31 enero, 2011

La realidad y la ficción

Ahora sé que una de las cosas más difíciles cuando se está escribiendo una novela es usar la verdad para contar una mentira. La mayoría de los escritores inventan una historia, la cosen a su medida con total libertad. Son pequeños dioses que crean personajes y los hacen vivir a lo largo de las páginas que deciden escribir. Otros en cambio, utilizan, en mayor o menor medida, hilos de sucesos reales, propios o ajenos, con la intención de tramar lo que nos quieren contar. Últimamente me interesan más los segundos. Llevo meses dándole vueltas a la historia de mi familia, la real, la que describen los documentos que he encontrado, el historial militar de mi tatarabuelo, el sumario del caso de guerra contra mi abuela, su expediente penitenciario; la que cuentan mis tías, mis primos en esas maravillosas narraciones orales, que parecen exageradas por el paso de los años, pero que luego se descubren totalmente exactas en la fría lectura de los informes. Meses tratando de encontrar la forma de convertir esa historia tan maravillosa en una novela digna de lo que cuenta. Durante ese tiempo no he parado de acercarme a lecturas que encerraban, escondían hechos verdaderos.

Lo que me queda por vivir anda por esa senda. Hace unos meses, Elvira Lindo presentaba su último libro en Barcelona. Frente a una sala abarrotada, dejó claro que no se trataba de una autobiografía, pero es evidente que la protagonista debe tener mucho de ella misma. No sabemos cuánto verdadero y cuanto inventado hay en ese personaje.

Recuerdo una tarde de hace varios años. Del fondo del pasillo llegaba la risa contagiosa de mi mujer. De la bañera, repleta de agua, sólo sobresalían, entre la espuma, su cabeza y sus manos que sostenían uno de aquellos Tinto de verano que escribía Elvira. A menudo se infravalora a las personas que tienen la mágica habilidad de hacernos reír. Los actores se quejan por el hecho de que siempre reciben los premios aquellos que nos hacen llorar. Como si la sonrisa fuera un regalo fácil. Tampoco a los que escriben para niños o jóvenes se les reconoce la dificultad de su trabajo. ¡Qué difícil resulta inventar un cuento! Las pocas veces que lo he intentado delante de mi hija he podido darme cuenta como mi capacidad narrativa se desplomaba en pocos segundos. En las palabras de Elvira esa tarde de otoño en la librería de Barcelona donde presentaba su libro, podía sentirse una cierta desazón por algunos comentarios de críticos torpes sobre su obra.

No nos engañemos. Lo que me queda por vivir es una gran novela. Bajo la apariencia de su lectura fácil, su lenguaje sencillo, sus escenas cotidianas, hay un texto muy difícil de escribir. Por mi experiencia de aprendiz de escritor creo que no hay nada más complejo a la hora de narrar una historia como la gestión del tiempo en el que transcurre y la construcción de los diálogos. A mí al menos son las dos armas que más me asustan. Ahora que precisamente trato de construir la escaleta de mi novela, es el ejercicio en el que encuentro inmerso y casi ahogado en mi curso de narrativa, puedo asegurar que no hay nada más complicado que pasar del pasado al presente luchando por ligar la mahonesa, por levantar algo que pueda gustar a un lector. En esta obra, Elvira retuerce el tiempo, el recuerdo trae constantemente la presencia de un pasado sin el que es imposible entender el presente de la protagonista, pero lo hace con una naturalidad tan sutil para el lector que la trama se va construyendo ante sus ojos sin darse cuenta de las técnicas narrativas que laten por debajo.

Los diálogos parecen simples, son fáciles de leer, la mirada atenta pasa por ellos como un suspiro, pero a mí me parecen muy difíciles de escribir. Creo que consigue esa naturalidad porque muy probablemente recurre a conversaciones oídas en aquellos ochenta que antes nos parecían tan modernos y que ahora no dejamos de sentir como horteras. Ahí se encuentra en mi opinión una de las mejores lecciones que se pueden aprender de este libro: usar la propia vida, la realidad, para contarnos una ficción, una mentira. Me gusta el realismo con el que lo cuenta, esos hechos cotidianos tan parecidos a aquellos que los lectores hemos podido vivir. A menudo, leyendo sobre ese mundo de muebles de formica, de platos de duralex, de barrio alejado del centro, he recordado algunas escenas parecidas de mi adolescencia. ¡Quien no ha recordado la cama de barrotes metálicos en la que dormían sus abuelos, quien no ha visitado el pueblo familiar y no ha recibido el cariño de aquellas tías con olor a guiso! La presentación de la protagonista en las primeras páginas del libro produce un inevitable ejercicio de identificación. Hubo un tiempo en el que algunos adolescentes soñábamos con ser escritores y pensábamos que el mejor camino para conseguirlo era buscar la inspiración sobre las mesas de mármol blanco de aquellos cafés que tenían nombres de ciudades europeas, Paris, Viena, Zurich, donde el prematuro aprendiz de escritor podía ver su cara, molesta por el plantón de las huidizas musas, reflejada en aquellos espejos que nos introducían en los paisajes que creíamos tan literarios. Después de conseguir la identificación, el cariño, la ternura del lector hacia el personaje, ya no es necesario ponerle nombre. Resulta curioso, pero esa mujer que ha sido huérfana y madre con demasiada prisa, sin poder evitar un sentimiento enorme de culpabilidad, vive su madurez forzosa a lo largo de las páginas sin que la autora la llame apenas por su nombre.

A mí me gustan las novelas escritas desde el interior, las que describen algo tan difícil de pintar como son los sentimientos. Es más fácil hacerlo a través de hechos cotidianos, de gestos que dibujan una imagen a través de las palabras, pero eso, que podría parecer sencillo, es tan complicado de conseguir sin que se nos cuelen los tópicos. La niña que se niega a formar parte del protocolo social en el entierro de su madre, la tristeza en los ojos de los familiares que ve la novia de una boda civil sin convite, la mujer engañada que espera la llamada cotidiana de un hombre que no la quiere, pero que acude cada noche a la cabina telefónica con la intención continuar la farsa, la madre que pasea con su hijo pequeño a esas horas de la noche en las que ya no hay niños en las calles… ¡Qué manera tan hermosa de usar la realidad para escribir una ficción!

26 enero, 2011

La última reunión de las Cortes Republicanas

La batalla del Ebro hace ya meses que se perdió. También se esfumó la esperanza de que un estallido de la guerra en toda Europa pudiera cambiar el curso del conflicto en España. Con la firma de los Acuerdos de Múnich, Gran Bretaña y Francia claudicaron frente al nazismo, permitiendo que Alemania invadiera Checoslovaquia. La derrota de la República es ya inevitable. Barcelona ha caído sin apenas defensa y una enorme marea humana huye hacia la frontera francesa, colapsando las carreteras, los caminos que conducen hacia los puestos fronterizos.
En mitad de la desbandada, las principales autoridades republicanas se encuentran en Figueras. Allí están el Presidente de la República, Azaña, el del Gobierno, Negrín, el resto de ministros de su gabinete, el President de la Generalitat, Companys y el Lehendakari Aguirre. También sesenta y dos diputados. La primera noche de febrero es húmeda en los sótanos del Castillo de Sant Ferrán. El frío del invierno se hace presente en los abrigos que algunos de los presentes no atreven a quitarse. Los diputados están sentados en sencillos bancos de madera, rodeando a los doce ministros que se encuentran en el centro de la sala. La mesa presidencial está cubierta por una bandera tricolor, el rojo, el amarillo y el morado de la Republica. Durante las horas previas han sido los carabineros los que han tratado de improvisar un ambiente de solemnidad para la ocasión, buscando entre la escasez de medios los elementos básicos para decorar el escenario. Las Cortes se han reunido de noche para evitar los bombardeos de la aviación alemana. A esa hora tan intempestiva, las diez y media, los diputados, cansados y con un evidente e insoportable sentimiento de derrota, van a tomar las últimas disposiciones de un régimen democrático que está a punto de ser engullido por una larga y negra dictadura. Una de ellas es la cesión de las obras del Museo del Prado a la Sociedad de Naciones. La rendición de Breda, los fusilamientos del dos de mayo y algunas de los mayores tesoros de arte del país también han ido huyendo del enemigo. Goya y Velázquez tampoco querían caer en manos de los sublevados.

En esas condiciones, Negrín pronuncia el último discurso en el Congreso más triste de toda la historia. Él aún se niega a rendirse. Se ha mostrado incansable. Durante los últimos meses, desde que tomó posesión como Presidente del Gobierno, ha derrochado todas sus energías para tratar de evitar lo inevitable, la derrota de una República más desunida de lo necesario. Tras el tiempo perdido durante el primer año de la guerra, en el que el bando republicano se ha desangrado en enfrentamientos internos, sin que el Gobierno pudiera controlar a todos sus efectivos, la presidencia de Negrín ha tratado de ejecutar una estrategia de unidad, centrada en la lucha, hasta el final, por la victoria. El yesero Largo Caballero, elegido por su cercanía a las clases populares, no pudo controlar algunos de los desmanes de éstas. Negrín, doctor, científico, investigador y políglota, hablaba diez idiomas, es ante todo un hombre práctico, pero también apasionado. En su último discurso se niega a una rendición sin condiciones, que es lo único que su enemigo está dispuesto a aceptar. Franco ha venido desarrollando una guerra de desgaste que no busca sólo la victoria, sino la eliminación total de cualquier tipo de resistencia que impida su larga dictadura. Negrín reclama tres condiciones para la paz: la garantía de la independencia española y del derecho del pueblo español a escoger su propio gobierno y la renuncia a las represalias hacia los vencidos
Los diputados tienen prisa por cerrar la sesión. Saben de la propuesta no será aceptada por los fascistas. Sólo piensan en dirigirse hacia la frontera, formando parte del éxodo que huye de un enemigo cruel, que sólo desea venganza. La mayoría de los presentes pasaran a Francia en los días siguientes, incluidos Azaña, Companys o Aguirre. Los presidentes de la República, de la Generalitat, del Gobierno Vasco se negarán a volver. Negrín, tras cruzar a territorio francés, tomará un avión y regresará unos días más tarde a Alicante para seguir al frente de sus responsabilidades, tratando de retrasar la derrota el mayor tiempo posible. Sólo el golpe de estado de Casado, deseoso de firmar una paz vergonzosa, la única posible ya, precipitará el final.

En 1.946, el partido socialista expulsó de militancia a Juan Negrín junto a una treintena de militantes, entre los que se encontraba el ministro Álvarez del Vayo y el escritor Max Aub. En aquel momento la campaña de desprestigio que había lanzado el franquismo contra el último presidente del gobierno republicano se había extendido no sólo en el interior del país, sino también entre los exiliados por todo el mundo. A Negrín le acusaron de llevarse el oro a Moscú, de depender de los comunistas, de ser un esclavo de Stalin y de otras muchas falsedades de leyenda negra que perduraron durante demasiado tiempo. Murió en París en 1.952. Estaba tan triste que pidió que en su lápida no pusieran su nombre, sólo sus iniciales. Muy pocos acudieron a su entierro. Había dado órdenes a su familia de que esperaran dos días antes de comunicar su muerte. También pidió que no llevarán flores a su tumba.
Durante los últimos años, el trabajo de muchos historiadores han desmontado una a una todas las mentiras. Pero no fue hasta 2.009, cuando el partido socialista le reincorporó de militancia a título póstumo. Como en tantas cosas, han tenido que pasar décadas, para sacar su figura del cajón del olvido.

20 enero, 2011

Las Cortes Republicanas en Sant Cugat

Durante más de una década viví en San Cugat, un pueblo cercano a Barcelona, sin conocer que en su monasterio románico se había celebrado una reunión de las Cortes Republicanas, probablemente una de las más tensas y emocionantes reuniones de diputados que se haya producido nunca en nuestro país. Pese a la importancia histórica del suceso, las autoridades y los medios locales lo han obviado con indiferencia y, como otras tantas historias acontecidas durante aquellos años, ha acabado en el cajón del olvido, pero el contexto histórico que rodea a aquel 30 de Septiembre de 1.938 es apasionante.
La Batalla del Ebro se había enquistado desde hacía ya unos meses. El rápido avance republicano se había frenado a los pocos días y las tropas en retirada trataban, con gran esfuerzo, vender lo más caro posible el territorio que habían conquistado. No obstante, la suerte ya estaba echada y la derrota en el Ebro era inevitable y con ella la caída de Cataluña y la pérdida de la guerra. En esa situación, las esperanzas republicanas se dirigieron hacia Europa, donde el conflicto estaba a punto de estallar en todo el continente. Después de la anexión de Austria, el expansionismo nazi había puesto sus ojos en los Sudetes, una región de Checoslovaquia donde vivía una importante minoría de origen germánico. Los checos tenían un tratado con Francia por el que ambos se obligaban a defenderse en caso de ser agredidos por un tercer país. A su vez, los soviéticos se obligaban a prestarles auxilio, pero sólo si antes lo hacían los franceses. Algunas divisiones del Ejército Rojo fueron movilizadas en Ucrania, dispuestas a ayudar a los checos frente a una invasión alemana, pero desde Paris se mostraban reticentes a cumplir el tratado. Gran Bretaña, en cambio, estaba dispuesta a sacrificar a otros países si con ello conseguía evitar una confrontación a gran escala. Su primer ministro, Chamberlain, tuvo varias entrevistas con Hitler y le ofreció las primeras concesiones, pero el Fuhrer no estaba dispuesto a la anexión de pequeños territorios y exigía la ocupación total el ejército nazi de los Sudetes. El estallido de la guerra entre las potencias europeas hubiera beneficiado a una República, que comenzaba a ver que la derrota sólo era cuestión de tiempo, porque podría cambiar el curso de las operaciones militares en nuestro país. En esa situación, Mussolini propuso la celebración de una conferencia en Múnich en la que se ofrecía como mediador entre Hitler, Chamberlain y el Primer Ministro francés Daladier. Fueron expresamente excluidos tanto los soviéticos, que no parecían estar tan dispuestos a plegarse con facilidad a los intereses alemanes y los checos que vieron cómo se decidía el futuro de su país sin ellos estar presente.


Durante esas semanas, la República se enfrentaba al retroceso de sus tropas en la batalla final y también a una reciente crisis de gobierno, que se había producido con la salida de los nacionalistas vascos y catalanes del mismo. En un momento en el que la Republica se sentía acosada y se estaba jugando sus últimas bazas, los nacionalistas parecían más interesados en defender competencias que en ganar la guerra. Por ello, la reunión de Cortes se presentaba tensa. Sólo unas semanas antes, Juan Negrín, el Presidente del Gobierno republicano, había pronunciado un encendido discurso en la sede de la Sociedad de Naciones. Frente a la política de Francia y Gran Bretaña de no intervención y de embargo de armas, Negrín reclamaba el derecho de defensa con el objetivo de poder aprovisionarse de material de guerra. También pedía la retirada de las tropas extranjeras, alemanes e italianos que apoyaban al fascismo español, y anunció como contrapartida la marcha de las Brigadas Internacionales. Volcó en aquella tribuna toda su pasión en unas palabras que han quedado en la historia: “Durante catorce meses, Europa ha asistido, estremecida hasta lo más hondo de sus masas populares, al desarrollo de esta nueva modalidad de la guerra, que no necesita de declaración previa para sembrar sus horrores sobre el territorio codiciado. Cada país pacifista sabe ya con la experiencia de España que no le basta con vivir sin designios de hostilidad hacia nadie, (...) para sentirse a cubierto del zarpazo brutal de quienes han elevado a la categoría de filosofía del Estado el culto a la violencia (...) Sí, Europa ha asistido a este ultraje inaudito a su civilización y a su honor. Pero España lo ha sufrido en su propia carne. La sangre de los caídos en la defensa común a todos los pueblos libres pide, en esta última hora, que sean reparados los errores de una política que con el mejor deseo en unos y la más deleznable intención en otros, es por sí sola responsable de la situación actual. Al punto en que hemos llegado, aferrarse a la ficción de la no intervención es trabajar, consciente o inconscientemente, por la prolongación de la guerra.” La propuesta republicana quedó en segundo término ante la crisis en Checoslovaquia. Hitler apretaba cada vez más a los dirigentes británico y francés. Finalmente el 30 de Septiembre se firmó el Acuerdo de Múnich. Las democracias europeas se plegaban a los intereses del fascismo permitiendo al Tercer Reich la anexión de los Sudetes y alimentando un sentimiento de poder que acabaría desencadenando un año más tarde la Segunda Guerra Mundial.
Ese mismo día, las Cortes Republicanas se reunían en Sant Cugat o más concretamente en Pins del Vallés, que es como se llamaba el pueblo en aquella época en la que habían desterrado el santoral de la geografía. La crónica de La Vanguardia del día siguiente nos describe el acontecimiento. El Monasterio, que se había convertido en almacén del Sindicato Agrícola, estaba artísticamente adornado con valiosos tapices del patrimonio de la República, con flores y banderas de los colores nacionales. En el fondo de la nave central había sido situado el estrado presidencial; en el centro, los asientos para los parlamentarios; y detrás los destinados a los invitados y cuerpo diplomático. Entre el estrado presidencial y los asientos destinados a los diputados estaban, a la derecha, el banco azul, y a la izquierda, la tribuna de Prensa. Minutos antes de las cinco llegó el Presidente de las Cortes, que fue recibido con honores de ordenanza por un pelotón de carabineros, con banderas y música. Poco antes de las seis hizo su entrada Juan Negrín. A esa hora todos los asientos estaban ocupados por diputados de todos los sectores del Frente Popular. A las seis y diez minutos hizo su entrada en el Gobierno en pleno y los ministros ocuparon el banco azul.

El diario continuaba la crónica reproduciendo la totalidad del discurso de Negrín. La decisión y el empuje de éste se pusieron ese día una vez más de manifiesto. Inició su discurso refiriéndose al lugar, recordando que la nave del templo acogía por cuarta vez la celebración de unas Cortes. Posteriormente explicó la reciente crisis de gobierno, sus intentos encaminados a evitar la salida del mismo de los ministros nacionalistas vascos y catalanes, su defensa de la Constitución y del Estatut. Manifestó su punto de vista sobre las relaciones de colaboración entre la Generalitat y el Gobierno republicano, pero fue muy claro al manifestar que, más allá de las aristas, su misión era hacer frente a las necesidades de la guerra. A continuación explicó sus actuaciones en la Sociedad de Naciones. Frente al aislamiento al que la política de no intervención había sometido a la democracia en España fue contundente: “el Gobierno de la República, ha tropezado en muchas ocasiones por parte de quienes no se han dado cuenta de que aquí estamos defendiendo, no una causa política, ni siquiera la causa de España, sino una causa que representa la futura orientación del mundo; hemos tropezado con una incomprensión lamentable, pero que no mejoraríamos ahora con lamentaciones”.
Luego explicó la propuesta realizada en para la retirada de tropas extranjeras y la decisión de que marcharán las Brigadas Internacionales. En ese punto, quiso referirse a ellas con admiración: “Yo no puedo dejar pasar en estos instantes, sin señalar aquí la deuda de eterno agradecimiento que España ha contraído con esos auténticos voluntarios que han venido espontáneamente a nuestra tierra a ofrendar su sangre, a ofrendar su vida muchos de ellos en defensa de una causa que consideraban justa, por principios ideológicos muy diversos, muy variados, muchos de ellos por puro patriotismo, bastantes por pura simpatía y afecto a España, lo que ha significado y representa ya la acción de los voluntarios extranjeros en la lucha española en algunos de los momentos más difíciles de nuestra guerra, eso basta con que yo pida aquí un recuerdo para que pase a la memoria de todos los quo aquí se sientan: Madrid, Guadalajara, Belchite, en tantos y en tantos sitios han sido combatientes que con ahínco, con fervor y con entusiasmo, diezmando sus filas cuando era preciso, han servido de barrera al avance del enemigo y en muchas ocasiones han sido también los que han abierto brecha en sus filas. Precisamente por eso, porque han venido llevados simplemente por una idea, o por un sentimiento, nuestro agradecimiento tiene que ser más duradero y más profundo.”
Quiso también explicar los motivos por los que se decidió la ofensiva en el Ebro y la heroica lucha de los soldados: “se ha logrado algo más, algo que ni el Mando ni los mismos jefes que directamente han luchado en el frente podían nunca imaginar: el espíritu admirable de resistencia de esa gente que se ha pegado al terreno y que no cede y que, cuando se ve obligada en un momento a ceder, contraataca inmediatamente, y que resiste bombardeos de artillería y de aviación, que aún sabiendo que en determinados momentos le han cortado las comunicaciones de los puentes, sigue luchando impávido”. Finalmente, frente al pesimismo cada vez más imperante, volvió a lanzar su mensaje de resistencia hasta el final. “La guerra se pierde cuando da uno la guerra por perdida. El vencedor lo proclama el vencido, no es él quien se erige en vencedor. Y mientras haya espíritu de resistencia hay posibilidad de triunfo. (…) No tenemos más remedio, defendemos nuestra vida, defendemos nuestros intereses y defendemos algo que yo quiero creer que para nosotros está por encima de todo eso: defendemos a nuestra España.”
Negrín expuso sus ideas con apasionamiento y se enfrentó las divergencias de nacionalistas de PNV y ERC. No estaba dispuesto a admitir votos de confianza condicionados en aquellos momentos tan críticos en los que se necesitaba unidad y autoridad para reconducir la guerra. Tras su intervención todos los portavoces del resto de partidos, incluso aquellos que habían intrigado con la intención de derribarle, le anunciaron su apoyo. Lo hicieron por aclamación, tal y como recogen las crónicas periodísticas de aquellos días. Así, La Vanguardia en sus ediciones del 1 y 2 de Octubre reproducen el discurso íntegro que Negrín hizo en Sant Cugat, así como el del resto de los líderes políticos. Estos números son fácilmente consultables en http://www.lavanguardia.es/hemeroteca/


Meses más tarde, Negrín volvería a presidir otra reunión de Cortes en un curioso escenario. En esa ocasión el ambiente fue muy diferente, pero esa es otra historia que merece la pena conocer.

18 enero, 2011

Esto es un hombre. Su nombre es Primo Levi.

En los últimos meses he ido siguiendo un itinerario difícil y a la vez apasionante, el de los libros escritos desde la experiencia personal, aquellos en los que la realidad es infinitamente más dura que cualquier ficción. El de los escritores que no tuvieron que utilizar la imaginación para narrar los sentimientos más terribles, porque sólo tenían que acudir a sus propios recuerdos cuando describieron, con una maestría imposible de alcanzar, lo mejor y lo peor del ser humano. Ese itinerario me ha llevado hasta Primo Levi. Hace unos días comencé a leer su trilogía relacionada con su estancia en el campo de concentración de Auschwitz, recogida por Antonio Muñoz Molina en la colección Memoria de un siglo. Es una edición austera, una sencilla tapa dura de color azul con una cubierta de papel de estraza, que recoge Si esto es un hombre, donde narra sus experiencias en el infierno nazi, La tregua, que describe el periplo de regreso desde los campos de exterminio y Los hundidos y los salvados, escrito cuarenta años después del primero, cuando, desde la distancia del tiempo, revisa el holocausto, aunque precisamente esa no era una palabra que considerara adecuada por las connotaciones religiosas del término.
Muñoz Molina tiene la habilidad de contarnos en el prólogo detalles sobre el contexto biográfico del autor, que nos ayudan a entender mejor su obra y lo hace con esa capacidad tan suya de ofrecernos datos históricos con la pericia de un gran novelista. Descubro así que Primo Levi comenzó a escribir porque se sentía obligado a contar su experiencia, que probablemente nunca habría sido escritor si no hubiera sido deportado al infierno y sintiera la necesidad de contarlo. Fue un químico que trabajó como directivo en una fábrica de pinturas hasta los 58 años, momento en el que decidió dedicarse íntegramente a su carrera literaria. Hasta entonces le había robado horas al sueño escribiendo por las noches. Éste es un detalle que me hace sentirlo aún más próximo. Siempre he pensado que, hasta hace algunas décadas, el oficio de escritor sólo estaba al alcance de burgueses, de personas que gozaban del bienestar económico que le permitía el lujo de tener tiempo y dedicarlo a la literatura. ¡Cuántas personas, dotadas de una enorme capacidad narrativa, no han podido dedicarse a ello simplemente porque tenían que trabajar de sol a sol con la obligación alimentar a su familia! ¡Cuántas historias maravillosas se han debido quedar a lo largo de los siglos en las mentes de sus autores! Yo imagino a Levi, cansado del trabajo diario, despertando sus fantasmas nocturnos para contarnos la suya
Una historia apasionante que es necesario conocer. Fue detenido por la milicia fascista italiana cuando, a los veinticuatro años, con poco juicio y ninguna experiencia, como nos explica él mismo, decidió unirse a los partisanos que se habían echado al monte. Al ser detenido, creyó que sería menos grave confesarse ante sus captores como judío en lugar de comunista. Pensaba que lo segundo le aportaría una muerte inmediata, lo primero le aportó un horror infinito. Fue deportado a Auschwitz y lo que vivió allí lo describe en Si esto es un hombre. El título es significativo de lo que podemos leer en el interior, experiencias que están muy por debajo de los mínimos de la dignidad humana. Lo describe de una forma somera, sin adornos, con la proximidad que ofrece un narrador que cuenta su historia en primera persona y en presente, pero lo apunta desde el punto de vista de un testigo que narra lo que está sucediendo delante de sus ojos. El absoluto desamparo de las primeras horas en el campo, la primera selección entre la gran mayoría de los que acabarían en las cámaras de gas y los pocos que iban a trabajar en condiciones de extrema esclavitud, la desorientación total frente a unas órdenes gritadas en un idioma que no entendían. Resulta extraño conocer cómo la lengua era una de las principales causas de mortandad en el campo. No entender las órdenes representaba mayores dificultades para la supervivencia, mayores posibilidades de quedarse rezagado, expuesto a las miradas de los que no tenían el menor reparo en ejecutar a unas personas a las que consideraban inferiores. A lo largo del libro vamos viendo cómo esa inexperiencia se va solventando con el paso de los meses, en un ejercicio de resistencia diaria que no va más allá del presente, en un lugar donde la palabra nunca era sinónimo de mañana por la mañana, en el que no tenía sentido contar las horas porque eran interminables, porque la cuenta podía acabar en cualquier momento, donde el número que llevaban tatuado en el brazo, 174571 en su caso, podía decir muchas cosas de una persona, su procedencia, nacionalidad, el tiempo que llevaban en el campo, donde los números bajos ya habían sido exterminados y las personas ya no tenían nombre, sólo un ordinal con el que ser inventariados como mercancía en los múltiples recuentos diarios.

La inexperiencia era breve es un entorno hostil. La supervivencia requería de un rápido e intuitivo aprendizaje que permitiera luchar por el más mínimo detalle que ofreciese la posibilidad de continuar con vida: encontrar la pareja perfecta en el trabajo, ni demasiado fuerte como para no poder seguir su ritmo, ni demasiado débil como para realizar sobreesfuerzos, o un compañero de cama no demasiado alto con el que poder encontrar el mínimo espacio que proporcionara unos minutos más de sueño, o conseguir el lugar adecuado en la fila con el objetivo de alcanzar las ultimas cucharadas del diario potaje aguado, aquellas algo más espesas que contenían los escasos restos de verduras, aprender a disfrutar del tibio sol polaco antes de que llegara la larga noche del invierno, o tener el oído educado para saber cuando el cubo de los orines del pabellón estaba a punto de colmarse y evitar así verse obligado a cargar con él entre el frío de la madrugada.
Muy pocos de los que acompañaron a Levi en el vagón hacia el campo de concentración regresaron con vida. La mayoría, entre los que estaban todas las mujeres y los niños, murieron gaseados a las pocas horas. Sus estudios le permitieron ingresar en el comando químico. Eso le ofreció la oportunidad, durante los últimos meses, de pasar más horas apartado de las gélidas temperaturas del exterior y, por tanto, mayores posibilidades de seguir viviendo, en medio de aquella lotería de muerte. Las escenas en las que describe el momento de la selección de los que iban a continuar con vida son terribles. Ante el avance soviético, la enorme capacidad del campo resultó insuficiente para acoger a los deportados procedentes de otros situados más al este. Se trataba de aparentar las mejores condiciones posibles, de parecer válido para el trabajo a los ojos de los temidos oficiales de la SS. Pero todo era arbitrario. En octubre de 1.944, cuando la artillería rusa ya podía oírse en el campo, fue la fiebre producida por la escarlatina la que le permitió quedarse en el Ka-Be, el pabellón de los enfermos, donde permanecieron apenas ochocientos hombres. Vieron cómo, ante el avance enemigo, trasladaban hacia el oeste a veinte mil compañeros de los que nunca más se tuvieron noticias.
Durante los últimos días, después de que los nazis se marcharan y a la espera de la liberación por parte del Ejército Rojo, las horas se hicieron eternas. “Estamos solos, abandonados en un universo de muertos y larvas. El último rastro de civilización ha desaparecido de nuestro alrededor y de nuestro interior. Es hombre quien mata, es hombre quien sufre o comete una injusticia: no es hombre quien ha perdido toda decencia y comparte su lecho con un cadáver. Quien ha esperado que su vecino acabara de morir para quitarle un pedazo de pan puede ser inocente, pero está señalado, condenado, maldito".
Primo Levi sobrevivió y se convirtió en una de las principales voces de la memoria. El 11 de abril de 1.987, cuarenta y tres años después de haber regresado del averno, su portera le entregó la correspondencia diaria. En los sobres aparecía la dirección de la casa en la que, exceptuando el tiempo que pasó deportado, había vivido toda su vida: el tercer piso del número 75 de la calle Re Umberto en Turín. Al poco rato la mujer escuchó un ruido y encontró su cuerpo en el rellano. No estaban claras las circunstancias de su muerte. El informe policial apuntaba al suicidio. Algunos de sus amigos no estuvieron de acuerdo.
Ayer acabé la lectura de Esto es un hombre. Comienza con un poema del que destaco dos versos “Os encomiendo estas palabras. / Grabadlas en vuestro corazones”. Voy a continuar leyendo el resto de la trilogía, pero puedo asegurar que, en las diez primeras páginas del libro que ya he leído, se pueden encontrar los motivos para agradecer el bienestar de nuestras vidas actuales. Muñoz Molina resume en las últimas líneas del prólogo la importancia de su obra: “Casi nadie ha contado el infierno con tanta claridad y hondura como Primo Levi: casi nadie, al menos en el sombrío siglo en el que vivió, ha resaltado como él la sagrada dignidad de la vida, el impulso de la inteligencia y piedad que incluso en medio del horror nos da la oportunidad de seguir siendo plenamente humanos”. En mi corazón han quedado grabadas sus palabras.

11 enero, 2011

Suite Francesa

En muchas ocasiones, la lectura tiene un componente de azar, de descubrimiento. Hace unas semanas, un compañero del curso de novela me recomendó un libro: Suite francesa de Irene Nemirovsky. Lo tomé prestado de la biblioteca, pero cuando llevaba leídas una decena de páginas, decidí que debía tener aquel libro en propiedad. Cuando un libro me gusta, siento la necesidad imperiosa de hacer anotaciones, señalar las frases, los párrafos, las escenas que me gustan.

Suite francesa ha sido un descubrimiento. En los últimos meses me han interesado las novelas que encierran en su interior una historia, no ya la que nos cuentan sus personajes, sino la que el propio escritor ha sufrido en su piel y le ha ofrecido la materia prima sobre la que dejar volar la imaginación para modelar la ficción. Irene Nemirovsky era la hija de un banquero ruso de origen judío, que huyó a Paris tras la revolución bolchevique. Su madre prefirió una vida de lujos, olvidado el cuidado de su hija en manos de un aya francesa. Irene ahogó esa soledad en la lectura y posteriormente en la escritura. Cuando envió el borrador de su primera obra a una editorial, ni siquiera puso el remite con sus datos. No confiaba en que fuera publicada. El editor, entusiasmado tras su lectura, se vio obligado a buscar a la autora a través de un anuncio en la prensa y cuando ella finalmente se presentó, no creía que aquella mujer de aspecto frágil y elegante la hubiera escrito. Tras la invasión nazi de Francia, Nemirovsky decidió contar aquellos hechos. La historia era tan amplia que creyó conveniente hacerlo a través de un conjunto de novelas, orquestadas como una suite musical, donde poder recoger todos los sonidos, todos los matices de lo que quería contar.


No tuvo tiempo de hacerlo. Deportada, por sus orígenes judíos, a Auschwitz, murió cuando apenas había escrito dos de las obras que debían componer la suite. La primera de ellas, Tempestad en Junio, me parece genial. Describe la desbandada que se produce en París ante la inmediata llegada de los alemanes. Y lo hace desde el punto de vista de aquellas personas que, por su clase social, conocía bien. La alta burguesía que, en mitad de la debacle, solo piensa en salvar sus muebles, sus porcelanas, las acciones de su banco, sin importarle el drama de los refugiados que les acompañan a lo largo de aquellas carreteras colapsadas, de aquellos pequeños pueblos que se ven impotentes para acoger tanta desesperación. A través de la mirada de diferentes personajes realiza una despliegue de focalización que describe cómo la mezquindad aflora en mitad del drama, una mezquindad que no proviene del enemigo, sino de los distantes compañeros de huida. Nos hace ver la gravedad de los acontecimientos que están ocurriendo a través de los ojos de personajes, sin tomar partido como narradora, haciendo que así nos parezca más terrible lo que está sucediendo. La escena en la que el banquero abandona a su empleados porque su amante caprichosa ha ocupado con su perro y su equipaje el lugar que les correspondía en el automóvil que debía llevarlos, puede resumir el paisaje de la novela, aunque son muchas las escenas en las que va pintando la podredumbre moral que acompañó al rápido desplome de las defensas francesas frente al ataque nazi, muchos los personajes que, magníficamente trazados, van conformando la historia coral.

La edición de la obra inacabada contiene en sus últimas páginas los notas de la propia Irene mientras la escribía, sus últimas cartas, la correspondencia de su marido tras la detención de la escritora, la de la mujer que huye con sus hijas, el aya que, atravesando Francia, las salva de su destino. Es ahí donde podemos conocer la historia de la novela, los apuntes que la estructuran, las dudas de la autora sobre la extensión, sobre el orden de las escenas que van componiendo la trama, pero también el drama que la acompaña, la preocupación que avanza conforme el paso de las semanas revela las políticas nazis y de los colaboracionistas franceses contra los judíos, la educación con la que la escritora le pide un adelanto de sus honorarios a su editor ante el temor por su destino, la preocupación de éste por ayudarle, las dos últimas cartas que ella escribe antes de su detención, en las que transmite valor y esperanza a sus hijas, la correspondencia desesperada de su marido que trata de obtener noticias sobre la situación de su esposa, que lucha por salvarla, el esfuerzo de las personas que le ayudan, el silencio de los que deciden no hacer nada, el coraje del aya por salvar a las niñas, el intento de ellas por proteger la libreta de su madre, donde estaba manuscrita la novela en letras muy pequeñas, por la premura del tiempo y del escaso espacio del papel.

Irene fue deportada a Auschwitz a los cuatro días de su detención. Murió allí sólo un mes más tarde. Durante ese tiempo y los dos meses posteriores, su marido no cesó de escribir cartas tratando de justificar el pasado. La poca simpatía hacia los comunistas que la obligaron a huir de niña de Rusia, la fe católica en la que fue bautizada, cuando el antisemitismo había empezado a dar las primeras muestras antes de la guerra, la propia escritora arremetió en algunos de sus escritos contra algunos aspectos integristas del propio judaísmo. No sirvió de nada. Sólo para que él acabara igualmente detenido, deportado y asesinado en Auschwitz. Las hijas guardaron aquella libreta como un tesoro moral durante décadas. Finalmente se atrevieron a leerla y no encontraron el diario de sus últimos meses que esperaban, sino un tesoro literario, las dos novelas que había escrito y que formaban parte de Suite francesa, que fue publicada en 2.004, siete décadas más tarde. Yo la descubrí, por el azar de una recomendación, hace unas semanas. Imagino a la adolescente que se refugia en la lectura para combatir la soledad, la mujer joven que no se atreve a firmar su opera prima, la escritora de duda sobre la extensión de su obra, la que sabe que no va a tener tiempo de acabarla. El hecho de que yo pueda leer hoy Suite francesa es una justa y pequeña recompensa, robada al destino, una semilla literaria contra la intolerancia que germinará en todos los lectores que lleguen a ella en el futuro.