27 octubre, 2022

Un año y tres meses

Descubrí a Luis García Montero a mis veinte años. Desde que mis dedos abrieron las páginas del ejemplar del Diario Cómplice que me esperaba en el estante de la librería ha sido el libro de poemas al que he vuelto más veces y con mayor felicidad. Meses más tarde el azar me ofreció la oportunidad de conocerle. 

Siempre le agradeceré a mi primo que me lo presentara. Ernesto tenía, con su hermano Paco, un bar con billares junto a la facultad de letras de Granada. Su interior había servido tanto para guardar folletos y carteles del Partido Comunista en los últimos años de la dictadura, como para charlas animadas por las bebidas sobre la política y la vida a las que habían acabado por asistir varios poetas jóvenes entre los que se encontraba el propio Luis o Javier Egea. A "Quisquete", que era como conocían a Javier, le conocería meses más tarde, una nublada tarde de finales de verano en su casa del Zaidín granadino. Luis me recibió en la suya, en la avenida Cervantes, esa misma tarde de nochebuena.

Recuerdo que jugó con las palabras tarde y buena, cuando se dió cuenta de la fecha que escribió debajo de una cariñosa dedicatoria en aquel libro rojo que dibujaba en su portada una pareja abrazada. La tarde fue más que buena, voló gozosa hablando de poesía. Yo entonces era muy joven y aún soñaba con ser poeta. Luís me habló de sus primeras lecturas con un libro que le había regalado su padre, una antología de los mejores mil poemas de la lengua castellana, una curiosa selección de clásicos y de poetas no tan conocidos. También me contó anécdotas con Rafael Albertí y me recomendó leer una novela: Un invierno en Lisboa que me descubriría a otro autor, Antonio Muñoz Molina, que no ha dejado de acompañarme desde entonces.

En Diario cómplice yo encontré mis sentimientos descritos en las palabras de otra persona, una poesía maravillosa que me hacía disfrutar, aún lo hace, de una nueva sentimentalidad, la etiqueta que le pusieron a aquellos jóvenes poetas que hablaban del amor y de la vida con metáforas e imágenes que demostraban una complicidad tan cercana con el lector, tan diferentes de las palabras rimbombantes y presuntuosas de otros poetas aislados en sus torres de marfil. Los mejores poemas son los que nos susurran nuestros sentimientos como si hubieran sido escritos pensando en nosotros. Desde entonces los versos de Luis han ido acompañando mi vida: después del amor casi juvenil de Diario Cómplice se han ido sucediendo, entre otros magníficos poemarios, la ruptura de Habitaciones separadas, el redescubrimiento de la pasión de Completamente Viernes, la llegada de la madurez de Vista cansada y ahora el dolor, la enfermedad y la muerte de Un año y tres meses.




Un poeta se va dejando la vida a lo largo de las páginas y algunos convertimos sus palabras en parte importante de nuestras vidas.

Si en Diario cómplice la ropa de la amada nos vigilaba como un gato tendido al final de la cama, en su último libro las zapatillas simulan espera con su tranquilidad de buen rebaño y entre ambos versos simplemente ha transcurrido una vida. Han pasado más de tres décadas desde aquella lejana tarde de nochebuena, pero mi admiración incondicional por la poesía de Luis no ha dejado de crecer, como también lo hizo años más tarde por las novelas de Almudena Grandes, la persona que marca Un año y tres meses. 

Siempre he pensado que no hay poemas de amor, los poetas siempre escriben sobre el desamor, el recuerdo de la felicidad perdida aunque solo haya sido de forma momentánea, el dolor de la ausencia. Y la ausencia en este libro es enorme. En esos momentos de soledad absoluta es cuando solo nos queda un arma con la que luchar: la poesía. Ésa fue la respuesta que dió Joan Margarit en una entrevista que le hicieron antes de recibir el Premio Cervantes cuando preguntaron para qué servía la poesía.

Luis usa el arma de los valientes que no tienen miedo a desnudar sus sentimientos para poder seguir sobreviviendo. Él que hizo viajar el amor en los taxis ¡cuántos idiotas con pretensiones lo criticaron por describir así un amor cotidiano, por democratizarlo al alcance de todos! ahora lo refleja en palabras que pueden parecer poco poéticas como radioterapia o hemoglobina. Nos describe la muerte como un animal doméstico que ronda por las habitaciones, el eco de un monólogo despiadado, porque "dialogar con la vida no es sencillo/ si la memoria del amor nos sirve / platos precocinados" . Pese a confesar que la muerte no es un asunto literario, adentrarse en ella es, según imagina, como hacerlo en largo viaje en un avión trasatlántico

Y sin en su Diario cómplice ya nos decía…

Quizás sólo se trata de que no estás aquí,

de que perder es duro para todos

y el amor me hace falta, como sabes.

Quizás contigo estuve 

tan demasiado cerca de su reino,

que necesito ahora desmentirme,

utilizar los trucos que uno tiene

para poder seguir.


Ahora nos confiesa…

Supongo que este modo de sentirse

definitivamente hundido

es una forma mía de estar enamorado

para empezar de nuevo

una vida distinta

con el amor de siempre.

A Luis García Montero, como a su amada Almudena Grandes, no le faltaran nunca los aliados en las trincheras últimas de sus palabras, que seguiremos usando como armas para combatir los golpes de la vida y celebrar la eternidad del amor, porque más allá de los pésames torpes, no pueden ser de otra manera, "una historia de amor es un viajero / que se sienta en la mesa a hablar de la vida". Y a pesar de todo, ese año y tres meses lo recuerda como los días más felices de su vida.


10 febrero, 2022

La desbandá. Un pequeño homenaje 85 años después

En febrero de 1937 mis abuelos sufrieron la terrible experiencia de lo que se ha conocido como la desbandá. Mi madre entonces aún no tenía dos años y por tanto no podía recordarlo, pero mi abuelo siempre lo tuvo en su memoria. En el interrogatorio que siguió a su detención tras el final de la guerra quedan reflejadas sus palabras. Llevó una partida de ganado a Málaga cuando la ciudad estaba a punto de ser tomada por las tropas fascistas -el hecho queda reflejado en un libro de Arthur Koestler- y al enterarse de la gravedad de la situación decidió regresar a Jayena, el pueblo donde se encontraban su mujer y su hija. El avance enemigo lo impidió y no puedo reencontrarse con ellas hasta varios días más tarde.

Cuando en el 2008 comencé a escribir la novela que llevaba dentro desde hacia mucho tiempo, me puse a ordenar las historias que quería contar: la guerra del tatarabuelo Antonio contra los carlistas, la que años más tarde le llevó a combatir en Cuba, la maravillosa historia de amor de los bisabuelos, la esperanza que supuso la República, la increíbles hazañas de los hermanos Quero en las que se involucró mi abuelo, los años de cárcel que por ese motivo sufrió mi abuela... Y también lo que ellos y centenares de miles de personas sufrieron durante aquellos días de febrero de 1937, que queda reflejado en uno de los capítulos ya escrito, pero no acabado, de esa novela que se eterniza...

Durante un año visité todas las bibliotecas que pude y consulté todos los textos que encontré para intentar ser fiel a los hechos y estar a la altura de los personajes. En 2022 sigo en esa lucha. Ahora que se cumplen 85 años de esos trágicos sucesos y hay gente que aún rinde homenaje a los asesinos, a los que dedican calles y monumentos, quiero rendir un pequeño homenaje a las victimas. Ésta es quizás una de las escenas más dramáticas y mas duras de mi novela. En su recuerdo...


El caos de Vélez volvió a retrasarle antes de continuar con la huida. La carretera serpenteaba a lo largo de la costa. Una sucesión de curvas muy cerradas la adentraba entre las colinas de roca gris y la devolvía junto al mar apenas unos metros más adelante, donde los acantilados descendían de forma brusca hacia la espuma de las olas. A la derecha se abría la inmensidad de las aguas y a la izquierda las laderas eran un enorme secarral donde sólo crecían las pitas y las chumberas. Ya no quedaba rastro de la caña dulce que apaciguó el hambre en las primeras horas, la multitud la devoró como una plaga de langostas. No tuvieron otra cosa que llevarse a la boca y el sabor dulzón, fibroso, les acompañó durante todo el recorrido. Las hojas secas y las fibras mordidas quedaron por el suelo, se convirtieron en la alfombra del hambre que fueron pisando miles de pies. 

Cada cierto tiempo un puente estrechaba el paso, entonces los grupos se hacían más compactos y la pena se apretujaba entre las barandas. Desde allí el mar se divisaba tranquilo, calmado tras varios días de lluvia. La brisa comenzaba a desdibujar los jirones de una fina niebla que había dejado el levante y a lo lejos podían verse las siluetas difusas de los cruceros enemigos que los acompañaban en la huida como una presencia inquietante.

Con el paso de las horas, el avance se hizo más penoso, apareció el cansancio y el camino se fue llenando de enseres que habían perdido ya toda utilidad. Sobre el pavimento quedó un rosario de colchones, sillas, maletas, sartenes, pucheros, bultos de ropa, incluso una gramola silenciada para siempre. Parecían los restos de un naufragio, el tesoro abandonado de los más pobres. Trataron de ponerlo a salvo hasta que se dieron cuenta del peligro que corrían sus vidas. La impedimenta les retrasó el paso hasta que les alcanzaron los rumores: las tropas enemigas, cada vez más cercanas, avanzaban con prisa. Aterrorizados, comenzaron a desprenderse de las pertenencias según una extraña jerarquía, un orden difícil de entender que hizo aparecer los objetos más insospechados.

Con la oscuridad de la noche regresó el miedo. Las familias continuaron caminando y se disgregaron en mitad de una negrura espesa. El silencio duró apenas un instante. El aire se convirtió en un lamento de nombres. 

− ¡Juanito, Carmen, Fali, Ana, Pedro! − las madres llamaban a sus hijos, les ataban para no perderlos, como si se tratase de un cordón umbilical − ¡Venid aquí y no os alejéis! 

Pero fue inevitable, las familias comenzaron a disgregarse y un montón de niños perdidos comenzaron a caminar solos. A los gritos le siguió el llanto, un eco permanente que duró hasta bien entrada la madrugada cuando, hambrientos y exhaustos, la mayor parte de los fugitivos ya no aguantó más y decidió dormir, aunque sólo fuera un rato. La soledad se agrandó en compañía de miles de desconocidos que compartían el mismo miedo y el futuro adquirió una extraña apariencia de zozobra. José decidió levantarse y seguir caminando antes de que llegara la primera claridad del alba. Una luz violeta rompía el horizonte.

El día amaneció limpio de nubes y el calor suave avivó un poco los ánimos, pero, en cuanto el sol comenzó a apretar, los buques giraron de forma inesperada y se enfilaron a toda máquina hacia la multitud que se desparramaba junto a la orilla. Al principio nadie pareció notar el cambio de rumbo, todos tenían la vista puesta en el camino, pero, conforme se fueron acercando y su presencia se hizo más y más grande, creció el nerviosismo.

−Esos barcos me dan miedo −le susurró a su madre una jovencita de apenas unos quince años.

−No te preocupes hija, aquí sólo quedamos viejos, mujeres y niños. Casi todos los soldados ya pasaron.

El presagio no tardó en hacerse realidad, aunque no dispararon el primer obús hasta que estuvieron muy cerca. José vio cómo el fogonazo salió por la boca del cañón. Pasó por encima de los que le precedían, unas décimas antes de que una lluvia de piedras y arena cayera sobre ellos. Los artilleros no habían fallado el tiro, sabían que así iban a provocar más daño. Las rocas quedaron en mitad del asfalto y lo convirtieron en una ratonera. Entonces el tiempo se ralentizó hasta casi detenerse. Las madres corrían despavoridas con sus hijos en brazos. La mayoría abandonó los últimos pertrechos y trató de encontrar refugio detrás de una curva, pero los más viejos, los más débiles quedaron abandonados a la suerte de los obuses que continuaban impactando en la colina. José se alejó del mar que traía la muerte. En sus oídos se mezclaban los lloros de los pequeños, los gritos de los heridos, el estruendo que provocaban los enormes pedruscos al caer. 

El paisaje se convirtió en una deriva de ojos sin mirada, un ir y venir de piernas que buscaban un lugar donde ponerse a salvo. Las embarcaciones estaban ya tan cerca que podía ver las caras de los marineros que se movían por la cubierta y saltaban de alegría cada vez que acertaban un objetivo. Una vieja camioneta quedó aplastada por el alud sin que ninguno de sus ocupantes tuviera tiempo para dispersarse por las zanjas cercanas. Un mulo asustado estalló por los aires convertido en un amasijo de vísceras. Durante varios minutos las explosiones reverberaron en un eco continuo, ensordecedor, que se esparcía entre los barrancos. Era el sonido del infierno. La distancia entre la vida y la muerte dependía de unos segundos, de unos metros; los que elegía el azar para caer con todo su ímpetu. La muerte barrió el aire con un fragor ronco acompañado por la intermitencia de los resplandores. El zumbido de los proyectiles resonaba por todas partes. Las siluetas caían, quedaban tendidas sobre el asfalto. La tierra sacudida granizaba sobre los cuerpos ya inmóviles mientras la angustia estallaba como un caballo desbocado hacia el abismo. Las caras de lo que corrían se emborronaban entre los terrones sin otra escapatoria que buscar refugio lejos de los barcos. Los cañones continuaron tronando durante un tiempo interminable y el fuego graneado no cesó de buscar su presa.

José se transformó un ovillo escondido y fue arrastrándose con la boca pegada al suelo durante un tiempo imposible de contar. Tenía el sabor seco de la tierra en el paladar cuando por fin pudo levantarse.

Los barcos se marcharon dejando un paisaje desolador. La carretera estaba repleta de rocas, de cadáveres destrozados, de personas malheridas. Junto a él encontró un carrito volcado, sólo le quedaba una rueda que seguía girando sin parar. Del interior asomaba la manita de un niño. Luego la rueda por fin se detuvo. Más allá una mujer reía histérica mientras mostraba el cuerpo inmóvil de su hija. Un carabinero se lanzó por el acantilado cuando descubrió a su esposa muerta. Un chiquillo corría como loco, gritaba buscando a su abuelo. Los ruidos habían cesado, pero no regresó el silencio. Lo impedían los gemidos de los que pedían ayuda, las lamentaciones de los que habían perdido a sus familiares. 

El mundo se redujo a un universo muy pequeño de cosas precarias. Todo podía desaparecer en un momento, nada era seguro. Un trozo de pan, un breve instante de calma, un rayo de sol, un trago de agua fresca, se convirtieron en grandes tesoros que bastaban para certificar que la vida continuaba, un lujo fuera del alcance de los que quedaron sobre la calzada. Pero ni siquiera había tiempo para llorar a los caídos. Los que podían andar se levantaron despacio y siguieron avanzando.


22 enero, 2022

La vergonzosa memoria del crucero Baleares

El 9 de febrero de 1937 centenares de miles de personas, la mayoría ancianos, mujeres y niños, huyen despavoridos por la carretera en dirección a Almería. La ciudad de Málaga acaba de caer en manos de las tropas de Franco y se ha iniciado el que probablemente va a ser el mayor crimen de toda la Guerra Civil.

Jesús Majada publicó en el año 2006 el libro Carretera Málaga-Almería, donde recogió los testimonios de decenas de supervivientes de la masacre que permanecían con vida. Muchos de ellos aún recordaban algunos de los momentos más terribles de su huida, cuando el Crucero Baleares y su buque gemelo, el Canarias, se dirigieron hacia la costa para bombardear a la población civil que huía.

En Torre del Mar, nada más abandonar las últimas casas, en una curva situada a la izquierda del camino, la escuadra comenzó a cañonearnos. Aquello era terrible, los cadáveres en la cuneta, las personas mayores, los niños que llamaban a sus madres y no le podían contestar porque estaban muertas.

Para ellos era como un juego, el tiro al plato contra gente que no podía defenderse. Disparaban contra las rocas, y comprendimos que lo hacían así para que estallasen y nos cayesen las piedras encima o que cortasen la carretera. No teníamos escapatoria, atrapados entre aquellas paredes de roca y los acantilados. Moríamos de hambre, sed agotamiento, ametrallados. Si hay un infierno, aquello era lo más parecido que uno pueda imaginar. Fue un milagro que consiguiésemos llegar a Almería, pero nunca he visto tanta muerte, tanta sangre, tanto desprecio por la vida humana.

Fue horrible, nunca lo olvidaré. Eran militares profesionales, de la Marina o la Aviación contra civiles, ancianos, niños, mujeres, sabían a dónde disparaban. Los pocos soldados que iban con nosotros iban en retirada, desarmados. Nos bombardeaban a mansalva. Veíamos sus caras, ellos sabían que éramos civiles indefensos, nos veían perfectamente. Estaban tan cerca, que cuando le acertaban a un burro o a un autobús, podíamos ver sus caras, les podíamos ver cómo saltaban en sus cubiertas, celebrándolo.

Nos tiraban bombas incendiarias desde los aviones, y aquellos barcos enormes de Franco no cesaban de dispararnos con sus cañones. Veíamos a los marineros perfectamente, cómo se movían por cubierta, los cañones cómo se movían y nos apuntaban antes de disparar, es algo que si no lo has vivido no lo puedes comprender. Si los barcos se hubiesen acercado un poco más hubiesen chocado con las rocas, para ellos era como un macabro juego de feria, nos mataban como si fuésemos chinches.

Había gente aplastada por las piedras que caían cuando disparaban desde los barcos a los acantilados. Vi muchos niños muertos en las cunetas. Me acuerdo de una mujer que había muerto y todavía tenía un niño pequeño en brazos. El conductor que nos llevaba a Almería paró varias veces para apartar a los muertos de la carretera. Cada vez que paraba, los niños nos asomábamos a ver. Había trozos de personas por todos lados.




Elizaveta Pashina, una joven rusa de 20 años que servía como traductora, nos relata: Los obuses estallaban entre las rocas, sobre la carretera empezó a caer una lluvia de pedruscos. La gente corría llevando a los niños en brazos y abandonando los últimos restos de sus pertenencias. Se oían los llantos y los gemidos de los heridos. Todos intentaban llegar a alguna curva donde la carretera se alejara del mar. Los viejos, con lágrimas en los ojos suplicaban para que los abandonasen allí e intentasen salvar a los niños.

Cristobal Criado, que tenía en ese momento 17 años, nos cuenta en su libro “Mi juventud y mi lucha”: Nunca antes había sentido con tanta intensidad el miedo y la muerte tan cercana, protegido  tras un malecón que daba al borde mismo del profundo acantilado. Unas bombas caían sin cesar sobre al asfalto  ya destrozado de la carretera; otras directamente en el acantilado. Pero al pasar a la altura que ocupaba yo, tras el malecón, el silbido terrorífico que producía en mis oídos su caída, sentí tal pavor que, por unos instantes, pensé que era el último día de mi vida.

El cuaderno de bitácora de los buques recoge las acciones: “A las 12 horas dispararon los cañones de 12cms. De estribor sobre grupos que huían de Málaga por la carretera”.

Tuve muy pocas conversaciones con mi abuelo José, pero recuerdo un comentario breve sobre lo que él vivió en ese episodio conocido como “la desbandá” y que definía como la mayor masacre que había vivido y visto en su vida.

Hace unos días el alcalde de Madrid Martínez Almeida dedicó una calle de su ciudad al Crucero Baleares. La Asociación La Desbandá elevó sus quejas no solo al Ayuntamiento de Madrid. El Ayuntamiento de Málaga o el Consejero portavoz de la Junta de Andalucía también fueron interpelados. Pero ninguno de ellos se ha manifestado en contra. Todas esas administraciones están gobernadas por el Partido Popular.

La historia no es un juego de blancos y negros, sino una realidad de infinidad de grises que matizan las verdades. En la Guerra Civil hubo personas decentes y asesinos en ambos bandos, pero es una conducta vergonzosa e intolerable que, a día de hoy y a pesar de la Ley de Memoria Histórica, haya partidos que sigan ensalzando a los asesinos. El alcalde de Madrid argumenta que hay que recuperar la memoria en ambos bandos, también la de los marineros del Crucero Baleares que murieron unos meses más tarde.

En la madrugada del 6 de marzo de 1938 buques de la Armada Republicana avistaron a tres cruceros nacionales (entre ellos el Baleares y el Canarias) a 75 millas náuticas al nordeste del Cabo de Palos. El enemigo rehuyó el enfrentamiento a la espera de la luz de la mañana que le permitiera aprovechar su mayor potencia de fuego. Los barcos de la República no desistieron en su persecución y, a pesar de su falta de experiencia en combate nocturno, consiguieron que dos torpedos impactaran en el Crucero Baleares que se hundió con rapidez mientras los otros dos barcos nacionales continuaban su huida.

Las palabras de Almeida equiparan a las víctimas civiles de una masacre con los marineros asesinos del Baleares que celebraban su muerte.

28 noviembre, 2021

La felicidad es una manera de resistir

Porque la felicidad es una manera de resistir… Fue la dedicatoria que me escribió en un ejemplar de Las tres bodas de Manolita. Ahora puedo recordar la fecha exacta porque ella se encargó de anotarla: Barcelona 11-3-2014.

Tres años antes había hablado con ella solo unos minutos. Como cada diada de Sant Jordi, Barcelona lucía primaveral, las calles andaban abarrotadas de gente con rosas rojas y libros. Recuerdo la larga cola de lectores que zigzagueaba en uno de esos puestos de libros que colapsan el Paseo de Gracia, esperando pacientemente a que Almudena Grandes les firmara su autógrafo.

Había publicado Inés y la alegría unos meses antes. Iba a ser la primera novela de un total de seis que había titulado Episodios de una guerra interminable. Al ver las páginas gastadas por la lectura me preguntó si me había gustado. Mi respuesta le sorprendió cuando ya había empezado a escribir. Entonces alzó la vista y vi sus ojos muy fijos por encima de sus gafas algo bajadas. Yo le dije que me había encantado su novela porque me apasionaban las historias relacionadas con la Guerra Civil y la posguerra, que mi abuelo había sido maquis y mi abuela lo pagó con ocho años en una cárcel franquista y que llevaba tres años escribiendo una novela que contase su historia.

¡Los Quero! ¡Eran la Champion League del maquis! ¡Vaya personajes, los más grandes! Me dijo que conocía la historia de esos hombres que pusieron Granada patas arriba durante los años cuarenta, en lo más duro del régimen de Franco porque su marido, que era de Granada, se la había contado. Le respondí que conocía a Luis. Me recibió una tarde de nochebuena en su casa de la avenida Cervantes cuando aún vivía en Granada y no eran pareja. Fue en 1988 cuando yo tenía veinte años y aún soñaba con ser poeta y Luis García Montero me firmó su dedicatoria en su Diario cómplice después de una tarde que pasó volando mientras charlábamos de poesía. Pero ésa es otra historia…

Entonces Almudena me preguntó cómo se llamaba mi abuela y acabó la dedicatoria que había dejado a medias incluyendo una referencia a su memoria. Tienes que escribir esa historia, estaré encantada de poder leerla algún día, fueron sus palabras de despedida. La espera del resto de lectores no pudo alargar la conversación.

Antes del primero de los episodios de esa maldita guerra interminable yo había leído Los aires difíciles, El corazón helado. Luego vendrían El lector de Julio Verne, Las tres bodas de Manolita, Los pacientes del doctor García y La madre de Frankestein. Cada una de esas lecturas produjo en mí esa felicidad de la resistencia.

Tres años después, otra vez por Sant Jordi, volvió de firmarme una dedicatoria cariñosa. Esta vez en presencia de mi hija que a sus 12 años se quedó sorprendida de que "tuviéramos tanto en común"

Detrás de una lectura amena se esconde mucho oficio al escribirla. No conozco a nadie que escriba mejor las acotaciones de los diálogos. Lo que para algunos es una mera acción entre dos líneas, para Almudena Grandes era otra oportunidad de aportar más detalles, de engancharnos a la lectura:

-¿Y tú que miras? –al escucharla, la palmera se dio cuenta de que estaba borracha, seguramente drogada, pero lo que le impresionó no fue eso.

-¿Yo? –sino descubrir que nunca, en su vida, había visto tanta rabia en los ojos de nadie-. Nada

Pero si hay algo en sus libros que nos hiela el corazón son sus personajes. En sus descripciones se puede sentir el amor y la pasión que siente por ellos, ese universo de vencidos que negaban la derrota. Manolita, que en el peor de los tiempos se casó con un preso para que pudieran funcionar dos multicopistas. La Palmera, el flamenco feo que con la proclamación de la república sintió que había llegado su hora, la de los miserables, las de los pobres, la de los humillados, la de los maricones… y a través de las palabras escritas por Almudena podemos sentir todo su orgullo. Nino, el pequeño para el que las paredes de la casa cuartel no sabían guardar secretos porque no podían ocultar el sonido de las torturas de aquellos maquis con apodos inolvidables. Germán Velázquez, el psiquiatra que regresa del exilio para tratar a sus pacientes con la humanidad que les había negado el siniestro Antonio Vallejo Nájera que tanto dolor causó en la cárcel de mujeres de Málaga, donde mi abuela acabaría por penar su condena. Incluso podía hacer que en ciertos aspectos sintiéramos simpatía por tipos tan ruines como Julio Carrión, antiguo divisionario de oscuro pasado que construyó su fortuna al elegir en el momento adecuado el bando ganador. Inés que, desde su exilio en Tolouse mientras cocina platos suculentos y lee las novelas de Galdós, nos cuenta la invasión del Valle de Arán. (A la muerte de Franco se supo, por la información que guardaba en su archivo personal, que en los largos cuarenta años de su dictadura solo hubo dos cosas que le habían preocupado: la invasión del valle de Arán  y la lucha de los hermanos Quero en Granada).

Nuestros abuelos perdieron la guerra y también estuvieron a punto de perder la historia. Tras cuarenta años de noticias vacías, narradas por la voz engolada del NODO para mayor gloria del dictador y su régimen de asesinos, la llegada de la democracia impuso un manto de silencio. Los derrotados se fueron a la tumba sin contar todo su dolor, negándose a dejar esa herencia difícil a sus hijos y nietos, avergonzados a veces de su propio sufrimiento. Pero esas vidas tan duras no explican solo nuestro pasado, son también fundamentales para entender nuestro presente.

Esas vidas apasionantes son un arsenal muy poderoso, porque sus biografías de lucha, de dolor, de silencio son mucho más interesantes que la ignominia que podemos oír en labios de los vencedores. Javier Cercas lo describe muy bien cuando narra, casi con vergüenza, la historia de su tío abuelo falangista en El monarca de la sombras.

Almudena Grandes supo contar con mucho oficio las historias de nuestros derrotados. No fue la única, ni siquiera la primera en hacerlo, pero sí la que posiblemente lo hizo con más empeño. Nos deja un legado maravilloso, un puñado de novelas imprescindibles, un camino por el que estoy seguro de que nos seguirán llegando otras malditas novelas sobre la Guerra Civil, parafraseando la ironía de Isaac Rosa.

31 diciembre, 2020

Una historia de 1898 para desearte un maravilloso 2021

Hay años duros que quedan marcados para siempre en la memoria colectiva e individual de mucha gente por las enormes dificultades a las que debieron enfrentarse. Cuentan que la navidad del año 1898 fue una de las más tristes que se recuerdan. La derrota en una tierra caribeña y lejana hizo que el país perdiera algo más que las últimas colonias de un imperio decadente.

Yo puedo imaginar a mi bisabuela Antonia, que por entonces era una niña de once años, matando el tiempo con sus labores de costura. Con cada alfiler ha ido clavando en el acerico un deseo y así, a lo largo de los tres últimos inviernos, ha pedido centenares de veces el regreso de su padre de una guerra que se libraba al otro lado del océano.

En Málaga, diciembre suele tener algunos días agradables y soleados, pero durante las últimas semanas el tiempo había sido desapacible, con viento y frío. Podemos saberlo a través de las páginas de La Unión Mercantil, el periódico vespertino fundado por empresarios catalanes que editaban en la ciudad y que también nos cuenta que, al igual que en los dos años anteriores, no se han cantado villancicos por las calles o que la suerte de la lotería ha vuelto a ser esquiva, una vez más, con los malagueños. 

Al final de ese verano habían empezado a llegar los primeros barcos repletos de heridos y todos pudieron descubrir el estado lamentable en el que volvían sus soldados, el sufrimiento que contaban sus historias de hambre, fiebres y fatigas. Poco a poco, los nombres sueltos del principio se convirtieron en largas listas agrupadas por unidades que publicaban cada día los periódicos: el regimiento de San Fernando, el de la Reina, el batallón de La Habana, el de Simancas, la Infantería de Marina, pero en ellas nunca aparecía el teniente de primera de Administración Militar que su madre Feliciana andaba buscando.

Y mientras sigo imaginando a Antonia puedo ver su preocupación, la de su madre, la de sus hermanas por la falta de noticias de Cuba. Imagino a las mujeres de la casa sin ánimos para  visitar los escaparates de los grandes almacenes de Gómez Hermanos y deslumbrarse con sus esclavinas de pañete bordadas, sus ricos cheviot de pura lana, sus astracanes, pelerinas, nubes de madroño y sayas. El desánimo de Feliciana tampoco invita a acercarse a La Imperial, la pastelería de la esquina de la calle Nueva con Cintería, y comprar borrachuelos o un bonito surtido de patos de dulce, esos deliciosos pasteles de pasta de galleta y huevo que cuestan  cuatro reales la unidad.

Esa nochebuena ni siquiera han tenido la cena en casa de los García Trevijano.  El primo hermano de Feliciana había dejado su cargo de Gobernador Civil de Málaga en abril, cuando tomó posesión del escaño 196 de Diputado a Cortes por el Partido Liberal, que ganó en dura pugna con el candidato oficialista gracias al apoyo incondicional que le había brindado el mismísimo Práxedes Mateo Sagasta. La reina regente María Cristina estuvo presente en la solemne sesión de apertura de las Cortes. Mi imaginación, que a estas alturas de la historia ya anda algo desbordaba, me quiere hacer creer que, dado que el Gobernador era la única familia que tenían en Málaga, les habría invitado a pasar en su casa la nochebuena de los dos años anteriores. Imagino que la casa sería bonita porque se sabe que era un hombre culto que atesoró una importante biblioteca y que, años más tarde, el propio rey Alfonso XIII llegaría a pernoctar en otra de sus casas señoriales.

Pero volvamos a Antonia, su historia forma parte las narraciones orales que se han transmitido a lo largo de las generaciones de mi familia. Cuando era niño mi madre me contaba el sufrimiento que a ella le había descrito su abuela mucho tiempo después. Como también le contó que, a pesar de todo, siempre guardaría un recuerdo maravilloso de Málaga, la ciudad donde vivió los tres años más inolvidables de su infancia. En los momentos más duros en mi familia siempre se recitaba aquella letanía: Más se perdió en Cuba. A mí me encanta seguir con la tradición familiar y por eso se la sigo recitando a mi hija y sigo guardando un recuerdo maravilloso de la ciudad del paraíso de mi infancia.

Antonia López García

Al final del funesto año de 1898 acabó llegando la esperanza, la ansiada carta que Antonio López envió desde el puerto de Cienfuegos, donde permanecía a la espera de embarcar con parte de las últimas tropas que aún quedaban en la isla. El teniente regresó enfermo a Málaga el 28 de enero de 1899 en el vapor Chandernagor. Y no resulta muy difícil imaginar los abrazos tan largamente esperados que debieron producirse ese día en la casa.

Unos meses más tarde la familia regresó a Churriana, el pueblo de la vega granadina, del que Antonio había estado alejado muchos años por su carrera militar. Aunque Antonia era una señorita de posición confortable para la época se acabaría enamorando de un campesino pobre, analfabeto y bastantes años mayor que ella con el que se casó, a pesar de la fuerte oposición de su madre Feliciana, que llegó incluso a desheredarla. El campesino se llamaba José y lo conocían en el pueblo por “el Mitaílla”, la curiosa unidad de medida con la que pedía el anís que debía calentarle del frio del campo en invierno.

2020 ha sido un año lento, extraño y difícil. Me quedé sin trabajo a principios de la pandemia, pero eso me ha permitido volver a retomar la escritura de mi novela después de algunos años, la historia de “los Mitaillas”, la más dolorosa, pero también la más maravillosa que nunca me han contado. La escena en la que el barco de Antonio llega al puerto de Málaga fue precisamente la primera que logré emborronar en un papel allá por el mes de abril https://bit.ly/3hvPL43

A pesar de todo, me quedo con la alegría que siempre llega después de la dificultad. No dudo que en el 2021 volverán los abrazos y los reencuentros. Una de las cosas buenas de este año es que nos ha hecho valorar las cosas que de verdad importan. Con este relato de unas navidades tristes en un tiempo sombrío pero con un final esperanzador quiero desearte un nuevo año lleno de abrazos y de momentos felices, como feliz, sin duda, fue el reencuentro de Antonia con su padre.




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23 noviembre, 2020

El regreso de Cuba

La llegada de la pandemia y del confinamiento me permitió volver a escribir. Después de limitarme a corregir escenas ya escritas durante demasiado tiempo, por fin me enfrenté de nuevo al miedo ante el papel en blanco. Ésta fue la primera escena que escribí al inicio de la primavera. Detrás de ella hay un minucioso trabajo de investigación de muchos años, casi obsesivo. El exceso en detalles históricos está buscado y reconozco cierto estilo decimonónico y algo anticuado, pero se trata de un hecho del ultimo año del siglo XIX. Debo confesar que siempre imaginé la llegada de ese barco como Flaubert imaginó zarpar al Ville de Montereau en el maravilloso inicio de La educación sentimental.

El vapor Chandernagor llegó al puerto de Málaga a las 10 de la mañana del 28 de enero de 1899. Apareció un día antes de lo previsto, en medio de un temporal que azotaba el mar desde el día anterior y que unas horas antes había obligado a regresar a varios navíos de guerra que zarparon con rumbo a Cartagena. Su llegada sorprendió a todos los que pensaban que habría buscado refugio en Cádiz ante las dificultades de embocar el estrecho. Entre los 38 oficiales que habían partido del puerto cubano de Cienfuegos dieciocho días antes se encontraba el Teniente de Administración Militar Antonio López. A bordo viajaban también 18 sargentos, 42 cabos y 919 soldados, incluidos la totalidad del Regimiento de Alfonso XII y bastantes familias de la oficialidad. Entre sus pasajeros 478 estaban enfermos, la mayoría de paludismo y disentería, treinta de ellos de gravedad y durante la navegación habían muerto seis soldados y un cabo, según informaría la edición de periódico vespertino La Unión Conservadora de ese día.

A pesar de que el barco venía repleto de heridos y de lo inesperado de su aparición, subieron a bordo las diferentes autoridades. La lista de las cuales incluyó al Gobernador Militar y su ayudante, el Gobernador Civil y el Alcalde, ambos con su secretarios particulares, el Comandante de Marina, los jefes de Sanidad y Administración Militar, el teniente de carabineros que estaba de servicio esa mañana, el Comandante de la Guardia Municipal y varias personas más, entre los que se encontraba el Jefe de Servicios de la Compañía Trasatlántica, que había venido de Cádiz “con el exclusivo de esperar”, y que fue el primero en subir. Todos ellos fueron obsequiados con pastas, vinos y tabacos y se reunió a los oficiales en el salón con la intención de leerles el telegrama de felicitación enviado por el Regente.

Después de tres horas de espera por fin comenzaron a bajar los primeros hombres en mitad de una lluvia torrencial que alargó el desembarco durante más de dos horas. La vista que había desde lo alto de la escalerilla junto al Muelle Transversal del Este era desoladora. Un ejército de soldados abatidos se movía con lentitud por el muelle. Más de una treintena necesitaron la ayuda de los camilleros militares que los llevaron hasta las ambulancias y los diferentes coches dispuestos por la Cruz Roja. A la caseta de dicha institución llegaron varias damas pertenecientes a esa orden de caridad, acompañadas de trece enfermeros.

Los que podían valerse por sí mismos vagaban sin saber a dónde ir, envueltos en sucios harapos, incluso descalzos. Antonio los miraba, veía los hombres famélicos, bronceados por el ardor de un sol tropical y era incapaz de reconocer a los jóvenes que partieron con él a la guerra. Tampoco el ambiente que los recibía era el mismo que los despidió tres años antes. Esta vez el encargado de darles la bienvenida era la lluvia pertinaz y un enorme silencio. Fue abriéndose paso entre rostros macilentos, tratando de no tropezar con ninguna muleta, con ningún cuerpo desfallecido por el cansancio del viaje, ni con los bultos de material de artillería y de impedimenta que habían comenzado a depositar sobre la dársena, ya que el paquebote debía zarpar al día siguiente sin falta hacia Marsella. Su estado de salud no le permitía caminar más deprisa, pero, tras una larga convalecencia, por fin estaba a punto de regresar junto a su familia.

Antes de dejar atrás el puerto se giró para ver por última vez el buque que le había traído a casa. El  Chandernagor era un vapor de la naviera francesa Compagnie Nationale du Navigation, con sede en Marsella, con la que había cerrado un contrato la Compañía Trasatlántica para que hiciera dos viajes desde Cuba. La goleta, que pesaba más de tres mil toneladas, había sido construida en 1882 por la empresa William Denny and Brothers Limited en la localidad escocesa de Dumbarton, tenía dos palos y una chimenea central y contaba con una máquina de vapor que tenía una fuerza de mil ochocientos caballos. Durante varios años había realizado la travesía entre Nápoles y Nueva York, transportando a emigrantes italianos, que esperaban la cuarentena en la isla de Ellis.

Chandernagor

El barco disponía de 990 literas, según la carta manuscrita con una letra pulcra y esmerada que se adjuntaba al acuerdo, noventa y seis de ellas se repartían entre los camarotes de la primera y segunda cámara y la tercera preferente. En los sollados de tercera también se situaba la enfermería y los camarotes donde se agolpaban las 290 literas destinadas a los convalecientes y las 638 ordinarias donde dormían los sanos. El servicio de fonda y farmacia había corrido de cuenta del armador y el trato a la tropa estaba estipulado en base al reglamento de los transportes franceses.

La Trasatlántica había contratado también los servicios de un capellán, un médico cuyo objeto había sido “la mejor asistencia y mayor inteligencia por el idioma y el trato a los enfermos” y dos cocineros con “el cometido a la vez de auxiliar al personal de comida francés y dedicarse a la preparación de comidas al gusto de nuestro país”. Se había comprado también diverso material para la realización del servicio de transporte. Se adquirieron 4 lavabos dobles, 16 jarritos, 150 escupideras, 50 taquillas y 8 palanganas para el hospital. En cubierta contaban con 6 botes, cada uno de ellos con 8 remos, 10 chumaceras y un achicador. El gasto destinado al culto no había sido menor: un capilla, un confesionario, una mesa de altar y un cajón con diferente efectos. Entre la larga lista aparecían cuatro casullas, cada una de un color diferente, una campanilla, un misal, una caja para hostias, un cáliz, hijuelas y varios cuadros de santos y vírgenes y crucifijos.

Habían gastado tanto dinero en velar por las almas que descuidaron los estómagos. A pesar de haber cobrado unos precios inflados por el transporte, la Compañía Trasatlántica hizo prevalecer sus intereses sobre las condiciones del pasaje y convirtió el negocio de la repatriación en un enorme beneficio. La naviera, que tenía su sede en Barcelona, gozó del monopolio por parte del Gobierno para el transporte de las tropas que regresaban de Cuba, enriqueciendo con ese contubernio aún más la fortuna de su dueño que, aunque también se llamaba Antonio López, era un antiguo esclavista sin escrúpulos y sin ninguna relación con el teniente. Mientras éste dejaba atrás el barco no podía evitar mirar con pena a sus compañeros y sentir cómo la tristeza siempre camina arrastrando los pies cuando se aleja.

15 junio, 2020

Miliciana a caballo


El confinamiento ha sido como un largo domingo de primavera. El desempleo y la pandemia me han regalado tiempo para volver a escribir y, diez años más tarde, continuar la investigación histórica de la novela. He vuelto a buscar información en internet con la grata sorpresa de encontrar datos que actualizaban o complementaban los hechos sobre los que escribo o me han permitido descubrir otros nuevos.

Y uno de ellas me cautivó ayer… ¿Qué relación tienen una fotógrafa alemana (Gerda Taro), una periodista francesa (Simone Téry) , un escritor estadounidense (Ernest Hemingway) y una actriz sueca (Ingrid Bergman) con una misteriosa brigadista fotografiada en plena Guerra Civil en un pueblo costero de Granada?

Gerda Taro


De Gerda Taro he escrito dos veces en este blog http://tiny.cc/7hzuqz  y http://tiny.cc/7jzuqz . El 14 de febrero de 1937 llegó a Almería acompañada de su compañero Robert Capa con la  intención de fotografiar la tragedia de los cientos de miles refugiados malagueños que habían huido de las tropas franquistas. Sobre la conocida como La Desbandá he escrito aquí porque la sufrió mi familia de forma directa http://tiny.cc/vmzuqz y es un hecho histórico que me interesa mucho http://tiny.cc/pozuqz, http://tiny.cc/oqzuqz. También sobre diversos personajes que se vieron envueltos en aquel torbellino como el médico canadiense Norman Bethune http://tiny.cc/oqzuqz, la Escuadrilla España del escritor francés André Malraux http://tiny.cc/wszuqz, el piloto holandés Jan Frederikus Stolk http://tiny.cc/y70uqz, el escritor y espía húngaro Arthur Koestler http://tiny.cc/ra1uqz, el zoólogo británico Sir Peter Chalmers Mitchell http://tiny.cc/ef1uqz o diversos testigos de la caída de Málaga http://tiny.cc/xg1uqz como la brigadista rusa Elisabeta Parshina, la escritora inglesa Gamel Woosley o el americano Edward Norton. También he escrito sobre las circunstancias de la huida http://tiny.cc/bt1uqz y http://tiny.cc/c21uqz, http://tiny.cc/f41uqz, sobre los que debieron defender la ciudad como el cobarde Coronel Villalba http://tiny.cc/700uqz  y http://tiny.cc/2y0uqz,  o los asesinos como el General Queipo de Llano que ordenó los mayores crímenes http://tiny.cc/430uqz o los periodistas que los callaron o los contaron desde la distancia http://tiny.cc/bq1uqz...

Ficha de corresponsal Gerta Pohorylle, nombre verdadero de Taro
Pero volviendo a la historia que quería contar… Gerda Taro y Robert Capa fotografiaron en Almería a los desvalidos refugiados malagueños. Aunque la verdadera tragedia ya había sucedido en la carretera unos días antes  y se conservan muy pocas imágenes tomadas por Hazen Sise, uno de los integrantes del Servicio Canadiense de Transfusión de Sangre que dirigía Norman Bethune. Se trasladaron al frente, donde Gerda tomó una foto icónica. Más allá de la desgracia, del hambre y de la muerte en la huida, retrató a una brigadista a caballo. El mensaje era claro y poderoso: la República no se rinde y, a pesar de todo, sigue luchando.



Era la primera que firmó Gerda Taro con su propio nombre, sin Robert Capa y formaría parte de un reportaje que escribió la periodista francesa Simone Téry para la publicación Regards. Simone era una mujer moderna, con carácter que se abrió paso como reportera en un mundo muy masculino y cerrado. Las descripciones la dibujan alta y bien formada, con cabello castaño corto y ojos verdes. Se había afiliado al Partido Comunista francés unos años antes tras visitar la Unión Soviética. Sus artículos le habían llevado a viajar por Irlanda,  China, Japón, USA y Alemania. Había llegado a Valencia sólo unos días antes y acudió adonde creía que estaba la noticia. El reportaje con las fotos de Taro y Capa fue publicado el 18 de marzo de 1937. "El éxodo de los habitantes de Málaga y de la región, tras la toma de la ciudad por los fascistas, constituye uno de los episodios más atroces de la guerra española. Ninguna relación tan precisa, ni tan verídica como la presente de esta atroz tragedia que ésta que nuestra colaboradora Simone Téry ha retransmitido desde España y que publicamos aquí junto a las emocionantes fotos de Capa y Taro".

Unos días después de publicarse el artículo, Margarita Nelken le hizo una entrevista en el frente de Madrid en la que le preguntó si se consideraba valiente. Téry le respondió que no lo sabía, pero que tenía conciencia profesional. Otra valiente, Gerda Taro moriría solo unos meses más tarde, arrollada por un tanque en la Batalla de Brunete.

Téry se casó con Juan Chabás, un escritor de la Generación del 27. El matrimonio se celebró en el Madrid cercado por las tropas franquistas. La pareja se exilió en la republica Dominicana y luego en México. Tras separarse de Chabás, Simone regresó a Francia y escribió un libro titulado Front de la liberté. Espagne 1937-1938. Años más tarde escribiría una novela basada en esas experiencias.

La foto de la miliciana desconocida impresionó mucho a Ernest Hemingway, tanto que decidió que la heroína de la novela que estaba escribiendo, basada en sus propias experiencias como corresponsal en la Guerra Civil, la María de Por quién doblas la campanas, tendría su rostro y su personalidad.

La novela fue publicada en 1940 y obtuvo un éxito inmediato. Solo un año más tarde Hemingway le vendió a la Paramount los derechos para llevarla al cine. Los secretos del rodaje se hicieron legendarios. El novelista eligió la Paramount porque quería que su amigo Gary Cooper, que había protagonizado otra película basada en una novela suya, Adiós a las armas, interpretara a Robert Jordan. Para el papel de la idealista María los estudios eligieron a Vera Zorina, una bailarina que había enamorado al productor Samuel Goldwyn, el cual le había firmado un contrato para hacer siete películas. Tras varias semanas de rodaje, se hizo cada vez más evidente que no era la idónea para el personaje y Hemingway exigió que se lo dieran a Ingrid Bergman, que en ese momento estaba preparando su papel para una película presuntamente menor y que acabaría convirtiéndose en una de las más míticas de la historia: Casablanca.

Hemingway se negó a que la dirección corriera a cargo de Cecil B. de Mille. El director finalmente elegido para la película fue Sam Wood, un derechista cuyas ideas retrógradas destrozaron el espíritu de la novela. También el Gobierno de Franco presionó para adulterar la adaptación cinematográfica a través del ministro de Asuntos Exteriores y del cónsul en Los Ángeles. No en vano la censura franquista consideraba a Hemingway como "una amenaza a la moral conservadora de España".



Lo cierto es que cuando Gerda Taro tomó esa impresionante foto en Calahonda, un pueblo de la costa granadina donde se combatía al fascismo, no podía imaginar todo lo que sucedería a partir de la imagen de una mujer, que hoy sigue siendo una desconocida.

La exposición Taro y Capa en el frente de Málaga  exhibió la fotografía en el Centro Andaluz de Fotografía (CAF) entre julio y septiembre de 2019. En esa exposición también se pudo ver el audiovisual ¡Hasta pronto hermanos! Las Brigadas Internacionales en La Desbandá. Afortunadamente, ese magnífico documental está disponible en internet: https://www.youtube.com/watch?v=jG8nMSS4b0Q


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11 junio, 2020

El Regimiento de Zamora


Hace unas semanas contacté con la Biblioteca del Ministerio del Ejército para solicitar información sobre el Regimiento de Zamora nº 8 en el que combatió mi tatarabuelo Antonio López Martín durante la Tercera Guerra Carlista. Diez años más tarde volvía a retomar la investigación histórica sobre la novela que tenía en el abandono. Había pasado una década desde que la magia de internet me permitió acceder a revistas y libros de la época que narraban con detalles muy precisos aquella guerra, pero aunque aparecían referencias concretas sobre el Regimiento, sus acciones se perdían en la confusa narración de las batallas.

En cuanto las administraciones volvieron a abrir después de la pandemia, recibí la diligente respuesta en la que, con toda amabilidad, me adjuntaban documentación. Con ella he actualizado algunas entradas de este blog relacionadas con la Batalla de San Pedro de Abanto y, en breve, lo haré con las de Monte Muro. Entre el material recibido, me enviaron una copia del libro Historia del Tercio de Zamora y Regimiento de Infantería del mismo nombre, escrito en 1903 por Maximino de Barrio Folgado.

Su lectura me ofreció una maravillosa lección de historia que arranca en el 1580. Ese año se formó el Tercio de Bobadilla con 3000 hombres de la comarca de Zamora. Los soldados, repartidos en 12 compañías, estaban al mando del Maestre de Campo Francisco de Bobadilla. Los viejos tercios españoles tomaban el nombre de las ciudades o provincias que nutrían sus filas o también de sus comandantes. Su enseña de color bermejo llevaba las armas de la ciudad de Zamora, consistente en el brazo de Viriato y el puente de Mérida. Su bautismo de fuego se produjo en la conquista de Portugal que libraba Felipe II.

Terminada la pacificación de Portugal y de las Azores, el Tercio de Bobadilla, también conocido como el de Zamora, fue enviado a Flandes a combatir bajo las órdenes de Alejandro de Farnesio. Como los británicos dominaban los mares, tuvieron que atravesar medio continente en largas marchas a pie hasta su destino. Nada más llegar participó en la Batalla de Empel. Durante los días 7 y 8 de diciembre de 1858, los hambrientos soldados se vieron acorralados por la subida del agua. Los holandeses habían abiertos los diques obligándoles a refugiarse en el islote de Bommel, situado entre los ríos Mosa y Waal  y cercado por una armada de cien barcos. La helada congeló las aguas. La leyenda cuenta que la intercesión de la Inmaculada Concepción tuvo un papel relevante en la victoria y por ello, desde entonces, fue proclamada patrona de los viejos Tercios y de la actual infantería.

El milagro de Empel, obra del pintor Augusto Ferrer-Dalmau
Tras esa batalla, participaron en acciones militares en ciudades como Amberes, Colonia o Brabante y, más tarde, en las guerras de Religión en Francia luchando contra los protestantes. Tomaron parte en el sitio de Cambrai, la toma de Amiens o el sitio de Ostende.

Décadas más tarde, en 1643 para ser exactos, participaron en la Batalla de Rocroi, la más dolorosa derrota de los tercios y la más heroica, donde todos los soldados del Tercio de Bobadilla murieron en el centro del combate que fue barrido por la metralla enemiga.


Rocroi, el último tercio, por Augusto Ferrer-Dalmau

Durante la Guerra de los 9 años o del Palatinado, en la que la Gran Alianza conformada por la mayoría de los países europeos luchó contra la Francia de Luis XIV, el Tercio combatió en las batallas de Fleurus, Steinkerque, Neerwinden. Finalizó con la Paz de Riswick en 1697 por la que Francia devolvió a España las plazas que había ocupado en Cataluña y Flandes.

Durante la Guerra de Sucesión defendieron los intereses de los Borbones en Flandes luchando contra los ingleses. Las reformas que trajeron la llegada de Felipe V al trono supusieron el fin de los Tercios. Así nació el Regimiento de Zamora que participó en la desastrosa batalla de Ramillies, junto a las tropas francesas que combatían contra un ejército inglés, alemán y flamenco. A lo largo del siglo XVIII combatió en la Campaña de los Pirineos, en las guerras contra Inglaterra y Portugal y en campañas africanas.

La Guerra de Independencia de los EEUU llevó al Regimiento al continente americano, donde más tarde sofocaría revueltas en varios países como México, Santo Domingo o Perú.

Las guerras napoleónicas llevaron a los soldados de Zamora a combatir junto a los franceses en remotas regiones del Norte de Europa como Pomerania o  la península danesa de Jutlandia. Cuando Napoleón invadió España, se encontraron a miles de kilómetros de nuestro país, bajo órdenes del que había pasado a convertirse en el enemigo. Las tropas comandadas por el Marqués de la Romana juraron lealtad a los intereses españoles y, tras un azaroso periplo por varias islas danesas, lograron escapar en botes pesqueros y llegar al puerto de Goteborg, desde donde embarcaron hasta Santander.


El Juramento del Marqués de la Romana, obra de Manuel Castellano
A partir desde entonces el Regimiento fue conocido como El Fiel y bordaron en su bandera su lema La patria es mi norte, la fidelidad mi divisa. Sus soldados estuvieron entre los primeros que combatieron a la invasión napoleónica. Durante meses de marchas y contramarchas se refugiaron en El Bierzo y en Galicia y combatieron junto al Duque de Wellington al ejército francés que por orden de Napoleón iba a conquistar Portugal.

Con el regreso del vergonzoso Fernando VII, el Regimiento fue enviado a Veracruz para luchar contra la independencia de México. Años más tarde, combatió en Cataluña durante la Primera Guerra Carlista, quedando establecido en Barcelona al final de la misma. Bajo las órdenes del General Prim pacificó algunas poblaciones catalanas como Mataró o Reus. Durante el reinado de Isabel II embarcó hacia la Campaña de África siendo uno de los primeros cuerpos en asaltar la trinchera marroquí en la Batalla de Tetuán, distinguiéndose también en la batalla de Wad Ras.


La Batalla de Wad Ras, obra de Mariano Fortuny
Tras participar en los diferentes enfrentamientos cantonales, en 1874 el Regimiento de Zamora estaba al mando del Coronel José Serrano Dávila. El 1er Batallón tenía su sede en Málaga, mientras el 2ª estaba en Granada. Desde ambas ciudades emprendieron su marcha en tren hacia el Norte para levantar el sitio de Bilbao por parte de las tropas carlistas.



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30 mayo, 2020

Soy roja


Ahora que la ultraderecha vuelve a sentirse fuerte y utilizan bárbaras mentiras para aumentar las crispación, ahora que vuelven a arrojar la palabra ”rojo” como un insulto, incluso a los que ni siquiera lo son, quiero compartir una escena de mi novela. La escribí hace unos años. Es totalmente verídica. Me la contaron diferentes miembros de mi familia “los Mitaíllas”. Tres personajes son reales (incluidos mi bisabuelos maternos) y un cuarto es inventado. La dignidad de mi bisabuela Antonia López debería iluminarnos a todos.


Tres golpes secos sonaron en la oscuridad. El primero provenía de los sueños más recónditos de un tiempo feliz en el que no había lamentos, el último de una realidad que no podía presagiar nada bueno. Aún no había amanecido y afuera debía hacer un frío espantoso, pero ellos ya estaban acostumbrados a que les despertaran de improviso en mitad de la noche. No era la primera vez que unos nudillos aporreaban la puerta, o los cristales del ventanuco si tardaban unos segundos más de la cuenta en abrirles. Tampoco sería la última. Se habituaron a los sobresaltos, a los registros inesperados, a las humillaciones que les propinaban cada vez que aparecían con un deseo evidente de molestar, siempre a horas intempestivas. La mayoría de las veces se limitaban a dar unas voces por el mero placer de cortarles el sueño y se marchaban antes de que pudieran abrirles. Otras entraban hasta el fondo de la casa y registraban todo lo que les venía en gana sin explicar qué andaban buscando. José lo llevaba con resignación, con la calma que mantenía incluso en los momentos más difíciles. Antonia, en cambio, aprendió a aceptarlo como un castigo, a aparentar una dignidad forzada cada vez que la Guardia Civil aparecía en su casa.
― ¿Qué querrán a estas horas? ―se preguntaba mientras se vestía a toda prisa.
― ¿Qué van a querer, mujer? Lo de siempre ―le contestó José ya levantado.
Se puso una toquilla sobre los hombros y corrió a abrir la puerta antes de que la echaran abajo. El frío de la amanecida se coló a raudales, también las palabras del cabo entre el vaho con olor a anís seco.
― El secretario me dijo anoche que quiere verte en el Ayuntamiento a primera hora sin falta.
― Y supongo que no te habrá dicho para qué ¿no?
― Tú estate allí en cuanto abran y así te enterarás.
Enmarcado por el tricornio negro, el rostro era lo único que quedaba al descubierto, el resto del cuerpo lo escondía bajo la enorme capa.
―Y no me obligues a regresar. Ya sabes que, si hace falta, te llevo a rastras.
En ese momento Jose apareció bajo el quicio, saludó a los guardias con un gesto de la barbilla, sin llegar a abrir la boca y apretó el brazo de su mujer. Ella bajó la mirada y le contestó al cabo.
―No te preocupes, no tendrás que volver. Cuando el Niño Paz llegue al Ayuntamiento me tendrá allí, clavada como un reloj, esperándole.
Antonia cerró, pero el frío de la madrugada se había quedado adentro como un mal presagio
― Anda, acaba de arreglarte. ―le dijo su marido tratando de ocultar su preocupación―. Yo voy a preparar dos tazones de leche y unas tostadas con aceite. En cuanto acabemos de desayunar y les ponga la comida a los animales nos vamos al Ayuntamiento.
― Ya tienes bastantes cosas que hacer en el campo como para perder toda la mañana.
A José no le dio tiempo a replicarle, antes de que moviera los labios, su mujer insistió.
― Además ¿te han pedido a tí que vayas? Es conmigo con quien quieren hablar ¿no?
― Pero…
― Ni peros, ni nada. Tenemos demasiadas bocas que alimentar y a tí te espera un duro día de trabajo.
― Desde luego ―en otras circunstancias su marido hubiera sonreído―, cuando sacas el carácter de tu madre no hay quien te lleve la contraria.
Su mujer fingía no escucharle.
― ¿Dónde está el cazo?
Mientras José revolvía en el cajón para encontrar algo con lo que calentar la leche, ella rebuscaba en el interior del armario. Entró en la cocina y ante la mirada de su marido le dijo:
― ¿No querrás que me presente en el Ayuntamiento con la ropa de diario?
No pensaba darles el gusto de que vieran su falda vieja y se había puesto el vestido negro que guardaba con cuidado en una percha.
―No te preocupes. Ya lo verás. Será como siempre. Tienen ganas de tocarnos las narices y no saben cómo hacerlo.
―Ése es el problema. Sí que lo saben. ―la miró muy fijamente― Por eso debes andarte con pies de plomo. ¿Me oyes?
Ella ya no escuchaba. Se calentaba las manos con el tazón mientras soplaba. Sus pensamientos estaban puestos en el Niño Paz, en los motivos por los que el secretario la había mandado llamar.
Antonia ya estaba en la plaza cuando abrieron el portalón del Ayuntamiento. Luego le tocó esperar sentada durante más de una hora hasta que el Niño Paz apareció para perderse en su despacho. Ella se quedó allí, en una silla dura. Al rato llegó Roque Sierra con la camisa azul desabrochada pese al frío de la mañana. Entró sin llamar, pero antes de entrar en la sala del secretario, la miró de arriba a abajo. Solo venía por Uriana para temas muy señalados y su mera presencia era un mal presagio. Si el secretario le había llamado era porque no tenía arrestos para decirle a solas lo que quería contarle.
Todo eso daba vueltas en su cabeza cuando oyó una voz indicándole que ya podía entrar. El Niño Paz estaba sentado detrás  de una mesa enorme llena de montañas de papeles y objetos diversos. Roque fumaba de pie, apoyado en la pared. El secretario continuó leyendo un documento antes de levantar la vista y señalarle el asiento con una mirada de desprecio. Nadie abrió la boca en todo ese rato, hasta que el falangista le dijo con tono de burla.
― ¡Qué poco nos vemos últimamente!
Antonia no quiso responderle. Ni siquiera giró la cabeza. Entonces el Niño Paz extendió el brazo y le ordenó:
― ¡Firma aquí!
Ella tomo el papel y se puso a leerlo tratando de calmar sus manos. La lectura fue rápida.
― ¿Cómo se pueden decir tantas mentiras en dos párrafos?
― ¿Cómo dices? ―la voz del secretario retumbó en el despacho.
― Digo que ésto solo cuenta mentiras ―le respondió levantado el documento.
A continuación lo dejó sobre la mesa, sobre una de las montañas de papeles.
― ¿Qué estás diciendo?
― Mi hijo Paco no murió en el frente.
― Mira, Antonia ―el Niño Paz no pudo aguantar más sentado―. Te estamos haciendo un favor. Será mejor para vosotros que conste así.
― Yo no puedo mentirle a mi hijo.
― ¡Qué mentiras ni qué ocho cuartos! Tu hijo está muerto. ¿A quién vas a mentirle?
― A mi hijo lo matasteis vosotros.
Mientras los dos hombres se acercaban, ella seguía sentada.
― ¿Qué queréis? ¿Que le mienta a su memoria? ¿Que diga que murió defendiendo vuestro Glorioso Alzamiento?
Entonces sí miró a Roque. Lo hizo muy tranquila, con toda la osadía del mundo.
― Tú sabes muy bien cómo le mataron. Había falangistas en el pelotón de fusilamiento. ¿Qué pasa? ¿Ahora que ya ha acabado la guerra queréis lavar vuestra conciencia?
― ¿Y qué te piensas? Crees que es mejor tener un hijo fusilado por rojo ―insistió el secretario que comenzaba a estar fuera de si―, de esta forma incluso podrías solicitar una paga.
― Yo no quiero vuestro dinero si con ello tengo que ensuciar su memoria.
Roque, que había permanecido en silencio estalló por fin.
― ¿Dónde está la educación que te dieron tus padres? ¿Has olvidado tus orígenes, a tu familia? Tu padre era un teniente del glorioso ejército español. Tú no eras una roja como todos esos cabrones de mierda. Tú eras una señorita.
Solo entonces Antonia encontró las fuerzas para ponerse en pie, mirar a la cara a Roque y decirle lo que llevaba mucho tiempo callando, lo que le ardía por dentro, lo que no se habían atrevido a gritar desde hacía años, desde que se enteraron de la muerte de Paco y tuvieron que llorarle en silencio, sin ni siquiera poder vestirse de luto, con miedo a salir a la calle, a que se llevaran a cualquiera de sus hijos y no volver a verlos nunca más y tener que llorar más muertes, mientras todos en el pueblo miraban hacia otro lado, sin atreverse a acercarse, a decirles que lo sentían, porque habían perdido la guerra, porque según algunos eran unos rojos de mierda.
―Mira, Roque. Tú sabes muy bien que yo nunca me he metido en política, que yo no entiendo de eso, pero quiero decirte una cosa y te lo voy a decir muy claro ― se volvió para que el Niño Paz también pudiera verle bien la cara― Os lo voy a  decir muy claro a los dos. Y se lo diré a todo el pueblo si hace falta. Incluso a Dios si es preciso. Si ser roja es ver cómo te matan a un hijo que nunca había hecho mal a nadie, si ser roja es ver cómo tu hija se pudre en la cárcel, ver cómo tienes que dejar a tus nietas en un convento porque no tienes qué llevarles a la boca, si ser roja es ver cómo insultan a tu familia… Entonces soy roja.
No pudo continuar. El guantazo se oyó fuera del despacho. Le giró la cara. El Niño Paz necesitaba tener a Roque cerca porque no tenía valor para hacerlo solo, porque nunca se habría atrevido, porque siempre había tenido a otros para hacerle el trabajo sucio. Pero Antonia tuvo lo que había que tener para quedarse levantada, para continuar mirándoles. Roque ya no sonreía y el secretario se había vuelto a sentar. Ella siguió allí, erguida, callada. Con más miedo que nunca, pero también aliviada por haberles dicho lo que llevaba callando demasiado tiempo.
El Niño Paz volvió a levantarse. En dos zancadas alcanzó la puerta. La abrió y sin mirarle a la cara le gritó― Ahora ya puedes irte.
En la calle le esperaba la mañana de invierno, clara, limpia, como su conciencia.

En recuerdo de mi bisabuela Antonia López, de la que toda mi familia siempre habla con admiración.