En la entrada anterior de
este blog hablaba del amor, la ternura con los que Albert Camus describe en su
novela póstuma -El primer hombre- a los seres queridos de su propia infancia:
el padre muerto en una guerra lejana, la madre abnegada, la abuela analfabeta…
y, de entre todos ellos, no hablé de la figura del maestro porque quería
reservarle esta entrada.
Al final del libro aparecen
dos cartas. La primera, fechada el 19 de noviembre de 1957, la escribe el
Premio Nobel de Literatura a su antiguo profesor:
Querido
señor Germain:
Esperé
a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de
hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he
buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y
después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que
era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto.
No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo
menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y
de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted
puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que,
pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
Lo
abrazo con todas mis fuerzas.
Albert Camus
La
segunda, fechada un año y medio más tarde, el 30 de abril de 1959, es la última
que el maestro le escribió a su alumno, al que sigue llamando “mi pequeño
Albert” y en un fragmento de la misma le dice:
“Tengo
la impresión de que los que tratan de penetrar en tu personalidad no lo
consiguen. Siempre has mostrado un pudor instintivo ante la idea de descubrir
tu naturaleza, tus sentimientos. Cuando mejor lo consigues es cuando eres
simple, directo.”
Más adelante le remarca:
“He
visto la lista en constante aumento de las obras que te están dedicadas o que
hablan de ti. Y es para mí una satisfacción muy grande comprobar que tu
celebridad (es la pura verdad) no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo
Camus: bravo.”
Albert Camus le dedicó a su maestro el
discurso que pronunció en Estocolmo al recibir el Premio Nobel porque fue su empeño
el que lo sacó de la pobreza, el que convenció a su madre y, sobre todo, a su
abuela para que le permitieran continuar con los estudios - pese a que en la
casa del huérfano era muy necesario un salario laboral-, el que le inculcó la
pasión por descubrir y aprender.
En El primer hombre se describe cómo
el señor Germain convence a la familia de Albert. La escena –memorable- acaba con un diálogo sobre
Jacques, el nombre del personaje bajo el que se disfraza el propio Albert Camus:
—Señor
—dijo de pronto la abuela surgiendo del pasillo. Se sujetaba el mandil con una
mano y se secaba los ojos—. Había olvidado... usted me dijo que daría unas lecciones
suplementarias a Jacques.
—Desde
luego —dijo el maestro—. Y no será divertido, créame.
—Pero
no podremos pagarle. —El señor Bernard la miraba atentamente. Sujetaba a Jacques
por los hombros.
—No
se preocupe —y sacudía a Jacques—, Jacques ya me ha pagado.
El efecto que provocaba el
profesor sobre el alumno pobre que, gracias a las becas, llegó a merecer el
Premio Nobel lo podemos ver en otra escena, a través de la mirada del
protagonista:
“Después
venía la clase. Con el señor Bernard era siempre interesante por la sencilla razón
de que él amaba apasionadamente su trabajo. Fuera el sol podía aullar en las paredes
leonadas mientras el calor crepitaba incluso dentro de la sala, a pesar de que
estaba sumida en la sombra de unos estores de gruesas rayas amarillas y blancas.
También podía caer la lluvia, como suele ocurrir en Argelia, en cataratas interminables,
convirtiendo la calle en un pozo sombrío y húmedo: la clase apenas se distraía.
Sólo las moscas, cuando había tormenta, perturbaban a veces la atención de los
niños. Capturadas, aterrizaban en los tinteros, donde empezaban a morirse
horriblemente, ahogadas en el fango violeta que llenaba los pequeños recipientes
de porcelana de tronco cónico encajados en los agujeros del pupitre. Pero el
método del señor Bernard, que consistía en no aflojar en materia de conducta y
por el contrario en dar a su enseñanza un tono viviente y divertido, triunfaba
incluso sobre las moscas. Siempre sabía sacar del armario, en el momento
oportuno, los tesoros de la colección de minerales, el herbario, las mariposas
y los insectos disecados, los mapas o... que despertaban el interés languideciente
de sus alumnos.”
La escuela era su única oportunidad:
“Sólo
la escuela proporcionaba esas alegrías. E indudablemente lo que con tanta
pasión amaban en ella era lo que no encontraban en casa, donde la pobreza y la
ignorancia volvían la vida más dura, más desolada, como encerrada en sí misma;
la miseria es una fortaleza sin puente levadizo.”
Yo, que tuve la suerte de tener unos
profesores fantásticos, estoy muy orgulloso de la educación pública y laica que
recibí y guardo un recuerdo maravilloso de mi escuela y mi instituto. El
ministro Wert, al igual de otros muchos de los mediocres políticos que nos
gobiernan, debería leer la carta de agradecimiento de Albert Camus, aunque me
temo que no serviría de nada, porque para sus corazones rapaces la enseñanza no
es un derecho público, sino un bien privado, que sólo los pudientes pueden
pagar con dinero. Una vergüenza.
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