12 noviembre, 2012

La voluntad de un pueblo


− ¡Miguel, levántate que ya está el desayuno!
El gorgoteo que hacía el café al subir le había despertado antes de que su mujer le llamara desde la cocina, pero cada día le daba más pereza salir de la cama.
− ¡Vinga. Home que no tenim tot el dia!
Después de treinta y siete años casados, Elisenda le seguía gritando en catalán cuando se enfadaba, pero lo cierto era que tenía todas las horas del día para pensar. La vida se había convertido en una suma de grandes preocupaciones y de placeres minúsculos, donde el sabor del café recién hecho por la mañana era una de las pocas cosas buenas que le quedaban. No había nada como ese olor tan profundo para olvidar por un minuto todos los problemas. Era el único lujo al que se había negado a renunciar cuando, semanas atrás, discutió con su mujer sobre el tema.
−Al menos en esto no compres marca blanca. Prefiero tomarme menos y que sean buenos a beberme esto que no sabe a nada –le dijo enfadado consigo mismo.
Cuando por fin se levantó una luz sucia de otoño entraba por la ventana del salón. Sobre la mesa, le esperaba la tostada con aceite que le había preparado.
−No me gusta que desayunes en pijama. Tú nunca habías sido así.
No sabía de dónde sacaba ella la fortaleza de ánimo.
−Nunca me he rendido y no voy a hacerlo ahora –continuaba mientras se pintaba los ojos frente al espejo del baño.
Desde que la conoció en la fábrica de extrarradio había admirado su determinación y la energía con la que se desenvolvía por la vida. A él, en cambio, los sobres sin abrir encima de la estantería le habían domado el carácter.
Antes de salir, Elisenda se acercó para darle un beso y el aprovecho para pedirle:
−No te olvides de comprarme dos paquetes.
−Sólo quedan veinte euros en el tarro y faltan muchas cosas para comer.
La respuesta no le quitó las ganas de seguir fumando.
−No te preocupes –le dijo ella antes de cerrar la puerta−. Ya me las apañaré para traerte tabaco, pero a cambio, espero que cuando vuelva te hayas afeitado esa barba de varios días. ¡Pinchas!
Cada vez que se quedaba sólo entre las paredes del piso le parecía más pequeño. Le costó muchos años de trabajo pagarlo, pero por un hijo había que hacerlo todo en la vida y no pensó en otra cosa cuando firmó los avales. En la pared aún colgaba su foto con el bonete universitario. Su mayor alegría fue que acabara la carrera. Ese día fue feliz. Tras muchas generaciones de campesinos y obreros, en su familia por fin habría alguien que no tendría que ganarse el pan con las manos.
Después de desayunar necesitaba respirar un poco de aire fresco y se acercó a la ventana. El cielo lluvioso y gris estaba tan triste como su ánimo. En el edificio de enfrente, los Aumatell habían colgado una enorme señera del balcón. Un piso más abajo, los Carmona respondieron con una bandera española en la que destacaba la silueta negra de un toro. Era la única en toda la calle frente a las esteladas de los Freixas, los Guardia y hasta de los Martínez. El otoño había empezado a llevarse las hojas, pero las banderas permanecían, mojadas por el aguacero, como una presencia inquietante.
−Son solo trapos de colores parecidos−pensó−, trapos que no nos llevan a ninguna parte.
Faltaba un día para que vinieran. Aunque no había abierto los sobres, un telegrama se encargó de anunciarlo. Se asomó a la calle. Entonces recordó que la campaña electoral había empezado. En una enorme pancarta que cruzaba la calle un político saludaba con los brazos alzados delante de un mar de banderas.
−La voluntad de un pueblo es no perder su casa –se dijo Miguel mientras miraba con asco su gesto mesiánico.
Luego no quiso mirar al suelo y su cuerpo se hizo aire.

Nota.- Este texto breve servirá de nada, pero me negaba a seguir en silencio.

Según leo en Wikipedia, el Instituto Nacional de Estadística INE dejó de reflejar en 2.010 los datos de los suicidios en nuestro país. El 12 de noviembre de 2.010, hace hoy dos años, se suicidó en L’Hospitalet de Llobregat un hombre de 45 años que iba a ser desahuciado, después de pedir al Ayuntamiento que retrasaran la ejecución porque hacía “mucho frío para estar con la familia en la calle”. En los últimos meses, las cifras de la desgracia han aumentado con una tristeza pavorosa. El 7 de julio, Isabel, una minusválida de Málaga se arrojó desde el undécimo piso de su vivienda. El 23 de octubre un joven de Las Palmas de Gran Canarias se arrojó de un puente después de perder el trabajo y que el banco le comunicara el desahucio. Dos días más tarde, un hombre de 54 años se ahorcó en Granada por el mismo motivo. La semana pasada una edil socialista de Barakaldo se arrojó por la ventana. Tenía 53 años y la comisión judicial iba a echarla de su casa.

Un día más tarde, empezaba la campaña electoral en Catalunya, pero los políticos hablan de cosas que a mí  no me importan. Desde que se inició la crisis se han instruido 350.000 procesos de desahucio. Los gobiernos de Rajoy y Mas no han hecho absolutamente nada para evitar la desgracia y la oposición permanece desnortada. ¿Queremos políticos que rescatan a los bancos y condenan a las personas? ¿De que sirven los derechos nacionales de los países que no piensan antes en los ciudadanos?