente hundido

es una forma mía de estar enamorado

para empezar de nuevo

una vida distinta

con el amor de siempre.

A Luis García Montero, como a su amada Almudena Grandes, no le faltaran nunca los aliados en las trincheras últimas de sus palabras, que seguiremos usando como armas para combatir los golpes de la vida y celebrar la eternidad del amor, porque más allá de los pésames torpes, no pueden ser de otra manera, "una historia de amor es un viajero / que se sienta en la mesa a hablar de la vida". Y a pesar de todo, ese año y tres meses lo recuerda como los días más felices de su vida.


10 febrero, 2022

La desbandá. Un pequeño homenaje 85 años después

En febrero de 1937 mis abuelos sufrieron la terrible experiencia de lo que se ha conocido como la desbandá. Mi madre entonces aún no tenía dos años y por tanto no podía recordarlo, pero mi abuelo siempre lo tuvo en su memoria. En el interrogatorio que siguió a su detención tras el final de la guerra quedan reflejadas sus palabras. Llevó una partida de ganado a Málaga cuando la ciudad estaba a punto de ser tomada por las tropas fascistas -el hecho queda reflejado en un libro de Arthur Koestler- y al enterarse de la gravedad de la situación decidió regresar a Jayena, el pueblo donde se encontraban su mujer y su hija. El avance enemigo lo impidió y no puedo reencontrarse con ellas hasta varios días más tarde.

Cuando en el 2008 comencé a escribir la novela que llevaba dentro desde hacia mucho tiempo, me puse a ordenar las historias que quería contar: la guerra del tatarabuelo Antonio contra los carlistas, la que años más tarde le llevó a combatir en Cuba, la maravillosa historia de amor de los bisabuelos, la esperanza que supuso la República, la increíbles hazañas de los hermanos Quero en las que se involucró mi abuelo, los años de cárcel que por ese motivo sufrió mi abuela... Y también lo que ellos y centenares de miles de personas sufrieron durante aquellos días de febrero de 1937, que queda reflejado en uno de los capítulos ya escrito, pero no acabado, de esa novela que se eterniza...

Durante un año visité todas las bibliotecas que pude y consulté todos los textos que encontré para intentar ser fiel a los hechos y estar a la altura de los personajes. En 2022 sigo en esa lucha. Ahora que se cumplen 85 años de esos trágicos sucesos y hay gente que aún rinde homenaje a los asesinos, a los que dedican calles y monumentos, quiero rendir un pequeño homenaje a las victimas. Ésta es quizás una de las escenas más dramáticas y mas duras de mi novela. En su recuerdo...


El caos de Vélez volvió a retrasarle antes de continuar con la huida. La carretera serpenteaba a lo largo de la costa. Una sucesión de curvas muy cerradas la adentraba entre las colinas de roca gris y la devolvía junto al mar apenas unos metros más adelante, donde los acantilados descendían de forma brusca hacia la espuma de las olas. A la derecha se abría la inmensidad de las aguas y a la izquierda las laderas eran un enorme secarral donde sólo crecían las pitas y las chumberas. Ya no quedaba rastro de la caña dulce que apaciguó el hambre en las primeras horas, la multitud la devoró como una plaga de langostas. No tuvieron otra cosa que llevarse a la boca y el sabor dulzón, fibroso, les acompañó durante todo el recorrido. Las hojas secas y las fibras mordidas quedaron por el suelo, se convirtieron en la alfombra del hambre que fueron pisando miles de pies. 

Cada cierto tiempo un puente estrechaba el paso, entonces los grupos se hacían más compactos y la pena se apretujaba entre las barandas. Desde allí el mar se divisaba tranquilo, calmado tras varios días de lluvia. La brisa comenzaba a desdibujar los jirones de una fina niebla que había dejado el levante y a lo lejos podían verse las siluetas difusas de los cruceros enemigos que los acompañaban en la huida como una presencia inquietante.

Con el paso de las horas, el avance se hizo más penoso, apareció el cansancio y el camino se fue llenando de enseres que habían perdido ya toda utilidad. Sobre el pavimento quedó un rosario de colchones, sillas, maletas, sartenes, pucheros, bultos de ropa, incluso una gramola silenciada para siempre. Parecían los restos de un naufragio, el tesoro abandonado de los más pobres. Trataron de ponerlo a salvo hasta que se dieron cuenta del peligro que corrían sus vidas. La impedimenta les retrasó el paso hasta que les alcanzaron los rumores: las tropas enemigas, cada vez más cercanas, avanzaban con prisa. Aterrorizados, comenzaron a desprenderse de las pertenencias según una extraña jerarquía, un orden difícil de entender que hizo aparecer los objetos más insospechados.

Con la oscuridad de la noche regresó el miedo. Las familias continuaron caminando y se disgregaron en mitad de una negrura espesa. El silencio duró apenas un instante. El aire se convirtió en un lamento de nombres. 

− ¡Juanito, Carmen, Fali, Ana, Pedro! − las madres llamaban a sus hijos, les ataban para no perderlos, como si se tratase de un cordón umbilical − ¡Venid aquí y no os alejéis! 

Pero fue inevitable, las familias comenzaron a disgregarse y un montón de niños perdidos comenzaron a caminar solos. A los gritos le siguió el llanto, un eco permanente que duró hasta bien entrada la madrugada cuando, hambrientos y exhaustos, la mayor parte de los fugitivos ya no aguantó más y decidió dormir, aunque sólo fuera un rato. La soledad se agrandó en compañía de miles de desconocidos que compartían el mismo miedo y el futuro adquirió una extraña apariencia de zozobra. José decidió levantarse y seguir caminando antes de que llegara la primera claridad del alba. Una luz violeta rompía el horizonte.

El día amaneció limpio de nubes y el calor suave avivó un poco los ánimos, pero, en cuanto el sol comenzó a apretar, los buques giraron de forma inesperada y se enfilaron a toda máquina hacia la multitud que se desparramaba junto a la orilla. Al principio nadie pareció notar el cambio de rumbo, todos tenían la vista puesta en el camino, pero, conforme se fueron acercando y su presencia se hizo más y más grande, creció el nerviosismo.

−Esos barcos me dan miedo −le susurró a su madre una jovencita de apenas unos quince años.

−No te preocupes hija, aquí sólo quedamos viejos, mujeres y niños. Casi todos los soldados ya pasaron.

El presagio no tardó en hacerse realidad, aunque no dispararon el primer obús hasta que estuvieron muy cerca. José vio cómo el fogonazo salió por la boca del cañón. Pasó por encima de los que le precedían, unas décimas antes de que una lluvia de piedras y arena cayera sobre ellos. Los artilleros no habían fallado el tiro, sabían que así iban a provocar más daño. Las rocas quedaron en mitad del asfalto y lo convirtieron en una ratonera. Entonces el tiempo se ralentizó hasta casi detenerse. Las madres corrían despavoridas con sus hijos en brazos. La mayoría abandonó los últimos pertrechos y trató de encontrar refugio detrás de una curva, pero los más viejos, los más débiles quedaron abandonados a la suerte de los obuses que continuaban impactando en la colina. José se alejó del mar que traía la muerte. En sus oídos se mezclaban los lloros de los pequeños, los gritos de los heridos, el estruendo que provocaban los enormes pedruscos al caer. 

El paisaje se convirtió en una deriva de ojos sin mirada, un ir y venir de piernas que buscaban un lugar donde ponerse a salvo. Las embarcaciones estaban ya tan cerca que podía ver las caras de los marineros que se movían por la cubierta y saltaban de alegría cada vez que acertaban un objetivo. Una vieja camioneta quedó aplastada por el alud sin que ninguno de sus ocupantes tuviera tiempo para dispersarse por las zanjas cercanas. Un mulo asustado estalló por los aires convertido en un amasijo de vísceras. Durante varios minutos las explosiones reverberaron en un eco continuo, ensordecedor, que se esparcía entre los barrancos. Era el sonido del infierno. La distancia entre la vida y la muerte dependía de unos segundos, de unos metros; los que elegía el azar para caer con todo su ímpetu. La muerte barrió el aire con un fragor ronco acompañado por la intermitencia de los resplandores. El zumbido de los proyectiles resonaba por todas partes. Las siluetas caían, quedaban tendidas sobre el asfalto. La tierra sacudida granizaba sobre los cuerpos ya inmóviles mientras la angustia estallaba como un caballo desbocado hacia el abismo. Las caras de lo que corrían se emborronaban entre los terrones sin otra escapatoria que buscar refugio lejos de los barcos. Los cañones continuaron tronando durante un tiempo interminable y el fuego graneado no cesó de buscar su presa.

José se transformó un ovillo escondido y fue arrastrándose con la boca pegada al suelo durante un tiempo imposible de contar. Tenía el sabor seco de la tierra en el paladar cuando por fin pudo levantarse.

Los barcos se marcharon dejando un paisaje desolador. La carretera estaba repleta de rocas, de cadáveres destrozados, de personas malheridas. Junto a él encontró un carrito volcado, sólo le quedaba una rueda que seguía girando sin parar. Del interior asomaba la manita de un niño. Luego la rueda por fin se detuvo. Más allá una mujer reía histérica mientras mostraba el cuerpo inmóvil de su hija. Un carabinero se lanzó por el acantilado cuando descubrió a su esposa muerta. Un chiquillo corría como loco, gritaba buscando a su abuelo. Los ruidos habían cesado, pero no regresó el silencio. Lo impedían los gemidos de los que pedían ayuda, las lamentaciones de los que habían perdido a sus familiares. 

El mundo se redujo a un universo muy pequeño de cosas precarias. Todo podía desaparecer en un momento, nada era seguro. Un trozo de pan, un breve instante de calma, un rayo de sol, un trago de agua fresca, se convirtieron en grandes tesoros que bastaban para certificar que la vida continuaba, un lujo fuera del alcance de los que quedaron sobre la calzada. Pero ni siquiera había tiempo para llorar a los caídos. Los que podían andar se levantaron despacio y siguieron avanzando.


22 enero, 2022

La vergonzosa memoria del crucero Baleares

El 9 de febrero de 1937 centenares de miles de personas, la mayoría ancianos, mujeres y niños, huyen despavoridos por la carretera en dirección a Almería. La ciudad de Málaga acaba de caer en manos de las tropas de Franco y se ha iniciado el que probablemente va a ser el mayor crimen de toda la Guerra Civil.

Jesús Majada publicó en el año 2006 el libro Carretera Málaga-Almería, donde recogió los testimonios de decenas de supervivientes de la masacre que permanecían con vida. Muchos de ellos aún recordaban algunos de los momentos más terribles de su huida, cuando el Crucero Baleares y su buque gemelo, el Canarias, se dirigieron hacia la costa para bombardear a la población civil que huía.

En Torre del Mar, nada más abandonar las últimas casas, en una curva situada a la izquierda del camino, la escuadra comenzó a cañonearnos. Aquello era terrible, los cadáveres en la cuneta, las personas mayores, los niños que llamaban a sus madres y no le podían contestar porque estaban muertas.

Para ellos era como un juego, el tiro al plato contra gente que no podía defenderse. Disparaban contra las rocas, y comprendimos que lo hacían así para que estallasen y nos cayesen las piedras encima o que cortasen la carretera. No teníamos escapatoria, atrapados entre aquellas paredes de roca y los acantilados. Moríamos de hambre, sed agotamiento, ametrallados. Si hay un infierno, aquello era lo más parecido que uno pueda imaginar. Fue un milagro que consiguiésemos llegar a Almería, pero nunca he visto tanta muerte, tanta sangre, tanto desprecio por la vida humana.

Fue horrible, nunca lo olvidaré. Eran militares profesionales, de la Marina o la Aviación contra civiles, ancianos, niños, mujeres, sabían a dónde disparaban. Los pocos soldados que iban con nosotros iban en retirada, desarmados. Nos bombardeaban a mansalva. Veíamos sus caras, ellos sabían que éramos civiles indefensos, nos veían perfectamente. Estaban tan cerca, que cuando le acertaban a un burro o a un autobús, podíamos ver sus caras, les podíamos ver cómo saltaban en sus cubiertas, celebrándolo.

Nos tiraban bombas incendiarias desde los aviones, y aquellos barcos enormes de Franco no cesaban de dispararnos con sus cañones. Veíamos a los marineros perfectamente, cómo se movían por cubierta, los cañones cómo se movían y nos apuntaban antes de disparar, es algo que si no lo has vivido no lo puedes comprender. Si los barcos se hubiesen acercado un poco más hubiesen chocado con las rocas, para ellos era como un macabro juego de feria, nos mataban como si fuésemos chinches.

Había gente aplastada por las piedras que caían cuando disparaban desde los barcos a los acantilados. Vi muchos niños muertos en las cunetas. Me acuerdo de una mujer que había muerto y todavía tenía un niño pequeño en brazos. El conductor que nos llevaba a Almería paró varias veces para apartar a los muertos de la carretera. Cada vez que paraba, los niños nos asomábamos a ver. Había trozos de personas por todos lados.




Elizaveta Pashina, una joven rusa de 20 años que servía como traductora, nos relata: Los obuses estallaban entre las rocas, sobre la carretera empezó a caer una lluvia de pedruscos. La gente corría llevando a los niños en brazos y abandonando los últimos restos de sus pertenencias. Se oían los llantos y los gemidos de los heridos. Todos intentaban llegar a alguna curva donde la carretera se alejara del mar. Los viejos, con lágrimas en los ojos suplicaban para que los abandonasen allí e intentasen salvar a los niños.

Cristobal Criado, que tenía en ese momento 17 años, nos cuenta en su libro “Mi juventud y mi lucha”: Nunca antes había sentido con tanta intensidad el miedo y la muerte tan cercana, protegido  tras un malecón que daba al borde mismo del profundo acantilado. Unas bombas caían sin cesar sobre al asfalto  ya destrozado de la carretera; otras directamente en el acantilado. Pero al pasar a la altura que ocupaba yo, tras el malecón, el silbido terrorífico que producía en mis oídos su caída, sentí tal pavor que, por unos instantes, pensé que era el último día de mi vida.

El cuaderno de bitácora de los buques recoge las acciones: “A las 12 horas dispararon los cañones de 12cms. De estribor sobre grupos que huían de Málaga por la carretera”.

Tuve muy pocas conversaciones con mi abuelo José, pero recuerdo un comentario breve sobre lo que él vivió en ese episodio conocido como “la desbandá” y que definía como la mayor masacre que había vivido y visto en su vida.

Hace unos días el alcalde de Madrid Martínez Almeida dedicó una calle de su ciudad al Crucero Baleares. La Asociación La Desbandá elevó sus quejas no solo al Ayuntamiento de Madrid. El Ayuntamiento de Málaga o el Consejero portavoz de la Junta de Andalucía también fueron interpelados. Pero ninguno de ellos se ha manifestado en contra. Todas esas administraciones están gobernadas por el Partido Popular.

La historia no es un juego de blancos y negros, sino una realidad de infinidad de grises que matizan las verdades. En la Guerra Civil hubo personas decentes y asesinos en ambos bandos, pero es una conducta vergonzosa e intolerable que, a día de hoy y a pesar de la Ley de Memoria Histórica, haya partidos que sigan ensalzando a los asesinos. El alcalde de Madrid argumenta que hay que recuperar la memoria en ambos bandos, también la de los marineros del Crucero Baleares que murieron unos meses más tarde.

En la madrugada del 6 de marzo de 1938 buques de la Armada Republicana avistaron a tres cruceros nacionales (entre ellos el Baleares y el Canarias) a 75 millas náuticas al nordeste del Cabo de Palos. El enemigo rehuyó el enfrentamiento a la espera de la luz de la mañana que le permitiera aprovechar su mayor potencia de fuego. Los barcos de la República no desistieron en su persecución y, a pesar de su falta de experiencia en combate nocturno, consiguieron que dos torpedos impactaran en el Crucero Baleares que se hundió con rapidez mientras los otros dos barcos nacionales continuaban su huida.

Las palabras de Almeida equiparan a las víctimas civiles de una masacre con los marineros asesinos del Baleares que celebraban su muerte.