20 enero, 2013

Los pájaros amarillos


Una de las reglas básicas de la novela es que deben suceder acontecimientos que transformen a sus personajes. Al final de la misma, éstos ya no volverán a ser como eran al principio. Los libros que más nos gustan, los que quedan para siempre en nuestra memoria, son los que tienen la capacidad de hacernos vivir las situaciones que cambian a sus protagonistas. Y no se me ocurre un motor de cambio más potente que una guerra. Nada puede transformar en mayor medida a las personas. Las historias de héroes enfrentados a su destino forman parte del embrión más antiguo de las narraciones orales. Muy probablemente, las que se contaron en las cuevas del paleolítico hablaban de lucha, de caza. Ya en la antigua Grecia se definió la épica como uno de los dos géneros de la poética (el otro, que fue posterior, era la lírica). La primera gran historia: la Ilíada, refleja la guerra de Troya. La Odisea nos cuenta las consecuencias a las que se enfrentan los hombres después del conflicto, las condiciones en las que se produce el regreso a casa.

El cine bélico es un género que ha producido multitud de películas, algunas magníficas mientras que otras eran meros ejercicios de propaganda. De igual forma, hay grandes novelas en las que la guerra está presente en mayor o menor medida. Algunas de las mejores del siglo XIX describen la Europa azotada por las campañas napoleónicas. Guerra y paz de Leon Tolstoi sea quizás una de los mejores exponentes. En una escena de La cartuja de Parma, Stendhal nos dibuja de forma magnífica el caos de una batalla. Su protagonista, Fabrizio del Dongo la vive como en un sueño del que despierta confundido.

La explosión de sentimientos no siempre es fácil de describir. Kurt Vonnegut lo explica en Matadero Cinco a través de una visión surrealista. No encontró otra manera de explicar lo que él mismo había vivido en Dresde, donde estaba prisionero, mientras la ciudad era arrasada por las bombas. Vassili Grossman, del que he hablado varias veces en este blog, lo hace en cambio desde el realismo más absoluto. Como periodista “empotrado” en la vanguardia del Ejército Rojo conoció de primera mano algunos de los mayores sufrimientos de la guerra. Creo que nadie ha explicado mejor que él lo que siente un soldado cuando avanza en una batalla. En una de las escenas más duras de Vida y destino (quizás haya pocas escenas tan dramáticas en la literatura) describe los últimos instantes de las personas que morían en las cámaras de gas (su propia madre murió en un campo de exterminio).

En el segundo capítulo de Expiación, Ian McEwan nos hace vivir las sensaciones de las personas que huían hacia Dunkerke ante el avance alemán al principio de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la trama que cuenta el resto de la novela no ha podido atraparme (nunca he podido acabarla), he releído ese capítulo varias veces, absorto por la capacidad y el oficio que McEwan despliega para describirnos las situaciones. Las mismos sentimientos, pero centrados en el punto de vista de los civiles, lo podemos encontrar en Suite francesa de Irene Nemiroski que describe el pánico de la población que huye de Paris ante el avance nazi que también ella había sufrido. La lista de los escritores que han reflejado los horrores bélicos podría ser muy larga: Ernest Hemingway, Erich Maria Remarque, Norman Mailer, Tim O´Brien son algunos de los más citados.

Los pájaros amarillos de Kevin Powers, actualiza esas vivencias, tan antiguas como la humanidad, en el marco de la Segunda Guerra de Irak. Lo hace desde el punto de vista de Bartle, un soldado de veintiún años que se desliza por la sinrazón del conflicto. Powers pasó un año en Irak en una unidad cuyo trabajo era buscar y desactivar bombas. Su herramienta era una ametralladora que pesaba más de doce kilos y era capaz de disparar casi mil balas por minuto.

Las escenas de su primera novela están a la altura de Grossman. Mientras algunos escribimos sobre la guerra sin tener ni idea de lo que realmente significa, tratando de imaginarla a través de los testimonios de otros, escritores como Grossman o Powers nos cuenta con una enorme sencillez las acciones mas duras, describen la realidad de la guerra porque la conocen desde dentro.

Dibujar la realidad no obliga a ensuciar el estilo. La prosa de Los pájaros amarillos se llena de poesía para pintar los hechos más dramáticos. En esa línea, me recuerda mucho a Luna de lobos de Julio Llamazares. Está llena de imágenes poderosas y como dice Com Toibim en uno de los comentarios que aparecen en la sábana del libro: “está escrita con una intensidad completamente absorbente: cada momento, cada recuerdo, cada objeto, cada movimiento, se ha creado con una concentración intensa y precisa, y un gran sentido de la veracidad”

Kevin Powers es un veterano de la guerra de golfo que parece muy alejado del prototipo que ofrecen las películas americanas. Nacido en una familia de pocos recursos, en la que su abuelo que combatió en la Segunda Guerra Mundial o de su padre que lo hizo en Vietnam, se alistó para que el ejército pagara sus estudios de literatura en la Universidad. Resulta sorprendente el curriculum cuando se lee la poesía y el antibelicismo de su novela. En una reciente entrevista en un periódico español, ante la pregunta sobre cuál era la imagen más difícil de olvidar, su respuesta fue concluyente: “La mirada vacía y perdida de un niño junto al cadáver de su padre.”

Yo que me enfreno a la temeridad de escribir una primera novela, admiro a los escritores que son capaces de atraparnos con su debut. Cuando leí el inicio de Los pájaros amarillos no pude parar de leer:

“La guerra intentó matarnos en primavera. La hierba verdeaba las llanuras de Nínive, el tiempo se volvía más cálido y nosotros patrullábamos las colinas bajas que estaban más allá de las ciudades y de los pueblos. Avanzábamos por ellas y entre los pastos movidos por la fe, abriendo caminos entre el herbazal azotado por el viento como si fuéramos pioneros. Cuando dormíamos, la guerra frotaba sus mil costillas contra el suelo”


08 enero, 2013

Una declaración


Como ya expliqué en otra entrada, la relectura de una novela a menudo aporta la calma que permite reparar en detalles que pudieron pasar desapercibidos la primera vez y que provocan un disfrute mayor de la misma. He vuelto a Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi unos quince años más tarde para certificar la magnífica impresión que me causó entonces. He leído sus ciento setenta y cuatro páginas en un suspiro, en los trayectos de dos días de diciembre en un vagón de cercanías.

Así, el paisaje gris de final de otoño que rodeaba al tren –con sus cielos nublados, las estaciones tristes, los tejados de los suburbios, las fábricas- dio paso al calor del agosto lisboeta de 1.938 y Pereira regresó de entre la brisa atlántica para confirmarse, al menos en mi opinión, como uno de los mejores personajes de la literatura. Me recuerda a otro anciano memorable: el Santiago que Hemingway retrató en El viejo y el mar. De hecho, hay muchos aspectos en los que ambas obras comparten maestría: el tamaño breve; el estilo sobrio, sencillo, con el que atrapan al lector desde el primer párrafo; la rápida empatía que ambos escritores consiguen crear hacia sus protagonistas; los silencios, esa manera pausada con la que acercan al personaje a través de detalles maravillosos, pequeños en muchos casos. En el caso del maduro periodista portugués lo consigue a través de las conversaciones con el retrato de su esposa difunta o la gula imposible de resistir que le lleva a disfrutar esas “omelettes” a las finas hierbas y las limonadas con mucha azúcar del café Orquídea. De hecho, es imposible leer la novela sin que aparezcan unas irrefrenables ganas de comerse una tortilla, de beberse algún refresco o de callejear por Lisboa. De igual forma que es imposible no sentirse cansado ante las cuestas por las que serpentea el tranvía o sentir el “sudario de bochorno” que envuelve la ciudad y “aquel triste cuartucho de Rua Rodrigo da Fonseca, en el que zumbaba un ventilador asmático y donde siempre había olor a frito por culpa de la portera”


Al igual que Santiago en su lucha con el pez, Pereira se transforma a lo largo de las páginas. Y lo va haciendo de la forma que explica en ellas el doctor Cardozo, otro personaje por el que es inevitable sentir simpatía: un nuevo yo hegemónico toma el control de la confederación de almas con el objetivo de cambiar su personalidad y convertir al cansado y gris redactor en un héroe que decide dejar atrás el pasado y tomar partido. Lo hace en una Europa en la que el fascismo se presenta como una amenaza que se va agrandando a través de los pequeños agujeros por los que se cuela en la narración. El agobiante entorno político de la dictadura salazarista se hace cada vez más presente a través de la censura que sufre el protagonista, de las opiniones que le transmite el camarero que cada noche oye las noticias radiofónicas de Londres, de las críticas hacia la barbarie que cometen las tropas franquistas que luchan al otro lado de la frontera -de las que forman parte los voluntarios portugueses del Batallón Viriato- y, finalmente, de la persecución de sufre Monteiro Rossi, el joven ayudante, creador de artículos impublicables, que encarna todo a lo que Pereira renunció y cuya presencia genera el último punto de giro que se ha venido presintiendo a lo largo de la obra, el que hará que Pereira actúe con la complicidad total y absoluta de los sentimientos del lector.

Más allá de la emoción de la historia y la empatía de los personajes, hay otros dos elementos a destacar. El estilo sencillo, siempre con la palabra justa, que traslada la narración de forma directa a la persona que la lee y, sobre todo, la voz narradora: el testigo, presuntamente lejano, objetivo, frio que nos explica los hechos acudiendo con frecuencia a esas dos palabras, sostiene Pereira, que dieron título a la edición española y que se repiten una y otra vez como un mantra que engarza y hace avanzar la trama. El titulo original en italiano, La testimonianza, es toda una declaración, ya que la palabra, que podría traducirse por testimonio, tiene aquí un componente más formal, la intención de dejar constancia, la declaración del testigo, como si de un policía, un juez o un notario se tratara, que decide qué aspectos son relevantes y cuáles deben quedar silenciados

El manejo de los silencios es una de las mayores artes de la novela, también una de las más difíciles. A menudo, los escritores que carecemos de oficio tendemos a explicar demasiados pormenores, inseguros de que nuestro lector pueda entender todo lo que hierve en nuestra cabeza y que no tenemos la habilidad de transmitir.  Un exceso de explicitud puede arruinar una novela, aburrir a quien intenta leerla. La correcta administración de lo que se cuenta, pero también de lo que se silencia, de lo que el lector interpretará al vuelo, en cada caso de forma posiblemente distinta, es lo que genera la tensión necesaria que invita a seguir leyendo. Y también en eso Tabucchi es un maestro, como Hemingway.



Hay magníficos escritores que me resultan pedantes, insoportables cuando opinan sobre el mundo que les ha tocado vivir. Otros, en cambio, se comprometen con la sociedad y eso los acerca, les da una proximidad cómplice. Tabucchi era de los segundos. Nacido en Vecchiano, casi por accidente como explicó en alguna entrevista: "Nací el 24 de septiembre de 1943. Aquella noche los americanos empezaron a bombardear Pisa para liberarla de los nazis. Mi padre, subido en una bici, nos trajo a mi madre y a mí hasta aquí, donde vivían los abuelos", estaba destinado a arremeter contra los políticos fantoches. Criticó a Berlusconi hasta su muerte -que se produjo hace escasos meses-. Los fantoches continuarán existiendo, pero siempre tendremos a Tabucchi y a Pereira para dar un paso al frente y denunciar su mediocridad, para abrirnos una puerta a la esperanza entre la grisura que nunca acaba. Siempre nos quedarán historias con las que soñar y con las que entender mejor las mentiras que nos cuentan. Siempre nos quedará la Lisboa maravillosa de Tabucchi.