05 febrero, 2017

Itinerario triestino

Siete cuarenta y cinco de la mañana. Sábado de enero. Frío. El tren se aleja de la estación de Santa Lucía por el Ponte della Libertà. El sol amanece entre los tejados y los campanarios de Venezia. Mi destino es Trieste. Durante dos horas las llanuras dibujan campos enharinados en las ventanas del vagón. (En la Serenísima había nevado tres días antes de llegar). Las crestas blanquecinas de tierra arada parecen olas con espumas de rocío. Las siluetas de villas imponentes aparecen rodeadas de líneas perfectas, paralelas, de árboles desnudos. La luz del sol se empeña en ascender suavemente, sin prisa.

Me acompaña la lectura de un buen libro. Lo escribió Claudio Magris. Su título: Microcosmos. El primer capítulo describe un café fascinante que quiero visitar. Muchos escritores han hablado de la ciudad. Presiento que ya la conozco sin haberla pisado, pero eso despierta aún más expectación.

Antes de llegar, la silueta blanca del Castillo de Miramare –su nombre lo dice todo- se recorta sobre el azul del Adriático. Fue el retiro temprano de un archiduque austriaco, que según cuentan, amaba a su mujer y la jardinería. Casi sin quererlo acabó siendo Emperador de México. El cargo le duró sólo tres años, hasta que lo fusilaron.

Las vías embocan hacia la estación Trieste Centrale junto a unos enormes edificios portuarios de ladrillo. Tienen la magnificencia extraña del abandono, la decadencia de un imperio olvidado hace tiempo.

Acuciado por el hambre que resuena en el estómago el primer objetivo se antoja delicioso: desayuno en el Caffé Tommaseo. Pero en los viajes siempre aparece lo inesperado, la bendita improvisación que te lleva a cambiar el orden de la ruta imaginada. La puerta abierta de un templo tiene la culpa. El interior de la iglesia de San Nicolás es una cruz griega donde las luces de las velas brillan sobre los mármoles del suelo. Nos invitan a visitar un pequeño museo en la primera planta. Una voluntariosa anciana nos explica con amabilidad en un tosco inglés que la colonia helena tuvo gran importancia hace más de un siglo. Los rostros de los comerciantes, consignatarios y armadores griegos nos miran desde los cuadros.

El Tommaseo respira el encanto nostálgico  de los cafés centroeuropeos. Tomar un capuccino con una deliciosa tarta de riccota reconforta el hambre del madrugón  y prepara el alma para el recorrido por Trieste. La vida en los cafés siempre transcurre más despacio y otorga un punto de calma, tan necesaria para disfrutar del viaje.

Caffé Tommaseo
Volvemos sobre nuestros pasos apenas unas decenas de metros para regresar al Canal Grande, el único que hay en la ciudad. Dos hileras de barcas embarrancadas en el agua baja unen la perspectiva en Ponterrosso, por donde camina la estatua de James Joyce. Al fondo, la iglesia de San Antonio Nuovo recuerda las formas de un templo de la Grecia clásica. A la derecha destacan las cinco cúpulas azules del Templo serbio ortodoxo de San Spiridone.
Canal Grande
La estatua de Umberto Saba gira por la esquina de la calle Dante. Nunca sabremos adónde se dirige, quizás a su antigua librería. Nuestros pasos nos llevan a la Piaza della Borsa y luego al Tergesteo, un decimonónico centro comercial con galerías y cafés. Por allí deambulaban los personajes de Svevo. Uno de ellos, la mujer de Zeno aclaraba que en el lugar “se decían tantas maledicencias como en el salón de una señora”.

Juraría que en cada ciudad italiana existe una Piazza dell’Unità. La de Trieste es majestuosa. Cuentan que es la mayor plaza abierta al mar de Europa. En tres lados de su rectángulo se alzan antiguos palacios (Pallazzo della Luogotenenza Austriaca, Pitteri, Stratti, Modello, del Comune, el Grand Hotel Duchi d'Aosta o el edificio de la compañía de navegación Lloyd). El cuarto se abre al Adriático. “Las gaviotas de Trieste circulan por la calle con una suficiencia de funcionarios austrohúngaros” dice Antonio Muñoz Molina con esa mirada que siempre acierta.
Piazza dell'Unità
Desgranamos los puntos marcados en el mapa. Como la mayoría de los teatros romanos, el de Trieste se levanta sobre una colina. Al final de una escalinata emergen dos iglesias muy diferentes que casi se rozan. El neoclasicismo de Santa Maria Maggiore no puede competir en hermosura con el románico sencillo de la Basílica de San Silvestro, la más antigua de la ciudad. Callejeando ascendemos la colina de San Giusto. Caminamos bajo el Arco de Ricardo, construido en tiempos del emperador Augusto y por donde, según cuenta la leyenda, pasó Ricardo Corazón de León en su regreso de las Cruzadas. En lo alto de la colina nos espera la Cattedrale de San Giusto, donde dos traidores interceptaron el mensaje que llevaba una paloma y acabaron con los sueños de libertad del Conde Sandorf, uno de esos personajes aventureros que imaginó Julio Verne.

El hambre vuelve a apretar. Pasamos junto a la estatua de Svevo en la Piazza Hortis. La Trattoria Nerodiseppia no tiene mesa disponible sin reserva. Toca improvisar más allá de las recomendaciones de las guías. En Marisa disfrutamos  de  dos platos de pasta (ravioli de patate con sugo bianco di salciccia e ricoma y spaggo chitarra con busa di gamberi) y compartimos un plato local de salchicha ahumada con pasado austrohúngaro (wurstel alla piastra con patata in tecia). Con una jarra de vino de la casa y un semefreddo all’ amaretto, la cuenta se queda en poco más de cincuenta euros.

El ansiado Caffe San Marco nos espera para la sobremesa (bit.ly/2jO3WCF)  Más tarde la visita a la ciudad se acaba antes de lo esperado. El Giardino Públicco está cerrado. En la reja un cartel anuncia la causa: “caduta rami”. Ayer sopló la bora –un viento terrible según nos cuentan- y hay ramas caídas. De la Piazza Oberdan no parten los tranvías a Opicina. Nos quedamos sin poder subir al último tranvía híbrido que existe (cuando las pendientes se empinan funciona como un funicular). Así tengo un motivo para regresar a Trieste. Tras dejar a un lado la mayor Sinagoga de Europa regresamos hacia la estación de tren.


Hace más de un siglo, el 2 de julio de 1914, una comitiva fúnebre siguió un recorrido parecido. Dos carrozas –acompañadas de otras siete y escoltadas por oficiales de la armada- llevaron los cuerpos del Archiduque Franz Ferdinand y de su esposa. Habían sido asesinados cinco días antes en Sarajevo. El atentado iba a desencadenar la Primera Guerra Mundial sólo unas semanas más tarde. Sus cuerpos partieron hacia Viena. Trieste estaba triste, en silencio. A nosotros nos espera el Treno Regionale Veloce a Venezia. El silencio de la tarde fría de enero nos acompaña.