26 marzo, 2020

La larga espera


El confinamiento por el coranavirus me ha dado la oportunidad de retomar esa novela que llevaba tanto tiempo esperando. Los días se vuelven largos y se llenan de incertidumbre. Por ello y para que todos los que nos quedamos en casa, he decidido compartir en este blog una escena de la novela, con la que arranca cronológicamente la historia (aunque no sea el inicio de la misma). Habla de una larga espera, la de mi bisabuela Antonia en 1899. Ojalá os guste. Se agradecerán los comentarios. #Yomequedoencasa.

La luz tenue de finales de enero se colaba entre los visillos mientras Antonia aprovechaba la última claridad del atardecer junto a la ventana para continuar bordando sus pájaros. Dos gorriones de tonos azules y anaranjados piaban sobre un enramado de hojas que enmarcaba la escena. Ya sólo le faltaba lo más sencillo, tenía que dar los últimos pespuntes a sus iniciales y la tarea estaría por fin acabada. Cosía en silencio, abstraída en una diligencia certera para terminar la labor a la que había dedicado el último mes. Cada vez que clavaba la aguja en la tela sacaba la punta de la lengua sin darse cuenta y apretaba lo labios con suavidad, delatando un estado de concentración muy diferente a  las prisas nerviosas con las que su madre y sus hermanas se movían por el salón.
Dentro de la casa reinaba una alegría y una excitación desbordantes, que contrastaba con el desánimo de los últimos meses, durante los cuales las labores de bordado le acompañaron en la espera. Con cada alfiler fue clavando en el acerico un deseo y así, a lo largo de tres inviernos, pidió centenares de veces el regreso de su padre, Antonio, de una guerra que se libraba al otro lado del océano.
En ese momento, en el que estaba a punto de hacerse realidad el mayor de sus anhelos, un hormigueo nervioso empezó a recorrerle todo el cuerpo. Nadie había reparado en que, detrás del tesón que demostraba a sus once años, se ocultaba una enorme melancolía. Le gustaba abrir su costurero de madera taraceada, ordenar los carretes y las madejas de hilos de colores, los dedales, algunos botones y corchetes de diversos tamaños o el pequeño cilindro de nácar donde guardaba las agujas, pero le incomodaba dedicar tantas horas a los animales y las flores que quedaban atrapados en el cañamazo, entre el bastidor de madera. En cuanto la vigilancia maternal se despistaba, ella se embobaba mirando el paso de las personas y de las estaciones a través de los cristales que enmarcaron el paisaje de su infancia.. En todo ese tiempo, se cerraron mil noches los postigos y se abrieron las cortinas mil  mañanas sin que se tuvieran noticias sobre la vuelta de Antonio y mientras su madre, que guardaba su preocupación en silencio, se volvía cada vez más severa, ella sentía que las tardes se hacían tan eternas como la espera del padre, del marido, del teniente que llevaba meses en Cuba tratando de administrar la derrota.
En los meses que siguieron a la marcha del teniente, la inquietud provocada por la guerra solo era visible a través de los ojos de su madre, siempre callada a escasos metros del escenario de sus juegos, siempre detrás, vigilando sus paseos en la distancia. En mitad de ese sigilo, Antonia disfrutaba de la complicidad de su hermana mayor, compañera eterna de tantas tardes de bordados, que le recordaba a cada instante los buenos momentos compartidos en familia con la secreta intención de que fueran un bálsamo contra el olvido.
―No te preocupes, vendrá pronto ―solía responderle cuando su ausencia se hacía tan grande que pesaba en el ambiente.
Con el paso de los meses, la figura paterna se fue haciendo cada vez más lejana, más idealizada en la memoria y su regreso se convirtió en el ruego de todas las oraciones. Cada noche su madre la obligaba a recitar aquella letanía que siempre finalizaba pidiendo por Antonio. Nunca hubo excepción, por muy cansada que estuviera, para la retahíla de padrenuestros y avemarías que rezaba al borde de la cama.
―Tu padre está lejos, luchando por un futuro mejor para todos nosotros, pero no sufras porque ya verás cómo, el día menos pensado, nos manda una carta anunciándonos su llegada―le decía mientras le besaba en la frente, antes de arroparla.
Pero pasaron meses, años sin que el teniente regresara y se fueron agotando las excusas. Las razones de la distancia quedaron envueltas en una gasa de palabras calladas, de miradas entornadas entre suspiros. Hasta que una fría mañana de febrero todo el mundo volvió a hablar de la guerra a causa del hundimiento de un barco y de la partida de la flota hacia Cuba.
―No hija, ahora se acabará todo. Ya verás lo pronto que lo vemos entrar por esa puerta.
Llegó el verano y, con el bochorno agobiante de agosto, su madre acabó contagiándoles la preocupación que expresaba con cada uno de sus gestos, los abrazos fríos, la ira contenida con la que miraba el mar por la ventana mientras en las calles sólo había palabras para el desastre de la flota. Pasaron  las semanas, el tiempo se detuvo y las tardes de costura se hicieron cada vez más aburridas, pese a los continuos ánimos que su hermana trataba de transmitirle sin mucho convencimiento
―Ya verás cómo viene por Navidad ―le dijo una noche de noviembre.
Acabó el último año del siglo y, aunque para entonces ya habían regresado la mayoría de los soldados, la esperanza se difuminó entre alfileres. Cuando llegó por fin la noticia de su regreso, la felicidad llenó aquella casa donde el aire tenía aroma de salitre y las horas pasaban tan despacio. Desde ese momento, Antonia comenzó a contar los días que faltaban para abrazarle y sentir su olor, que se había ido perdiendo en el olvido, impregnado apenas entre sus ropas, las que su madre ordenaba esa tarde en el salón, con el deseo de que las encontrara limpias y planchadas a su vuelta. La vio desaparecer con su andar seguro tras la puerta del dormitorio y regresar un minuto más tarde con algo entre las manos, bromeando sobre las camisas que acababa de dejar alineadas en el armario en perfecto estado de revista.
Su madre siempre trató de ocultar sus preocupaciones bajo el rostro serio con el que les reprendía cada vez que ideaban alguna travesura, algún juego inocente, un poco alocado para su estricto sentido de la disciplina y así también fue escondiendo sus sentimientos. Su hija se cansó de la severidad, de las misas, los rosarios y los bordados y recordaba, cada vez con más ternura, las caricias paternales y ordenaba en su mente los lugares a los que quería ir con el teniente cuando regresara. Sus hermanas deseaban enseñarle los escaparates de los grandes almacenes de Gómez Hermanos y, mientras dejaban volar la imaginación con sus esclavinas de pañete bordadas, sus ricos cheviot de pura lana, sus astracanes, pelerinas, nubes de madroño y sayas, ella, que ya veía cómo las tardes se hacían más largas en mitad del invierno, ansiaba que llegara el calor para pasear con él por la calle Larios hasta la plaza de la Constitución y tomarse un helado de turrón en la nevería del Café de La Loba. Aunque, en realidad, su mayor deseo era que la acompañara a ver el cinematógrafo.
Todo el mundo en Málaga hablaba de la fascinación que provocaba ese ingenio que hacía aparecer a las personas en una pantalla caminando por las calles de París o de las capitales más bellas de Europa. El invento llegó a la ciudad dos años antes, pero Feliciana, con sus anticuadas reticencias, no consintió que sus hijas fueran a esos cafés, en los que se agrupaba gente de toda condición deseosa de ver la novedad; con sus reparos, le dio a Antonia otro motivo más para desear el retorno de su padre.
― ¡Corre, que ya ha llegado! ―le gritó una de sus hermanas en el momento en el que sus pensamientos daban las últimas puntadas a la tela.
Los pájaros se quedaron encima del alféizar cantando en las ramas mientras se apresuraba por llegar a la puerta.


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24 marzo, 2020

La Peste de Camus en tiempos del coronavirus


A todos los servidores de la sanidad pública que, como el doctor Rieux,

 combaten la pandemia con la honestidad de su trabajo.

No se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad. Es una idea que puede que le haga reír, pero el único medio de luchar contra la peste es la honestidad.
Albert Camus

Tres décadas después regresé a La Peste de Albert Camus. Cada noche, después de repasar en la pantalla de mi teléfono las últimas noticias sobre el coronavirus, abatido no sé si por el sueño o por la tristeza, apenas podía avanzar una veintena de páginas antes de dormirme. La mañana del pasado sábado fue luminosa, los pájaros cantaban en los árboles que rodean el pequeño jardín de mi casa y un sol primaveral se sumó a la fiesta de la lectura. Me atrapó varias horas durante las cuales devoré más de la mitad de esta novela que, aunque fue escrita hace 73 años, relata con sorprendente realismo la dureza de una pandemia como la que estamos sufriendo.

Todo se inicia una mañana de primavera, cuando el doctor Bernard Rieux tropieza con una rata muerta en el rellano de su escalera en la ciudad argelina de Orán. Ahora esa ficción en una realidad global. Al principio los ciudadanos continúan con sus vidas, haciendo negocios, planeando viajes, ajenos al tamaño de la desgracia que les acecha: nadie se sentía cesante sino de vacaciones. A lo largo de las páginas los pequeños detalles iniciales se van haciendo más evidentes y solo a la larga comprobando el aumento de defunciones la opinión tuvo conciencia de la verdad.

A partir de ese momento - hay los que tienen miedo y los que no lo tienen. Pero los más numerosos son los que todavía no han tenido tiempo de tenerlo  - todo se precipita y leemos la novela como si fuera la actualidad de un periódico: Durante semanas y semanas los prisioneros de la peste se debatieron cómo pudieron. Y algunos de ellos llegaron incluso a imaginar que seguían siendo hombres libres, que podían escoger. Pero se podría decir que la peste lo había envuelto todo. Ya no había destinos individuales, sino una historia colectiva.

Y es en esa situación, sin memoria ni esperanza, instalados solo en el presente, donde los personajes se enfrentan a la epidemia de formas distintas, tienen dudas, diferentes opiniones. Nos encontramos con tipos oscuros como Cottard, un contrabandista y frustrado suicida que vive cómodo en una ciudad al margen de la ley. También con personajes grises como Joseph Grand, un funcionario que, cuando no lleva las cuentas municipales sobre los muertos o el registro de lo que acontece, se niega a rendirse reescribiendo una y otra vez la primera frase de una novela con la que pretende recuperar a su mujer. Y con tipos que se evolucionan como Raymond Rambert, un periodista parisino que había combatido en la Guerra Civil española del lado de los derrotados y al que la peste atrapa por casualidad en Orán. Lejos de su amada, su único objetivo es huir de una ciudad y de una lucha que cree no son las suyas, pero que acaba haciendo propias cuando, llegado el esperado momento de la escapada, decide quedarse a luchar junto a los héroes.

Y entre todos ellos destaca Bernard Rieux, el médico de familia obrera que coordina la lucha contra la epidemia. En los diálogos que mantiene con otros personajes descubrimos la magnitud de su decencia. Cuando su amigo Tarrou le dice que no entiende cómo puede luchar sin creer en Dios y que la muerte es inevitable, el doctor reconoce que sus victorias son solo provisionales y la epidemia una gran derrota, pero eso no le impide seguir luchando por salvar vidas. Y cuando el periodista Rambert le confiesa que no cree en el heroísmo, ni en las grandes ideas y solo en el amor que provoca sus deseos de querer huir, Rieux le responde que la lucha contra la epidemia no se combate con heroísmo sino con la honestidad de hacer bien su trabajo.
Muchas de las imágenes de la novela adquieren ahora más sentido que nunca…

La impresión engañadora de una ciudad de fiesta donde hubiesen detenido la circulación.

Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras toman siempre desprevenidas a las personas.

La enfermedad, que aparentemente había forzado a los habitantes a una solidaridad de sitiados, rompía al mismo tiempo las asociaciones tradicionales, devolviendo a los individuos a su soledad.

Al grande y furioso impulso de las primeras semanas había sucedido un decaimiento que hubiera sido erróneo tomar por resignación.

Los hombres de los equipos sanitarios no lograban ya digerir el cansancio.

La familia del enfermo sabía que no volvería a verle más que curado o muerto.

La evidencia tiene una fuerza terrible que acaba siempre por arrastrarlo todo […]. Los enfermos morían separados de su familia y estaban prohibidos los rituales velatorios. Los que morían por la tarde pasaban la noche solos y los que morían por la mañana eran enterrados sin perder un momento.

Sabía también que si las estadísticas seguían subiendo, ninguna organización por excelente que fuese, podría resistir.


Pero incluso en la desgracia Albert Camus nos sorprende con la esperanza y las descripciones llenas de poesía.

La noche estaba llena de gemidos. En todas partes, en el cielo negro, por encima de los reflectores, un silbido sordo le hacía pensar en el invisible azote que abrasaba incansablemente el aire encendido.

Eran las cuatro de la tarde. La ciudad se asaba lentamente bajo un cielo pesado. Todos los comercios tenían las cortinas echadas. Las calles estaban desiertas. Era una de esas horas en que la peste se hacía invisible. Aquel silencio, aquella muerte de los colores y de los movimientos podría ser igualmente efecto del verano que de la peste. No se sabía si el aire estaba preñado de amenazas o de polvo y de ardor.

En la oscuridad atravesada de ambulancias fugitivas.

La ciudad estaba llena de dormidos despiertos.

Lo que subía entonces hasta las terrazas, todavía soleadas, en la ausencia de los ruidos de coches y de máquinas que son de ordinario el lenguaje de las ciudades, no era más que un enorme rumor de pasos y de voces sordas, el doloroso deslizarse de miles de escuelas rimado por el silbido de la plaga en el cielo cargado, un pisoteo interminable y sofocante, en fin, que iba llenando toda la ciudad y que cada tarde daba su voz más fiel, y más mortecina, a la obstinación ciega que en nuestros corazones reemplazaba entonces al amor.

Leer La peste es en estos días también un ejercicio de esperanza. Sus escenas más graves parecen sacadas de nuestro presente, pero la epidemia se marcha como llega en un final que nuestro presente no acaba de vislumbrar.

Disfrutando la paz de la lectura al sol de mi jardín yo sentía la culpabilidad de Rambert, sabiendo que en ese mismo momento de mi evasión lectora miles de personas, héroes como Rieux, luchaban contra el coronavirus. También nos encontramos algunos personajes, como Cottard, que intentan sacar provecho de la situación. Se me ocurren algunos políticos de baja estopa, reyezuelos de taifas, recortadores de servicios públicos que sin estar libres de pecado tiran las mayores piedras, gurús del apocalipsis parapetados por sus titulos académicos o presuntos sabios que expanden sus críticas a través ciertos medios de comunicación o de sus seguidores en las redes sociales.

Por eso prefiero quedarme siempre con los héroes, porque la victoria contra la enfermedad solo puede conseguirse a través de la sencilla honestidad de los que, como el doctor Rieux, no se rinden y se limitan a hacer su trabajo lo mejor posible. Hoy nuestros héroes son los servicios sanitarios y de orden público, los camioneros, las cajeras de los supermercados, las limpiadoras… y todos esos modestos protagonistas, en muchos casos mal pagados, que luchan por salvarnos a todos.

Tendremos que aguantar hasta el final. En el momento en que la victoria ya se sabe cierta, cuando en la novela ya se comienza a celebrar por las calles, Rieux no puede salvar a la última víctima, a su valiente amigo Tarrou, que ofrece otra lección de honestidad: No tengo ganas de morir, así que lucharé. Pero si el juego está perdido, quiero tener un buen final.
Quiero acabar este texto con una frase que aparece en las primeras páginas de la novela: Hay ciudades y países que nos sostienen en  la enfermedad, países en los que, en cierto modo, puede uno confiarse. A pesar de las cifras y de las críticas que irán en aumento en los próximos días, yo confío en la honestidad de los servicios públicos de mi país y quiero agradecerles todo lo que están haciendo.

Nota 1.- En la novela aparece una única canción. Primero suena casi de forma imperceptible entre las conversaciones de un bar. Más tarde en otra escena maravillosa:

Rambert se dirigió hasta un rincón de su cuarto y sacó un tocadiscos pequeño.
—¿Qué disco es ése? —preguntó Tarrou—. Lo conozco.
Rambert contestó que era Saint James Infirmary.
A la mitad del disco se oyeron dos tiros a lo lejos.
Un momento más tarde terminó el disco y la sirena de una ambulancia comenzó a oírse; creció, pasó bajo la ventana del cuarto del hotel, disminuyó, y por fin se apagó.
—Este disco es absurdo —dijo Rambert—. Además es la décima vez que lo escucho hoy.
—¿Tanto te gusta?
—No, pero es el único que tengo

A diferencia de Tarrou yo no conocía la canción. Es triste, muy melódica. Cuenta el sufrimiento de un joven que muere en una enfermería. Su origen en muy antiguo y de las muchas versiones que he descubierto existen dos, una de Louis Armstrong y otra de Van Morrison, que gracias al azar de las recomendaciones de Spotify han sido el germen de una playlist para este tiempo del coronavirus.



Nota 2.- En este texto no he hablado del autor de la novela: Albert Camus. En el blog hay otros donde queda patente mi admiración por uno de los mejores y más honestos escritores.