23 noviembre, 2020

El regreso de Cuba

La llegada de la pandemia y del confinamiento me permitió volver a escribir. Después de limitarme a corregir escenas ya escritas durante demasiado tiempo, por fin me enfrenté de nuevo al miedo ante el papel en blanco. Ésta fue la primera escena que escribí al inicio de la primavera. Detrás de ella hay un minucioso trabajo de investigación de muchos años, casi obsesivo. El exceso en detalles históricos está buscado y reconozco cierto estilo decimonónico y algo anticuado, pero se trata de un hecho del ultimo año del siglo XIX. Debo confesar que siempre imaginé la llegada de ese barco como Flaubert imaginó zarpar al Ville de Montereau en el maravilloso inicio de La educación sentimental.

El vapor Chandernagor llegó al puerto de Málaga a las 10 de la mañana del 28 de enero de 1899. Apareció un día antes de lo previsto, en medio de un temporal que azotaba el mar desde el día anterior y que unas horas antes había obligado a regresar a varios navíos de guerra que zarparon con rumbo a Cartagena. Su llegada sorprendió a todos los que pensaban que habría buscado refugio en Cádiz ante las dificultades de embocar el estrecho. Entre los 38 oficiales que habían partido del puerto cubano de Cienfuegos dieciocho días antes se encontraba el Teniente de Administración Militar Antonio López. A bordo viajaban también 18 sargentos, 42 cabos y 919 soldados, incluidos la totalidad del Regimiento de Alfonso XII y bastantes familias de la oficialidad. Entre sus pasajeros 478 estaban enfermos, la mayoría de paludismo y disentería, treinta de ellos de gravedad y durante la navegación habían muerto seis soldados y un cabo, según informaría la edición de periódico vespertino La Unión Conservadora de ese día.

A pesar de que el barco venía repleto de heridos y de lo inesperado de su aparición, subieron a bordo las diferentes autoridades. La lista de las cuales incluyó al Gobernador Militar y su ayudante, el Gobernador Civil y el Alcalde, ambos con su secretarios particulares, el Comandante de Marina, los jefes de Sanidad y Administración Militar, el teniente de carabineros que estaba de servicio esa mañana, el Comandante de la Guardia Municipal y varias personas más, entre los que se encontraba el Jefe de Servicios de la Compañía Trasatlántica, que había venido de Cádiz “con el exclusivo de esperar”, y que fue el primero en subir. Todos ellos fueron obsequiados con pastas, vinos y tabacos y se reunió a los oficiales en el salón con la intención de leerles el telegrama de felicitación enviado por el Regente.

Después de tres horas de espera por fin comenzaron a bajar los primeros hombres en mitad de una lluvia torrencial que alargó el desembarco durante más de dos horas. La vista que había desde lo alto de la escalerilla junto al Muelle Transversal del Este era desoladora. Un ejército de soldados abatidos se movía con lentitud por el muelle. Más de una treintena necesitaron la ayuda de los camilleros militares que los llevaron hasta las ambulancias y los diferentes coches dispuestos por la Cruz Roja. A la caseta de dicha institución llegaron varias damas pertenecientes a esa orden de caridad, acompañadas de trece enfermeros.

Los que podían valerse por sí mismos vagaban sin saber a dónde ir, envueltos en sucios harapos, incluso descalzos. Antonio los miraba, veía los hombres famélicos, bronceados por el ardor de un sol tropical y era incapaz de reconocer a los jóvenes que partieron con él a la guerra. Tampoco el ambiente que los recibía era el mismo que los despidió tres años antes. Esta vez el encargado de darles la bienvenida era la lluvia pertinaz y un enorme silencio. Fue abriéndose paso entre rostros macilentos, tratando de no tropezar con ninguna muleta, con ningún cuerpo desfallecido por el cansancio del viaje, ni con los bultos de material de artillería y de impedimenta que habían comenzado a depositar sobre la dársena, ya que el paquebote debía zarpar al día siguiente sin falta hacia Marsella. Su estado de salud no le permitía caminar más deprisa, pero, tras una larga convalecencia, por fin estaba a punto de regresar junto a su familia.

Antes de dejar atrás el puerto se giró para ver por última vez el buque que le había traído a casa. El  Chandernagor era un vapor de la naviera francesa Compagnie Nationale du Navigation, con sede en Marsella, con la que había cerrado un contrato la Compañía Trasatlántica para que hiciera dos viajes desde Cuba. La goleta, que pesaba más de tres mil toneladas, había sido construida en 1882 por la empresa William Denny and Brothers Limited en la localidad escocesa de Dumbarton, tenía dos palos y una chimenea central y contaba con una máquina de vapor que tenía una fuerza de mil ochocientos caballos. Durante varios años había realizado la travesía entre Nápoles y Nueva York, transportando a emigrantes italianos, que esperaban la cuarentena en la isla de Ellis.

Chandernagor

El barco disponía de 990 literas, según la carta manuscrita con una letra pulcra y esmerada que se adjuntaba al acuerdo, noventa y seis de ellas se repartían entre los camarotes de la primera y segunda cámara y la tercera preferente. En los sollados de tercera también se situaba la enfermería y los camarotes donde se agolpaban las 290 literas destinadas a los convalecientes y las 638 ordinarias donde dormían los sanos. El servicio de fonda y farmacia había corrido de cuenta del armador y el trato a la tropa estaba estipulado en base al reglamento de los transportes franceses.

La Trasatlántica había contratado también los servicios de un capellán, un médico cuyo objeto había sido “la mejor asistencia y mayor inteligencia por el idioma y el trato a los enfermos” y dos cocineros con “el cometido a la vez de auxiliar al personal de comida francés y dedicarse a la preparación de comidas al gusto de nuestro país”. Se había comprado también diverso material para la realización del servicio de transporte. Se adquirieron 4 lavabos dobles, 16 jarritos, 150 escupideras, 50 taquillas y 8 palanganas para el hospital. En cubierta contaban con 6 botes, cada uno de ellos con 8 remos, 10 chumaceras y un achicador. El gasto destinado al culto no había sido menor: un capilla, un confesionario, una mesa de altar y un cajón con diferente efectos. Entre la larga lista aparecían cuatro casullas, cada una de un color diferente, una campanilla, un misal, una caja para hostias, un cáliz, hijuelas y varios cuadros de santos y vírgenes y crucifijos.

Habían gastado tanto dinero en velar por las almas que descuidaron los estómagos. A pesar de haber cobrado unos precios inflados por el transporte, la Compañía Trasatlántica hizo prevalecer sus intereses sobre las condiciones del pasaje y convirtió el negocio de la repatriación en un enorme beneficio. La naviera, que tenía su sede en Barcelona, gozó del monopolio por parte del Gobierno para el transporte de las tropas que regresaban de Cuba, enriqueciendo con ese contubernio aún más la fortuna de su dueño que, aunque también se llamaba Antonio López, era un antiguo esclavista sin escrúpulos y sin ninguna relación con el teniente. Mientras éste dejaba atrás el barco no podía evitar mirar con pena a sus compañeros y sentir cómo la tristeza siempre camina arrastrando los pies cuando se aleja.