La
anterior entrada en este blog me llevó a la relectura de la novela El silencio
del aviador de Paul Nothomb y al descubrimiento de su libro Malraux en España y,
con ello, mi fascinación por el personaje y por aquellos que le rodearon no ha
hecho otra cosa que aumentar.
En
septiembre de 1936 Nothomb es un joven de veintidós años que decide utilizar
los conocimientos de aviación, que había adquirido como alférez bombardero del
ejército belga, para ponerse al servicio de la República Española. Se describe
a sí mismo como el hijo descarriado de una buena familia de la derecha católica
belga. Se niega a llevar el apellido de su padre, un simpatizante del fascismo
con el que tiene una relación tormentosa.
Cuando
llega a Madrid se siente “un bolchevique de acero”, un “estalinista ejemplar”
dispuesto a morir por la causa de la revolución. A sus camaradas les parece
demasiado “alemán” su antiguo uniforme de botas altas y aire marcial, tan
diferente a la disparidad con la que visten los milicianos. Nothomb se
sorprende de la situación que reina en las calles: “La indisciplina reinaba como dueña absoluta, llevada por su reciente
triunfo nacido en el heroico caos del asalto a los cuarteles. Esa hazaña de
algunos se la apropiaban todos”.
Paul Nothomb (3º por la izq.), fotografiado en Septiembre de 1936 junto a algunos de sus compañeros de la Escuadrilla España. "Malraux en España". Editorial Edhasa |
La
euforia idealista de los que han logrado frenar al fascismo se expande sin
freno. Podemos verla aún hoy en los rostros que captaron algunos de los
fotógrafos más famosos, esas caras sonrientes y exaltadas de los que se sienten
invencibles y que Nothomb describe de forma magistral: “Eran niños grandes y salvajes, de vacaciones por primera vez en sus
vidas, que rechazaban cualquier obligación y se agrupaban según el estado de
ánimo, jugándose a disfrazarse con pañuelos, brazaletes de colores y creyéndose
invulnerables”.
Para
un hombre pragmático y serio como él, todas aquellas muestras le parecían
absurdas frente a un enemigo que avanzaba y que cada vez estaba más cerca.
Especialmente la orgía utópica de los anarquistas, más preocupados por imponer
su revolución libertaria que por ganar la guerra: “La CNT colectivizaba los transportes, decretaba su gratuidad total y
organizaba las grandes vacaciones de la multitud invitándola a diario a
reuniones y desfiles”.
En
ese contexto, sólo la capacidad organizativa del cada vez más poderoso Partido
Comunista podía poner freno al desbarajuste que campaba en las filas
republicanas. Nothomb es nombrado comisario político de la Escuadrilla Malraux,
pero el ambiente de camaradería que gobierna la unidad, formada por miembros de
varios países, es muy diferente a la disciplina férrea que algunos comisarios
políticos tratan de imponer entre sus camaradas. No obstante, Nothomb descubre
en la guerra española el horror del estalinismo y, al igual que otros
intelectuales que vinieron a defender la República como John Dos Passos o
Arthur Koestler, acaba desilusionado.
Muchos
años más tarde escribiría en su libro Malraux en España: "Hoy me consta que los que fuimos sin
duda sinceros comunistas éramos los cómplices de grandes crímenes. Nos
encontramos a finales de 1936, es decir, en el momento en que Stalin se lanza a
sus purgas más sangrientas, cuyos ecos llegan hasta nuestros oídos y dan lugar
a violentas discusiones entre nosotros. Después de todos estos años, sin
embargo, me niego a considerar a mis camaradas del Partido de manera distinta a
como lo hacía entonces"
Pero
la situación a finales de 1936 comenzaba a ser dramática. Ante un enemigo que
amenazaba con tomar Madrid y con la marcha del gobierno de la capital hacia
Valencia, no había demasiado tiempo para pensar. El tiempo de los discursos
había pasado. La guerra no se podía ganar con palabras, sino con actos de
valentía, actos como la última acción de la Escuadrilla España.
El
10 de febrero de 1.937, decenas de miles de refugiados huían de Málaga acosados
por los fascistas. La mayoría de ellos eran mujeres y niños indefensos, que
habían sido atacados sin piedad durante varios días. Nothomb estaba entre los
miembros de la tripulación de los dos bombarderos Potez, los únicos que
acudieron en su ayuda. En su novela El silencio del aviador nos ofrece una
perspectiva única y diferente de aquella desgracia:
“Se produjo entonces
como un mazazo, la catástrofe de Málaga. […] Replegadas en Valencia, las
autoridades acudieron a la aviación -¡la aviación internacional!- como último
recurso. Los que a la víspera eran partidarios de esperar acontecimientos,
ahora, fuera ya de sí, ya no querían esperar nada. Ni siquiera el apoyo de los
cazas, estacionados en Madrid. Para detener la masacre, para frenar el avance
enemigo, se hacía imperativo enviar inmediatamente al Sur todos los bombarderos
disponibles.”
“Aterrizaron al
anochecer, cargados de bombas. Al alba despegaron en busca de la columna. Encontrarla
no fue difícil. La carretera, la única que había, se extendía a lo largo de la
costa, primero desierta y luego, al cabo de cien kilómetros, súbitamente
poblada: burros, carretas, rodeadas por una masa de peatones: la cabeza (los
primeros en partir o los más rápidos) de una multitud que iba creciendo a cada
minuto”.
“Aquí y allí se veían
algunos rectángulos negros; eran coches, todos parados, y sin duda abandonados,
que los fugitivos, como limaduras repentinamente imantadas, ceñían a su paso. También a veces las líneas de puntos se
agrupaban y se desviaban hacia el borde
exterior de la carretera, como para sortear unos obstáculos todavía ocultos por
las sombras de las rocas. Atrier adivinó
que se trataba de cadáveres”
Esa
fue la última acción de la Escuadrilla España. Sus dos últimos aparatos,
pesados e indefensos, fueron derribados y Nothomb resultó herido en una pierna
y marchó a Paris a restablecerse. Su acción ayudó a frenar el avance enemigo y
salvó muchas vidas. Mis abuelos y mi madre –entonces una niña de dos años-
formaban parte de esa marabunta asustada y se quedaron a vivir no muy lejos de
donde habían caído los aviones. Allí pasarían el resto de la guerra.
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