23 octubre, 2012

El final de la Escuadrilla España


11 de febrero de 1.937. Ya no quedan refugiados republicanos en Motril. A las siete de la mañana del día anterior se dictó la orden de evacuación que rápidamente corrió de boca en boca por todo el pueblo. Las primeras tropas italianas entraron en sus calles por la tarde y los rezagados tratan de alejarse cuanto pueden. Apenas a veinte kilómetros, a la altura de Castell del Ferro ven por fin los primeros aviones republicanos, que bombardean al enemigo para frenar su avance y, después de girar, enfilan la costa hacia el este. Los monoplanos vuelan a baja altura. En la punta destaca la tronera acristalada donde va instalada una de sus tres ametralladoras.

Son los dos últimos Potez540 de la Escuadrilla España, formada por el escritor francés André Malraux al poco de iniciarse la guerra. El resto ya han caído en combate. Tienen mala fama y les llaman los ataúdes volantes. Carecen de visores de bombardeo y eso les obliga a volar bajo para identificar el terreno, lo cual les hace más vulnerables ante el fuego antiaéreo y que sus motores, al no alcanzar la altura de navegación adecuada, pierdan velocidad.
Bombardero monoplano Potez540


La falta de entrenamiento de los ocupantes no les permite pilotar y usar la ametralladora al mismo tiempo. Eso ha obligado a que las dotaciones sean de siete personas, en lugar de los cuatro habituales y el sobrepeso también castiga los motores. Los aparatos van abarrotados, de forma que cualquier proyectil que alcance el fuselaje tiene muchas probabilidades de herir a alguno de sus tripulantes. La mayoría han sido licenciados por indisciplina. Eran mercenarios que acudieron a la guerra sólo por dinero, muchos de ellos pilotos comerciales sin experiencia militar, Otros en cambio ya habían participado en varias conflictos armados. En la escuadrilla ya sólo quedan los idealistas, los que han venido a España a combatir contra el fascismo.

A los Potez se les identifica por una enorme letra que llevan en la cola. Los dos que quedan tienen la matricula P y B. El del primero es un francés llamado Guy Santés. El copiloto es un holandés, nacido en Malasia, Jan Frederikus Stolk, al que llaman Reyes. El bombardero es un comunista belga: Paul Nothomb al que conocen por Paul Barnier. El artillero es otro francés René Deverts. De esa nacionalidad son también los mecánicos Maurice Thomás, el artillero Marcel Bergeron y ametrallador de cola Golloni.

Cuando tratan de ganar altura para dirigirse a su base de Tabernas aparecen del mar, de forma inesperada, una escuadra de biplanos. Vienen del sur y en la cola tienen un aspa negra sobre el fondo blanco. Son los Fiats CR32, conocidos como "chirris", y forman parte de la 4ª Squadriglia Legionaria italiana al mando del teniente Mantelli. Nunca quedará claro su número, pero están en superioridad. Los cazas italianos son muy maniobrables y resistentes en el combate frente a la complejidad mecánica de los monoplanos como los Potez.

Caza biplano Fiat CR32


Nada más aparecer en el cielo los Fiats comienzan a disparar. La ráfaga impacta en la parte delantera del bombardero y detiene el motor derecho. El izquierdo comienza a arder. Dos de los diez proyectiles alcanzan a sus ocupantes. El piloto es herido en el antebrazo derecho y el copiloto, que trata de apagar el incendio, cae malherido rodeado por la manguera. Una bala hiere en la pantorrilla a Galloni, el ametrallador de cola y el mecánico Maurice Thomas va hacia su puesto.

El Potez visto desde el Fiat junto a la costa de Motril. La fotografía aparece en  la página 36 de 

Fiat CR.32 Aces of the Spanish Civil War, publicado en 2010 por la Ed. Osprey ISBN 978 1 84603 983 6


El Potez responde de inmediato al fuego. Dos balas alcanzan el tanque de gasolina del CR32 causando el recalentamiento, obligándole a dejar el combate y aterrizar por las cercanías. Mantelli también está herido en su brazo derecho. Mientras en el bombardero, Santés gobierna el timón sólo con la mano izquierda y se esfuerza por ganar altura, pero la gran superficie de bastidor le hace descender. El piloto se ve obligado a escoger entre el mar y las montañas para regresar a Tabernas. Opta por el mar. Con la velocidad reducida, el avión cae, rebota a trescientos metros de la orilla y vuelca al borde del agua.

El resto de la escuadrilla italiana se ceba con el otro monoplano que se defiende como puede. Se pierde en el horizonte y finalmente cae derribado cerca de Dalías. Todos sus ocupantes mueren. Del que ha aterrizado en la playa comienzan a salir sus ocupantes, los que están bien sacan a los que no pueden hacerlo. El copiloto holandés está malherido en el pecho. Paul Galloni no puede caminar, su pierna tiene muy mala pinta. Deverts tiene la cabeza ensangrentada.

A pocos metros, la carretera está llena de soldados, mujeres, niños y vehículos que huyen hacia Almería. Thomas salta a un caballo y se aleja a toda velocidad en dirección a Almería. Una hora más tarde vuelve acompañado de un médico canadiense, Norman Bethune, que viene en una ambulancia negra. Suben a Deverts al estribo del vehículo que tiene que abrirse paso a bocinazos entre miles de refugiados. Stolk moribundo perderá la vida en pocas horas y a Galloni le tendrán que amputar la pierna.

Algunos hombres extraen el combustible del avión y con él consiguen arrancar un camión abandonado.

Ha sido su última acción para la escuadrilla. Nothomb  un comunista que se afilió al partido en el mismo momento en el que ingresó en la Escuela Militar, regresará a Bélgica. La guerra ha acabado para él, pero sólo de forma momentánea, porque en 1.943 será brutalmente torturado por los nazis hasta obligarle a delatar a sus camaradas. Aguantó el tiempo suficiente para que éstos pudieran ponerse a salvo. No obstante, fue expulsado del partido hasta que, después de luchar por limpiar su memoria, fue rehabilitado. Años más tarde, escribiría varios libros. En uno de ellos, El silencio del aviador, recoge algunas de sus experiencias de combate en España. Su sobrina nieta Amelie Nothomb es hoy una famosa escritora. Su tío murió en el año 2.006. En su libro Malraux en España describió los sentimientos hacia sus compañeros: “un espíritu de compañerismo inaudito, un extraordinario buen humor en todo momento, hasta el punto de que, al recordar esas horas pasadas, no puedo dejar de pensar que vivimos uno de esos raros instantes en que la fraternidad humana, eso tan a menudo adulterado, se convierte en algo más que una palabra, que un eufemismo.'

Miembros de la escuadrilla. Malraux en el centro abrazado a su compañeros.
Paul Nothomb es el 1º por la izquierda.

La fotografía aparece en el libro Malraux en España” escrito por Paul Nothomb y con prólogo de Jorge Semprún.
 De la editorial EdhasaISBN: 84-350-6506-5.


Pese a su mala leyenda sobre su vulnerabilidad, los Potez540 jugaron un papel esencial en los primeros meses de la guerra frente a enemigos superiores. Fueron los únicos aviones republicanos hasta la llegada de los refuerzos materiales soviéticos.


18 octubre, 2012

El puente sobre el río Guadalfeo


Madrugada del 10 de febrero de 1.937. Han pasado ya tres días desde que Málaga cayera en manos del enemigo y, durante ese tiempo, decenas de miles de personas, en su mayoría ancianos, mujeres y niños, han caminado en desbandada por la carretera de Almería a lo largo de más de ochenta kilómetros. Huyen de las tropas italianas que les persiguen, de los aviones alemanes que les ametrallan desde el cielo, de los cruceros que se acercan a la costa para bombardearles sin piedad. Muchos han muerto por el camino y la huida se ha acabado para los que se quedaron atrás, víctimas del hambre y del cansancio, y fueron alcanzados por los primeros soldados de Franco.

No sólo huyen de la ciudad de Málaga, también de los pueblos de la provincia y del sur de Granada. Los que han dejado atrás Vélez, Nerja y Almuñécar se encuentran con el último obstáculo. Antes de llegar a Motril, donde se está organizando una resistencia tan débil que también caerá horas más tarde, se encuentran con un río desbordado: el Guadalfeo baja embravecido por las lluvias de los últimos días. Los rumores hablan de que la aviación nacional ha bombardeado alguna presa provocando la avalancha. El puente fue destruido hace horas. Intentaron improvisar un paso con maderas, pero los aviones regresaron para destrozarlo.

Algunos fugitivos no saben nadar y la mayoría están demasiado débiles, sólo han comido la caña de azúcar que han ido encontrando por los sembrados a lo largo del camino. El agua ya ha arrastrado a decenas de personas que intentaron cruzar a nado y muchos han decidido sentarse a esperar la llegada inminente del enemigo.

Según he podido contrastar en los documentos que, de forma casi milagrosa, han ido apareciendo durante la investigación histórica de mi novela, mi abuelo compartió con ellos buena parte del recorrido. Es probable que esa noche estuviera lejos del lugar, que hubiera cruzado el puente unos días antes, cuando aún estaba en pie. O quizá lo hizo en el último momento. Eso ya no podré saberlo nunca.

Conforme avanzaba la investigación, también aumentaba mi perplejidad ante el sufrimiento innecesario que se produjo en la carretera y la crueldad de las tropas nacionales, también mi admiración por las personas que lo vivieron. No pude resistirme a recoger esos hechos dentro de mi historia, sobre todo cuando confirmé que mis abuelos, mis tíos y mi madre, que apenas tenía una año, habían formado parte de ella. Quise rendirles un pequeño homenaje a los que encontraron la muerte en el Guadalfeo. A fin de cuentas, un novelista se mueve en el terreno de la ficción no está obligado a contar la verdad. Las historias que viven sus personajes deben ser reales, no verdaderas y la realidad es algo que se construye con sentimientos. Es real lo que hace sentir al lector y le emociona y hay verdades que le dejan indiferente.

Antes de empezar a escribir la escena me documenté todo lo que pude, leí los relatos de los supervivientes, encontré mapas que me ayudaron a conocer el lugar, fotografías actuales y traté de arrancar el motor de mi imaginación, pero, como me ocurre casi siempre, estaba gripado. Tenía más preguntas que respuestas ¿Cómo sería el puente? ¿Y el cauce del río? ¿Qué distancia habría hasta la otra orilla? ¿Cómo sería el paisaje?


Con el puente destruido hace setenta y cinco años, el entorno totalmente cambiado y la mayoría de los testimonios silenciados, tenía que exprimir mi imaginación, pero de nuevo aparecieron sorpresas. Cuando el segundo borrador de la escena estaba a medias, deshilachado y carente de ritmo, encontré en internet una fotografía de principios del siglo pasado en la que se veía el puente, los planos de su construcción, sus medidas. Había sido construido en 1.856 cuando construyeron la carretera que unía Granada con Motril. Tenía 110 metros de longitud, divididos en  cinco arcos de 16 metros de diámetro, que se levantaban gracias a cuatro pilas que le daban una altura de más de veinte metros. Era de piedra y mampostería. El cauce solía discurrir bajo los cuatro arcos de la izquierda, tras salvar una pequeña colina en la margen derecha. Hacia el norte las últimas estribaciones de la Sierra de Lújar lo encajonaban entre barrancos y más adelante se abría en una amplia rambla que desembocaba en el mar sólo unos kilómetros después.



Y a partir de la realidad, la imaginación comenzó a volar. Estoy acabando de pintar los detalles del cuarto borrador de la escena y todavía continúa sin gustarme. Ahora sólo espero no traicionar la memoria de los que murieron en ese lugar y estar a la altura de su memoria. Si algún día acabo de escribir la novela, los azares del destino le permiten ver la luz y hay lectores que llegan a leerla, me gustaría que sientan algo en su corazón. No será parecido al sufrimiento enorme de los protagonistas, ni al mío a la hora de intentar describirlo, pero una buena novela es una fuente de sentimientos compartidos y eso es lo que me gustaría que ocurriera.

Nota.- Hay músicas maravillosas que me ayudan a encontrar el sentimiento necesario para escribir. En las escenas nocturnas que se llenan de tristeza o de melancolía me ayudan dos sonatas con el mismo nombre: Claro de luna. Casi me gusta más la de Debussy que la de Beethoven, el ritmo de lo que he escrito en las últimas semanas le debe mucho a las partituras de piano de los músicos modernistas. Las dejo aquí para los que queráis oírlas.







14 octubre, 2012

El camino a seguir.


El escritor es un pequeño dios que crea seres sobre los que decide su destino y puede utilizar el tiempo a su antojo, estirándolo o acortándolo como mejor se adapte a la historia. El tiempo narrativo no entiende de relojes y uno de los mejores ejemplos sobre el uso de la temporalidad lo podemos encontrar en El camino de Miguel Delibes. La novela comienza cuando su protagonista, a punto de acabar su infancia, se revuelve de insomnio en su camastro la noche anterior a emprender un nuevo camino que cambiará su existencia. Daniel, que está a punto de abandonar su casa para marchar a estudiar a la ciudad, repasa durante esas horas mediante analepsis -los famosos flashback de las películas- las anécdotas que les suceden a los habitantes de su pequeño pueblo. Acaba a la mañana siguiente, minutos antes de partir a la estación de tren, pero en el intervalo de una sola noche de despliega la maravillosa crónica de su corta vida y también la de sus vecinos.

El tiempo no avanza de forma lineal, sino circular, a través de la evocación de pequeñas historias que se entrecruzan y que su autor nos va contando de forma dosificada, engarzando unas con otras a lo largo de todo el libro. Así consigue que nos resulte muy difícil abandonar la lectura.

Un buen escritor hace que sus lectores se crean inteligentes. A menudo podemos encontrarnos autores que intentan ser novedosos y deforman su trama en pedazos que luego sólo ellos saben recomponer. Algunos son aclamados incluso por esnobistas que aplauden sus trucos, sus juegos formales que orbitan sobre un insulso vacío. Delibes entrecruza las historias de los diferentes personajes de El camino de forma que el lector va disfrutando con la evolución de todos ellos que confluye en un retablo tan real como la vida misma.

A veces lo que parece más sencillo puede ser lo más difícil de crear y lo que se lee con facilidad sólo puede haberse concebido con mucho oficio. Delibes borda la construcción de esta novela. Para ello, depura un lenguaje sencillo sin renunciar nunca a la capacidad poética. Y, aunque siempre están presentes las palabras que comenzaron a perderse en la arqueología de la lengua, términos casi abandonados en el paisaje rural como acitara, encella, bardal, cambera o varga, que nos obligan a acudir a un diccionario, su vocabulario preciso se adapta a los labios de los protagonistas que los pronuncia y le ayuda a caracterizarlos.

En su momento algunos acusaron al escritor vallisoletano con la curiosa calificación de costumbrista simplemente porque nos dibuja unos maravillosos personajes que, sobre todo, nos parecen auténticos, de una realidad que casi podríamos tocarlos, o mejor aún, que podemos vivir junto a ellos, identificarnos con sus sentimientos. El uso de la ternura y del humor en la escritura –algo de una dificultad mucho mayor de lo que pueda parecer y que Delibes domina con maestría- contribuye sin duda a que nos acerquemos tanto a ellos. El escritor mantiene siempre el foco adecuado con el que nos enseña la historia, que vemos a través de los ojos de su protagonista, un niño de once años. Es mediante su inocencia como conocemos al resto de sus vecinos y gracias a sus sentimientos como logra conquistarnos el corazón. Las sensaciones, los sentidos juegan aquí un papel fundamental. El lector huele, ve, oye…

Si llovía, el valle transformaba ostensiblemente su fisonomía. Las montañas asumían unos tonos sombríos y opacos, desleídos entre la bruma, mientras los prados restallaban en una reluciente y verde y casi dolorosa estridencia. El jadeo de los trenes se oía a mayor distancia y las montañas se peloteaban con sus silbidos hasta que éstos desaparecían, diluyéndose en ecos cada vez más lejanos, para terminar en una resonancia tenue e imperceptible. A veces, las nubes se agarraban a las montañas y las crestas de éstas emergían como islotes solitarios en un revuelto y caótico océano gris.
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Le gustaba al Mochuelo sentir sobre sí la quietud serena y reposada del valle, contemplar el conglomerado de prados, divididos en parcelas, y salpicados de caseríos dispersos. Y, de vez en cuando, las manchas oscuras y espesas de los bosques de castaños o la tonalidad clara y mate de las aglomeraciones de eucaliptos. A lo lejos, por todas partes, las montañas, que, según la estación y el clima, alteraban su contextura, pasando de una extraña ingravidez vegetal a una solidez densa, mineral y plomiza en los días oscuros.
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Al regresar, ya de noche, al pueblo, se hacía más notoria y perceptible la vibración vital del valle. Los trenes pitaban en las estaciones diseminadas y sus silbidos rasgaban la atmósfera como cuchilladas. La tierra exhalaba un agradable vaho a humedad y a excremento de vaca. También olía, con más o menos fuerza, la hierba según el estado del cielo o la frecuencia de las lluvias.

La vieja edición de El Camino que yo leí hace 30 años y que se quedó en una mudanza


Ahora que comienzo a considerarme un lector maduro -la madurez lectora en absoluto tiene que ver con la edad sino con las páginas leídas y el sentimiento volcado en ellas- es cuando mas disfruto con las obras bien escritas, porque podemos fabular teorías muy sesudas, pero las buenas novelas son las que nos cuentan historias que nos llegan al corazón, nos hacen sentir con los personajes. Cuando en la última escena Daniel, el Mochuelo, llora por fin es inevitable entender sus lágrimas y los personajes como Roque el Moñigo, Germán el Tiñoso, Paco el herrero, la Guindillas, la Mica o la Mariuca-Uca (todos ellos maravillosamente creados) ya se han quedado para siempre en nuestros corazones.

La lectura de las grandes novelas puede enseñar a los escritores que comienzan. Treinta años más tarde he vuelto a El Camino para aprender cosas maravillosas.


09 octubre, 2012

La importancia del diálogo


Creo que alguna vez he confesado en este blog el pánico que me produce escribir diálogos. Cuando el personaje le quita la palabra al narrador y decide hablarle directamente al lector se desnuda de artificios y debe ser lo más natural posible, pero eso puede encerrar a veces una dificultad extrema y requiere de cierto oficio.

El escritor desaparece y oímos una voz que nos habla al oído, que conversa con otros en nuestra presencia, que nos explica cosas que tal vez el narrador no sabe contar. Y no hay como un buen diálogo para otorgarle dinamismo a una escena que languidece, pero muchas veces el personaje no habla sólo al lector sino también a los que le rodean y todo se complica. Otras nos aporta una información que sólo obtiene verosimilitud a través de sus labios y nos dibuja como nadie a través de sus palabras. Pero para conseguir el efecto deseado el diálogo debe ser fluido, preciso, coherente… una madeja en la que es fácil perderse si no se tiene el cuidado necesario.

Hace unos días comencé la relectura de El camino de Miguel Delibes. Ya comenté aquí que cuando uno visita por segunda vez un libro, sus ojos lo miran con más tranquilidad y descubren detalles maravillosos. Yo he vuelto a esta novela casi treinta años después. Recuerdo haberla leído en el primer curso del instituto, en aquella época lejana en la que algunos enemigos de la literatura se empeñaban en incluir lecturas inapropiadas en los planes de estudios, inadecuadas al menos para inyectar el virus que condena a amar las novelas. A los catorce años hay lecturas que desaniman a cualquiera. Pero El camino es maravillosa incluso a esa edad. El recuerdo que guardaba se ha engrandecido, la admiración se ha multiplicado.

Hablaré en una próxima entrada de esa obra, pero ahora quiero centrarme aquí en sus diálogos. Delibes es quizás uno de los mejores creadores de diálogos de la novela universal. Como el mismo afirmaba “Me gusta mucho, me fascina oír. Prestar el oído a la gente cuando está hablando en el autobús o en el metro me divierte mucho”. Creo que no hay mejor consejo que ése: saber oír la voz de los que hablan, pero cuando los que cuentan las historias que uno escribe llevan muertos varias décadas se hace más difícil.

Hace un año mis padres volvieron a vivir cerca después de casi veinticinco años de distancia y de vez en cuando, en mitad de una conversación, me sorprenden con una expresión que hacía mucho tiempo que no escuchaba. Trato de regresar a sonidos de la infancia, a palabras perdidas en una geografía lejana de mi Andalucía. Y con esos retazos trato de esbozar diálogos que, en muchos casos, siguen sin parecerme naturales.
Cualquiera que quiera aprender a escribirlos, debería leer y disfrutar a Delibes…



Muchas tardes, ante la inmovilidad y el silencio de la Naturaleza, perdían el sentido del tiempo y la noche se les echaba encima. La bóveda del firmamento iba poblándose de estrellas y  Roque, el Moñigo, se sobrecogía bajo una especie de pánico astral. Era en estos casos, de noche y lejos del mundo, cuando a Roque, el Moñigo, se le ocurrían ideas inverosímiles, pensamientos que normalmente no le inquietaban:
Dijo una vez:
—Mochuelo, ¿es posible que si cae una estrella de ésas no llegue nunca al fondo?
Daniel, el Mochuelo, miró a su amigo, sin comprenderle.
—No sé lo que me quieres decir —respondió.
El Moñigo luchaba con su deficiencia de expresión.
Accionó repetidamente con las manos, y, al fin, dijo:
—Las estrellas están en el aire, ¿no es eso?
—Eso.
—Y la Tierra está en el aire también como otra estrella, ¿verdad? —añadió.
—Sí; al menos eso dice el maestro.
—Bueno, pues es lo que te digo. Si una estrella se cae y no choca con la Tierra ni con otra estrella, ¿no llega nunca al fondo? ¿Es que ese aire que las rodea no se acaba nunca?
Daniel, el Mochuelo, se quedó pensativo un instante.
Empezaba a dominarle también a él un indefinible desasosiego cósmico. La voz surgió de su garganta indecisa y aguda como un lamento.
—Moñigo.
—¿Qué?
—No me hagas esas preguntas; me mareo.
—¿Te mareas o te asustas?
—Puede que las dos cosas —admitió.
Rió, entrecortadamente, el Moñigo.
—Voy a decirte una cosa —dijo luego.
—¿Qué?
—También a mí me dan miedo las estrellas y todas esas cosas que no se abarcan o no se acaban nunca.
Pero no lo digas a nadie, ¿oyes? Por nada del mundo querría que se enterase de ello mi hermana Sara.
El Moñigo escogía siempre estos momentos de reposo solitario para sus confidencias. Las ingentes montañas, con sus recias crestas recortadas sobre el horizonte, imbuían al Moñigo una irritante impresión de insignificancia. Si la Sara, pensaba Daniel, el Mochuelo, conociera el flaco del Moñigo, podría, fácilmente, meterlo en un puño. Pero, naturalmente, por su parte, no lo sabría nunca. Sara era una muchacha antipática y cruel y Roque su mejor amigo. ¡Que adivinase ella el terror indefinible que al Moñigo le inspiraban las estrellas!


07 octubre, 2012

Las páginas de la memoria


En varias entradas de este blog he hablado del fusilamiento de mi tío abuelo Paco frente a las tapias del cementerio de Granada:






Allí fusilaron a más de 4.000 personas durante la represión franquista, pero el castigo a sus familias se prolongó durante décadas. Las madres de los asesinados no pudieron llorar su dolor en público, hasta el luto les fue prohibido. El silencio se ha perpetuado hasta hoy.

No había nada en esa tapia que recordara el pasado. Durante los últimos años, las Asociaciones de la Memoria habían colocado allí una pequeña placa que recordaba a los fusilados, pero al Ayuntamiento de Granada, gobernado con mayoría absoluta por el Partido Popular, parece incomodarle mucho  el recuerdo y la retiró cinco años seguidos. Cada julio se repetía la historia, el 18 colocaban la placa y sólo unas horas más tarde el Ayuntamiento mandaba quitarla.

El pasado mes de marzo la Junta de Andalucía declaró la tapia “lugar de la memoria”. El viernes pasado se señalizó por fin con una placa que recuerda a las víctimas del franquismo asesinadas en la tapia por defender la legalidad democrática. Esta vez nadie podrá quitarla.


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La memoria sigue escociendo a muchos, que se han inventado un adjetivo: guerracivilista para arrojárselo a todos los que tratan de negarse al olvido. Pienso que hay que pasar página y mirar al futuro. No podemos estar siempre anclados en las viejas historias y mucho menos utilizarlas de forma indebida, pero antes de pasar página, hay que leerla para aprender de los errores del pasado.



Hace pocas semanas, la muerte de Santiago Carrillo hizo que se volviera a hablar del espíritu de la transición. Él fue un buen ejemplo de ello: renunció al pasado y miró al futuro. Muchos como él lo hicieron en aras del retorno de un sistema democrático y para cerrar viejas heridas. Ese espíritu fue necesario entonces y lo sigue siendo hoy que, en la peor situación de la historia reciente de este país, parecen imposibles los acuerdos para construir un futuro mejor, pero eso no debe ser incompatible con la memoria y, precisamente por ello, debe recordarnos hacia donde caminan los extremismos.

Han tenido que pasar 76 años desde aquellos lamentables hechos -36 de democracia- para que se honre por fin a las víctimas.

Registro de defunción de Francisco Álvarez López


En recuerdo de Paco Álvarez López, fusilado a las seis de la mañana del 22 de Octubre de 1.936 junto a otros treinta y nueve hombres.



01 octubre, 2012

El “marsismo” de los últimos charnegos.


El humor de Groucho hizo de mi hace años un empedernido marxista,
 tras mis lecturas de Juan  Marsé en los últimos meses, me he convertido en un marsista recalcitrante.

Hace pocos meses devoré la última novela de Marsé, Caligrafía de los sueños. Ya conté aquí la fascinación que me produjo su lectura.

http://dormidasenelcajondelolvido.blogspot.com.es/2012/01/los-suenos-del-caligrafo.html

Me quedé con ganas de más. Al poco tiempo de vivir en Barcelona leí El amante bilingüe y, unos años más tarde, El embrujo de Shanghái, donde se describía el paisaje de la ciudad en la que yo era un recién llegado, pero, en aquel tiempo de prisas tristes y solitarias, no estaba tan infectado de literatura como ahora o como lo había estado en el final de mi adolescencia. Por eso, unas semanas atrás quise regresar a Marsé y comencé a leer Ultimas tardes con Teresa, su tercer libro con el que, allá por los sesenta -poco antes de que yo naciera-, se consolidó como una de las mejores voces en castellano. En aquellos años, tras el boom de la literatura hispanoamericana, eran muchos los escritores que pretendían ser novedosos retorciendo la forma de escribir novelas y tratando de parecer modernos en la construcción de sus historias. Marsé se limitó a contarlas, pero de una forma maravillosa.

Al poco de empezar a leer Ultima tardes con Teresa encontré un libro cuyo título, Ronda Marsé, me llamó la atención entre las estanterías de la biblioteca pública del pueblo donde vivo. Empecé a hojearlo. Contenía artículos publicados por otros muchos escritores que le declaraban su admiración. Entre esos “marsistas” recalcitrantes se encontraban algunos de los mejores inventores de historias que conozco: Muñoz Molina, García Montero, Vázquez Montalbán,Vargas Llosa, Antonio Soler, Rafael Chirbes,  Eduardo Mendoza, Pérez Reverte…Cuando descubrí que compartía con ellos el mismo sentimiento que, por otra parte, me también me inspiran sus obras, los sentí más próximos. Se convirtieron no sólo en autores admirados, sino también en lectores cómplices que compartían conmigo una cadena de admiraciones que se prolonga a lo largo de varias generaciones.

Me resultó grato leer las palabras limpias de Antonio Muñoz Molina: “En la vida de uno siempre hay unos pocos libros tan decisivos como esos amigos y esas mujeres sin los cuales habría sido otro el porvenir: libros que han sedimentado su educación sentimental y moral y a los que uno, cuando escribe, quisiera rendirles un testimonio íntimo de gratitud, porque es posible que sin él no hubiera adquirido la saludable enfermedad de la literatura que se parece en el fondo a ese vicio de los que no vale la pena quitarse si a lo que aspira uno es a no quitarse de vivir. Se trata de libros que pertenecen menos a nuestra biblioteca que a nuestra biografía; aunque los perdamos, aunque no volvamos a leerlos, ya nunca nos abandonarán, porque van con nosotros como nuestra cara y nuestra memoria inconsciente, forman parte de nuestra manera de imaginar y mirar.” De entre esa veintena de libros decisivos, Antonio destacaba Últimas tardes con Teresa  y Si te dicen que caí.

También quedó en mi recuerdo lo que afirmaba el portugués Lobo Antunes: “Se cuentan con los dedos de una mano los escritores que he conocido y me interesaron por su densidad humana. En rigor, son demasiado egocéntricos y casi nunca tienen talento-, hay poquísimos libros buenos y ni hablar de muy buenos, y si un libro no es bueno, o muy bueno, su autor, regla prácticamente absoluta, tampoco lo es: toma conciencia de su falta de calidad y se vuelve agresivo, envidioso y amargo [...] Con Juan Marsé me ocurrió algo raro: me gustó en cuanto lo vi”



Siempre me había sorprendido que alguien que escribe como Marsé, nacido en Catalunya, tan admirado por sus colegas contemporáneos o más jóvenes, no tuviera más resonancia entre la casta intelectual catalana que ha determinado la cultura oficial de los gobiernos de la Generalitat durante las últimas décadas, encumbrado en cenáculos de moda a autores mediocres como Baltasar Porcel, Lluís Racionero o Mª de la Pau Janer o incluso a otros peores, cuyo único mérito mediático ha sido el de aparecer de forma periódica en una televisión autonómica para vender muchos ejemplares en la Diada de Sant Jordi.

La lectura de Últimas tardes con Teresa me ha acabado de aclarar los motivos. La novela, entre otras muchas cosas, representa un ajuste de cuentas con el clasismo de la burguesía catalana de posguerra, con aquellos jóvenes de falso progresismo, dogmáticos y aburridos, que en la mayoría de las ocasiones, acabaron acaparando cargos políticos y empresariales y que Marsé describe sólo como él sabe hacerlo: “Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como victimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, generoso y hasta premiado con futuro político, y todos como lo que eran: señoritos de mierda”. Así, su Luis Trías de Giralt acabó “oxidándose con monedas falsas, babeando una inútil madurez política, penosamente empeñados en seguir representando su antiguo papel de militantes o conjurados más o menos distinguidos que hoy, injustamente, presuntas aberraciones dogmáticas han dejado en la cuneta”.

Pero si hay un personaje inolvidable en esta novela –y en toda la obra de Marsé-  ése es Manolo el Pijoaparte, el prototipo del charnego desarraigado y arrabalero que trata de medrar en la Barcelona de posguerra. Un personaje al borde de la delincuencia, al que muchos comparan con otros ilustres y encantadores bribones de la novela universal como el Julien Sorel de Stendhal, el Frédéric Moreau de Flaubert o el Lucien Rubempré de Balzac (algunos de los ejemplos sobre los que más se incide en las escuelas y talleres de escritura creativa), el adolescente de padre desconocido que huye de su Ronda natal para encontrarse un futuro igual de triste en el Monte Carmelo, el paisaje de la infancia de Marsé que puebla todos sus libros y que, una vez más, nos describe de forma arrebatadora: “En los años grises de la posguerra, cuando el estómago vacío y el piojo verde exigían cada día un sueño que hiciera más soportable la realidad, el Monte Carmelo fue predilecto y fabuloso campo de aventuras de los desarrapados niños de barrio de Casa Baró, del Guinardó y de La Salud. Subían a lo alto, donde silva el viento, a lanzar cometas de tosca fabricación casera, hechas con pasta de harina, cañas, trapos y papel de periódico: durante mucho tiempo coletearon furiosamente en el cielo de la ciudad fotografías y noticas del avance alemán, ciudades en ruinas y el hongo negro sobre Hiroshima, reinaba la muerte y la desolación, el racionamiento semanal de los españoles, la miseria y el hambre.”

Es ahí, en la capacidad para describirnos escenarios y personajes, donde declaro la mayor de mis admiraciones por Marsé. Pocos escritores son capaces, como él, de dibujar con un solo trazo. Así, siempre me quedará en la memoria los “ojos apostólicos” de Luis Trías de Giralt, su “aire poco perplejo de manso seminarista en vacaciones”; o la amiga pija de Teresa  que “más que vestida iba amueblada”; o el cuerpo de la joven humilde incapaz de desatar las pasiones del desclasado Pijoaparte en una de las primeras escenas “con esa blancura viscosa de las patatas peladas”; o “las tumultuosas manadas de chiquillos” que “invadían como una espesa lava los apacibles barrios altos de la ciudad con su carritos de cojinetes a bolas”; o el recuerdo de la madre pobre que malvivía fregando suelos de un palacio de Ronda que dejó en el Pijoaparte su “idea de la servidumbre y la dependencia estuvo representada por aquellas manos mustias y viscosas que le vestían y le desnudaban”; o “la ensalada picante de varias regiones del país, especialmente del sur” que habitaban el barrio; o los “pequeños y espesos cines de barrio o apretujados bailes de domingo, olorosos y cálidos como un armario” a los que les empujaba la lluvia; o a la magnífica descripción del padre de Teresa : “Un aire incierto de alférez provisional flotaba a veces en su rostro y le incluía por méritos estrictamente estéticos en este benemérito motón de pulcros y anónimos maduros, todos iguales, que se dirían han querido eternizar su juvenil adhesión a la victoria con el fino, coqueto, bien cuidado y curiosamente recortado bigote ibérico.”;  o “la aplicación y esmero de afilador” con los que el Pijoaparte amaba despacio a la humilde criada Maruja; o “la amarga malquerencia de padres acaudalados” de los jóvenes burgueses envueltos en “un perfume salesiano de mimos de madre rica y de desayuno con natillas”.

Resulta curioso, en cambio, que el personaje que da título a la novela, la niña rica Teresa  que se enamora, en medio de confusiones, de Manolo, queda envuelto en un halo de sentimientos ambiguos, primero a través de las descripciones de Maruja y luego a través de la propia mirada distorsionada de El Pijoaparte, que no acaba de hacerla suya.

Casi cincuenta años más tarde, me pregunto que habría sido de ellos. Y ya que reivindico el derecho de los lectores a apropiarnos de los personajes que nos llegan al corazón, trato de imaginarlo, como en esos aventis que tanto me gustan. Cuenta Javier Cercas –otro marsista impenitente- que Marsé le confesó que el Pijoaparte habría sido conductor de un coche oficial de un alto cargo de la Generalitat, con cuya mujer la habría puesto cuernos. No veo mejor destino que precisamente ése para Luis Trías de Giralt: al frente de alguna Dirección General como la de, por ejemplo, Patrimonio Cultural o Política Lingüística, desde la que aún estaría en contacto con los hijos de Teresa Serrat, convertidos en tiburones financieros de conglomerados editoriales, mientras su madre aún purga antiguas frustraciones en su villa de Pedralbes. Y puestos a imaginar, quizás no costaría mucho saber que pensarían cada uno de la actualidad convulsa de la sociedad catalana. No he leído que Marsé se haya pronunciando al respecto, pero él, que conoce como nadie a la Barcelona mestiza y cabreada, se pronunció con rotundidad hace tiempo: “No me fío de los nacionalismos ni de sus banderas, no me fío de los himnos, ni de la historia oficial, ni de sus monumentos, ni de su mística patriotera; me parecen formas larvadas de racismo, petulancia y desdicha. En su nombre se dicen sandeces, cuando no se cometen atrocidades.”
En todo caso, rendido después de leer Ultimas tardes con Teresa, yo también me declaro, con el mismo orgullo herido de El Pijoaparte, charnego y marsista recalcitrante.