10 febrero, 2022

La desbandá. Un pequeño homenaje 85 años después

En febrero de 1937 mis abuelos sufrieron la terrible experiencia de lo que se ha conocido como la desbandá. Mi madre entonces aún no tenía dos años y por tanto no podía recordarlo, pero mi abuelo siempre lo tuvo en su memoria. En el interrogatorio que siguió a su detención tras el final de la guerra quedan reflejadas sus palabras. Llevó una partida de ganado a Málaga cuando la ciudad estaba a punto de ser tomada por las tropas fascistas -el hecho queda reflejado en un libro de Arthur Koestler- y al enterarse de la gravedad de la situación decidió regresar a Jayena, el pueblo donde se encontraban su mujer y su hija. El avance enemigo lo impidió y no puedo reencontrarse con ellas hasta varios días más tarde.

Cuando en el 2008 comencé a escribir la novela que llevaba dentro desde hacia mucho tiempo, me puse a ordenar las historias que quería contar: la guerra del tatarabuelo Antonio contra los carlistas, la que años más tarde le llevó a combatir en Cuba, la maravillosa historia de amor de los bisabuelos, la esperanza que supuso la República, la increíbles hazañas de los hermanos Quero en las que se involucró mi abuelo, los años de cárcel que por ese motivo sufrió mi abuela... Y también lo que ellos y centenares de miles de personas sufrieron durante aquellos días de febrero de 1937, que queda reflejado en uno de los capítulos ya escrito, pero no acabado, de esa novela que se eterniza...

Durante un año visité todas las bibliotecas que pude y consulté todos los textos que encontré para intentar ser fiel a los hechos y estar a la altura de los personajes. En 2022 sigo en esa lucha. Ahora que se cumplen 85 años de esos trágicos sucesos y hay gente que aún rinde homenaje a los asesinos, a los que dedican calles y monumentos, quiero rendir un pequeño homenaje a las victimas. Ésta es quizás una de las escenas más dramáticas y mas duras de mi novela. En su recuerdo...


El caos de Vélez volvió a retrasarle antes de continuar con la huida. La carretera serpenteaba a lo largo de la costa. Una sucesión de curvas muy cerradas la adentraba entre las colinas de roca gris y la devolvía junto al mar apenas unos metros más adelante, donde los acantilados descendían de forma brusca hacia la espuma de las olas. A la derecha se abría la inmensidad de las aguas y a la izquierda las laderas eran un enorme secarral donde sólo crecían las pitas y las chumberas. Ya no quedaba rastro de la caña dulce que apaciguó el hambre en las primeras horas, la multitud la devoró como una plaga de langostas. No tuvieron otra cosa que llevarse a la boca y el sabor dulzón, fibroso, les acompañó durante todo el recorrido. Las hojas secas y las fibras mordidas quedaron por el suelo, se convirtieron en la alfombra del hambre que fueron pisando miles de pies. 

Cada cierto tiempo un puente estrechaba el paso, entonces los grupos se hacían más compactos y la pena se apretujaba entre las barandas. Desde allí el mar se divisaba tranquilo, calmado tras varios días de lluvia. La brisa comenzaba a desdibujar los jirones de una fina niebla que había dejado el levante y a lo lejos podían verse las siluetas difusas de los cruceros enemigos que los acompañaban en la huida como una presencia inquietante.

Con el paso de las horas, el avance se hizo más penoso, apareció el cansancio y el camino se fue llenando de enseres que habían perdido ya toda utilidad. Sobre el pavimento quedó un rosario de colchones, sillas, maletas, sartenes, pucheros, bultos de ropa, incluso una gramola silenciada para siempre. Parecían los restos de un naufragio, el tesoro abandonado de los más pobres. Trataron de ponerlo a salvo hasta que se dieron cuenta del peligro que corrían sus vidas. La impedimenta les retrasó el paso hasta que les alcanzaron los rumores: las tropas enemigas, cada vez más cercanas, avanzaban con prisa. Aterrorizados, comenzaron a desprenderse de las pertenencias según una extraña jerarquía, un orden difícil de entender que hizo aparecer los objetos más insospechados.

Con la oscuridad de la noche regresó el miedo. Las familias continuaron caminando y se disgregaron en mitad de una negrura espesa. El silencio duró apenas un instante. El aire se convirtió en un lamento de nombres. 

− ¡Juanito, Carmen, Fali, Ana, Pedro! − las madres llamaban a sus hijos, les ataban para no perderlos, como si se tratase de un cordón umbilical − ¡Venid aquí y no os alejéis! 

Pero fue inevitable, las familias comenzaron a disgregarse y un montón de niños perdidos comenzaron a caminar solos. A los gritos le siguió el llanto, un eco permanente que duró hasta bien entrada la madrugada cuando, hambrientos y exhaustos, la mayor parte de los fugitivos ya no aguantó más y decidió dormir, aunque sólo fuera un rato. La soledad se agrandó en compañía de miles de desconocidos que compartían el mismo miedo y el futuro adquirió una extraña apariencia de zozobra. José decidió levantarse y seguir caminando antes de que llegara la primera claridad del alba. Una luz violeta rompía el horizonte.

El día amaneció limpio de nubes y el calor suave avivó un poco los ánimos, pero, en cuanto el sol comenzó a apretar, los buques giraron de forma inesperada y se enfilaron a toda máquina hacia la multitud que se desparramaba junto a la orilla. Al principio nadie pareció notar el cambio de rumbo, todos tenían la vista puesta en el camino, pero, conforme se fueron acercando y su presencia se hizo más y más grande, creció el nerviosismo.

−Esos barcos me dan miedo −le susurró a su madre una jovencita de apenas unos quince años.

−No te preocupes hija, aquí sólo quedamos viejos, mujeres y niños. Casi todos los soldados ya pasaron.

El presagio no tardó en hacerse realidad, aunque no dispararon el primer obús hasta que estuvieron muy cerca. José vio cómo el fogonazo salió por la boca del cañón. Pasó por encima de los que le precedían, unas décimas antes de que una lluvia de piedras y arena cayera sobre ellos. Los artilleros no habían fallado el tiro, sabían que así iban a provocar más daño. Las rocas quedaron en mitad del asfalto y lo convirtieron en una ratonera. Entonces el tiempo se ralentizó hasta casi detenerse. Las madres corrían despavoridas con sus hijos en brazos. La mayoría abandonó los últimos pertrechos y trató de encontrar refugio detrás de una curva, pero los más viejos, los más débiles quedaron abandonados a la suerte de los obuses que continuaban impactando en la colina. José se alejó del mar que traía la muerte. En sus oídos se mezclaban los lloros de los pequeños, los gritos de los heridos, el estruendo que provocaban los enormes pedruscos al caer. 

El paisaje se convirtió en una deriva de ojos sin mirada, un ir y venir de piernas que buscaban un lugar donde ponerse a salvo. Las embarcaciones estaban ya tan cerca que podía ver las caras de los marineros que se movían por la cubierta y saltaban de alegría cada vez que acertaban un objetivo. Una vieja camioneta quedó aplastada por el alud sin que ninguno de sus ocupantes tuviera tiempo para dispersarse por las zanjas cercanas. Un mulo asustado estalló por los aires convertido en un amasijo de vísceras. Durante varios minutos las explosiones reverberaron en un eco continuo, ensordecedor, que se esparcía entre los barrancos. Era el sonido del infierno. La distancia entre la vida y la muerte dependía de unos segundos, de unos metros; los que elegía el azar para caer con todo su ímpetu. La muerte barrió el aire con un fragor ronco acompañado por la intermitencia de los resplandores. El zumbido de los proyectiles resonaba por todas partes. Las siluetas caían, quedaban tendidas sobre el asfalto. La tierra sacudida granizaba sobre los cuerpos ya inmóviles mientras la angustia estallaba como un caballo desbocado hacia el abismo. Las caras de lo que corrían se emborronaban entre los terrones sin otra escapatoria que buscar refugio lejos de los barcos. Los cañones continuaron tronando durante un tiempo interminable y el fuego graneado no cesó de buscar su presa.

José se transformó un ovillo escondido y fue arrastrándose con la boca pegada al suelo durante un tiempo imposible de contar. Tenía el sabor seco de la tierra en el paladar cuando por fin pudo levantarse.

Los barcos se marcharon dejando un paisaje desolador. La carretera estaba repleta de rocas, de cadáveres destrozados, de personas malheridas. Junto a él encontró un carrito volcado, sólo le quedaba una rueda que seguía girando sin parar. Del interior asomaba la manita de un niño. Luego la rueda por fin se detuvo. Más allá una mujer reía histérica mientras mostraba el cuerpo inmóvil de su hija. Un carabinero se lanzó por el acantilado cuando descubrió a su esposa muerta. Un chiquillo corría como loco, gritaba buscando a su abuelo. Los ruidos habían cesado, pero no regresó el silencio. Lo impedían los gemidos de los que pedían ayuda, las lamentaciones de los que habían perdido a sus familiares. 

El mundo se redujo a un universo muy pequeño de cosas precarias. Todo podía desaparecer en un momento, nada era seguro. Un trozo de pan, un breve instante de calma, un rayo de sol, un trago de agua fresca, se convirtieron en grandes tesoros que bastaban para certificar que la vida continuaba, un lujo fuera del alcance de los que quedaron sobre la calzada. Pero ni siquiera había tiempo para llorar a los caídos. Los que podían andar se levantaron despacio y siguieron avanzando.