26 noviembre, 2010

La banda sonora de mi adolescencia

En la noche del verano del 82 me tuve que conformar por ver por la tele como la basca fue la estrella del estado español. Yo entonces tenía 15 años, demasiado joven para ir a los conciertos multitudinarios en los que Miguel Ríos llenaba los estadios de fútbol. En aquella época era uno de aquellos niños eléctricos de la generación límite, que aún querían cambiar el mundo, iluminados por el amor y los ideales. Con la kefia palestina, de cuadros blancos y negros al cuello, levantábamos el puño con orgullo y gritábamos consignas antinucleares. A los 18 años ejercí por primera vez mi derecho al sufragio para dar un enorme NO a la OTAN (nunca después he votado con tanto convencimiento). En aquellos primeros años de una transición gris, esperábamos el viento del cambio que iba a llevarse ese neón de color rosa que adormecía la ciudad.
Las canciones de Miguel se convirtieron en el himno de nuestra adolescencia. Recuerdo aquellos minúsculos dormitorios, de piso de barrio obrero, en los que nos llegábamos a juntar seis o siete amigos para oír su último vinilo, que algún afortunado había podido comprar o tomarle prestado a su hermano mayor. También recuerdo el primer litro de cerveza que una de aquellas tardes me tomé en Casa Bárcenas; aquellos garitos oscuros de calle Beatas de los que salían las músicas aún más oscuras de Golpes Bajos, Radio Futura, U2 o The Cure; aquellas teterías cercanas a la Alcazaba donde el rock sinfónico de Pink Floyd se entendía mejor al trasluz de las nubes de humo de maría que alguien fumaba a mi lado; las largas tardes del invierno malagueño que aprendíamos a estirar con una sola cerveza, en las mesas rodeadas de toneles de El Pimpi.
Me fui haciendo mayor, pero nunca fui a un concierto de Miguel. Tal vez no tuviera el dinero para pagar la entrada. Lo cierto es que tenía que oír con envidia como todos los demás narraban hasta el más pequeño detalle de sus actuaciones y como corrían a comprar todos sus discos. Hay cantantes, actores, escritores a los que nunca conocemos, peros sus canciones, sus películas, sus libros llegan a formar una parte tan importante de nuestras vidas, que se convierten en parte de ellas, en figuras cotidianas con las que vamos creciendo, como un primo o un vecino al que vemos viendo periódicamente, al que siempre volvemos. Pero el tiempo pasa inexorable, las amistades de la infancia se van perdiendo por los caminos de la vida. Los listines de teléfonos se pierden con las mudanzas que nos llevan por diferentes ciudades y también las canciones entran formar parte del recuerdo, se duermen por los cajones del olvido.
Hace varias semanas, el suplemento dominical de El País publicó un artículo sobre el primer concierto Bye Bye Rios, su gira de despedida. Días más tarde aparecía un CD con las canciones de ese concierto. El radioCD de mi coche y mi ipod, acostumbrados a músicas tranquilas, oídas a bajo volumen, no estaban acostumbrados a los decibelios de Antinuclear o Maneras de vivir a toda caña. Hasta mi hija Paula, de 5 años, me pedía desde la sillita del asiento trasero del coche que volviera a poner otra vez más Bienvenido, (se me cae la baba cuando la veo cantar esa canción). Entonces decidí que tenía una deuda pendiente con Miguel y que esta vez, aunque fuera en el último minuto pensaba cumplir.
El viento del cambio sopló entre las ramas, deshojándolas de esperanzas. El fin del milenio pasó, pero la realidad tirana sigue riéndose de nosotros a carcajadas. Ya no queda rastro de los viejos sueños y los poster del Che pasaron de moda hace mucho tiempo. Pero anoche, una legión de viejos rockeros, muchos de ellos pasando la cincuentena, estaban en el Palau Sant Jordi para despedirse de Miguel. Allí no estaban Javi, Becerra, Alonso, Avilés, Paco ni Carlitos, aunque estoy seguro de que todos ellos habrán estado en Málaga en alguno de sus conciertos. En aquellos años no tuve una compañera que me quisiera por encima de todo. Anoche allí estaba Laura para abrazarnos a ritmo del soul, del blues, del rock que destilaban las canciones de Miguel. Con una profesionalidad y una dignidad a la altura de su persona, se estaba despidiendo en el momento adecuado mientras todos le aplaudiamos. Como dijo Manolo García después de su canción, los grandes no se van nunca. Sus canciones forman ya parte de la banda sonora de mi vida, me humedecieron los ojos y me trajeron los recuerdos adolescentes que ahora escribo. Con la estrofa de su última canción supe que había cumplido la deuda que tenía pendiente. Hasta siempre Miguel!

23 noviembre, 2010

Las cinco mil visitas

Cuando hace unos meses comencé a despertar a algunos de mis viejos escritos del cajón del olvido, no imaginaba que el blog, que empezaba temerosamente a escribir, alcanzaría las cinco mil visitas. En aquel momento, ni siquiera había decidido aún escribir la novela que llevaba dando vueltas en mi cabeza desde que era casi un niño. Con el paso del tiempo, ambos han ido avanzando por caminos paralelos, pero necesarios. De hecho, la investigación para novela me ha suministrado la materia prima que ha acabado por monopolizar el contenido del blog, pero ha sido al escribir estas historias que cuelgo de internet, cuando me he liberado de la enorme presión que supone escribir un libro.
El profesor de mi curso de novela dijo, en la clase del último sábado, que el escritor que tiene un buen principio y un buen final ya lo tiene casi todo. Lo comparó con los músicos de jazz que pueden llegar a improvisar grandes momentos a partir de un punto de partida y un cierre brillantes. Cuando lo oí no pude dejar de sonreír. La historia que encontré en el consejo de guerra de mi abuela, el sufrimiento que cuenta su informe penitenciario, los detalles sobre la Guerra de Cuba y la tercera Guerra Carlista que narra el expediente militar de mi tatarabuelo, los silencios que no explica la ficha con la que los vencedores clasificaron a mi abuelo tras su derrota en el 39… me han ofrecido una gran cantidad detalles novelescos, que constituyen un magnífico material literario con los que construir una trama. Tengo un principio vigoroso y una historia repleta de acción hasta el final… pero no tengo nada.
Sin la voz adecuada para contarlo no tengo nada. Sin el punto de vista que me acerque a los personajes no puedo hacérselos sentir al lector. Sin un estilo con el que envolver lo que quiero contar no puedo generar adicción por la lectura. El andamiaje sobre el que se construye una novela resulta extremadamente difícil. Es, en esa constante búsqueda, donde se encuentra el sufrimiento y sin sufrimiento no hay novela. Por eso, la escritura del blog me resulta liberadora. Libre de miedos, puedo engañar al papel en blanco para contar algunas de esas historias sin las ataduras que sufro cuando trato de esbozar el inicio de un capítulo. Sin las limitaciones de la trama, en la que no tenían cabida las historias paralelas de otros personajes que vivieron en aquel contexto histórico, me puedo permitir contar detalles de las biografías de personas apasionantes sobre las que me apetecía escribir. Así ha ido pasando el tiempo hasta alcanzar la 109ª entrada que va a representar este texto y, lo más importante, las 5.000 visitas que han entrado a leer cualquiera de ellos en los últimos catorce meses. Es una cifra muy modesta. Hay blogs que cuentan con decenas de miles de visitas diarias. Pero a para mí es un honor que mis amigos y todos aquellos a los que google les ha acabado arrojando a la arena de la playa de dormidasenelcajondelolvido lo hayan hecho posible.
Por ello y para celebrarlo, quiero colgar aquí hoy un pequeño texto que forma parte de ese andamiaje tan complejo que trato de levantar. Más allá de los hechos históricos está la imaginación, la capacidad para novelar lo que muy probablemente ni siquiera ocurrió, para inventar una escena que ayude a atrapar al lector. La investigación histórica me aportó un dato real: la llegada del cinematógrafo a Málaga a finales de 1.896, la enorme expectación que generó el nuevo invento entre todas las clases sociales de la ciudad, sus primeras proyecciones en cafés y en barracones de feria. Fue entonces cuando decidí que una de las cosas que más desearía mi bisabuela compartir con su padre, a su regreso de aquella guerra caribeña y lejana, sería que le acompañara en su primera sesión del cinematógrafo. En ese momento de inspiración en mitad de ninguna parte, en la que un músico de jazz es capaz de crear un momento único, yo escribí unas líneas que no me acaban de gustar, pero que el tamiz del tiempo acabará por reflejar en la novela…
Antonia entró en aquel barracón con la expectación propia de quien se sumerge en un mundo nuevo que recordará toda la vida. Una vez dentro, le sorprendieron las filas de sillas alineadas, que ya estaban ocupadas en su mayoría por un público tan inquieto como ella y que sólo compartía un deseo: que empezara la función. Cuando las lámparas de la sala se apagaron, los asientos crujieron y un misterioso silencio se apropió del lugar, que más parecía un templo a la espera de un milagro. Entonces apareció un haz de luz blanca, en el que viajaban cientos de diminutas motas de polvo. Al llegar a la pantalla comenzó, como por arte de magia, a proyectar imágenes. Sobre la tela apareció entonces una multitud de personas, que caminaban deprisa, con unos movimientos extraños y desacompasados. Los tranvías circulaban en todas las direcciones por las amplias avenidas de lo que se adivinaba una gran ciudad extranjera, tan diferente a lo que ella había conocido, tan hermosa como lo que nunca llegaría a conocer. En ese momento, su padre, en cuyo corazón latía la misma admiración por ese invento nuevo, pudo comprobar cómo, entre el universo oscuro de las sombras, los ojos de su hija se agrandaban como platos. La sesión duró apenas unos minutos que a Antonia le pasaron con la velocidad de un relámpago, pero que, luego el recuerdo se encargaría de alargar como hace siempre con las cosas que nos gustan demasiado. […] Luego el recinto quedó a oscuras por unos segundos, los que tardaron en encender las lámparas de nuevo y Antonia, […] descubrió que su padre continuaba a su lado y le abrazó con la fuerza de quien ha recuperado para siempre a alguien muy querido.

09 noviembre, 2010

Las mentiras de Ratzinger

A menudo las personas y los colectivos tienden a reinterpretar la historia conforme a sus intereses y tratan de imponer a la sociedad una visión reinventada de la realidad de los hechos. El pasado fin de semana, el Papa Benedicto XVI, trató de realizar este ejercicio de confusión con sus críticas a la Segunda República Española, a la calificaba como anticlerical. No es nada nuevo. La dictadura franquista se dedicó durante cuarenta años a desprestigiar el esfuerzo de modernización realizado por algunos de los gobiernos republicanos y aún hoy, bastantes políticos y medios de comunicación, que en privado sienten nostalgia del franquismo, lo expresan públicamente en sus críticas, más o menos veladas, hacia el legado de la vieja república.
Las palabras del nazi Ratzinger son una inmensa calumnia. Habría que aclarar ante todo que el calificativo nazi es totalmente preceptivo, ya que es una verdad irrefutable que el actual Benedicto XVI militó en las juventudes hitlerianas. Desde su visión nacional católica, compartida por la jerarquía de la iglesia, tanto española como vaticana, y jaleada por algunos políticos conservadores de nuestro país, trata de hacernos creer que la Segunda República Española, al igual que el actual Gobierno Español son anticlericales.
En 1.931, la llegada de la República, fue recibida con entusiasmo por una buena parte de la población española, que consideraba que sería el motor para modernizar el país del atraso atávico en el que se encontraba. Rápidamente se acometieron varias reformas de gran calado, que se encontrarían con la oposición frontal de las clases dirigentes, que hicieron todo lo posible por frenar los cambios que podían atacar sus prebendas históricas. Por un lado, se inició una reforma agraria que pretendía la explotación y modernización de enormes extensiones que estaban siendo infrautilizadas por diferentes motivos, al mismo tiempo que trataba de ofrecer mejores condiciones de vida a amplios grupos de población, formados por campesinos pobres. Las clases latifundistas hicieron que esta reforma embarrancara en aspectos burocráticos y que los gobiernos conservadores del bienio negro acabaran de finiquitar. Se intentó una reforma militar que adaptara el viejo ejército colonial a las necesidades del momento. Se trataba de cambiar unas fuerzas armadas anticuadas, poco operativas y con un exceso de oficiales y una falta de medios modernos. Los mandos militares se enfrentaron frontalmente a esta reforma. También se intentó una reforma religiosa que adecuara el Estado al carácter laico que le quería imprimir la Republica. Se aprobó el matrimonio civil y el divorcio y se crearon miles de escuelas públicas, que rompían con el monopolio de facto que ejercía la iglesia católica sobre la educación, adecuando la misión y la visión de la misma a los principios de ciencia y razón que debían modernizar el país y que superara los tabús de la enseñanza exclusivamente religiosa que, durante siglos, habían sumido a España en un retraso frente a sus países vecinos. También aquí el gobierno republicano se topó con una oposición poderosa: la de la Iglesia.
Latifundistas, militares y religiosos no estaban dispuestos a permitir que un gobierno, democráticamente elegido por el pueblo, limitara sus poderes heredados durante siglos y conspiraron estrechamente para acabar, por las armas si fuera necesario, con esa democracia.
Es cierto que el gobierno no fue suficientemente hábil para desarrollar las reformas y también es cierto que durante los primeros meses de la Guerra Civil tampoco supo erradicar los fuertes brotes de anticlericalismo, que derivaron en quemas de iglesias y asesinatos de religiosos, pero no es menos cierto que la Iglesia Católica (o al menos su jerarquía) se puso del lado del dictador y de su cruzada y que, durante décadas, lo recibió bajo palio en sus recintos, sin importarte la falta de justicia, de democracia y de derechos civiles del pueblo.
No debemos confundir laicidad con anticlericalismo. No debemos dejar que nos confundan las mentiras de aquellos que no son fieles a la historia, ni de todos aquellos que forman parte del coro de los que, con sus gritos, quieren obligarnos a rezar.

01 noviembre, 2010

La vida y el destino

La vida fluye y van apareciendo, casi por sorpresa o por casualidad, aquellos recuerdos que permanecen: una amistad, una melodía, un verso, una película, una novela. Hace ahora unos tres años, la radio hablaba maravillas sobre un libro de un escritor casi desconocido. Mi curiosidad se interesó por el autor y su bibliografía, descubriendo la unanimidad de las críticas, que lo catalogaban como una obra maestra, pero lo que más me llamó la atención fue la biografía del novelista y la propia historia de su obra. Vasili Grossman, ruso, de origen judío, cubrió como reportero de guerra algunos de los acontecimientos más importantes de la Segunda Guerra Mundial. Los más altos gerifaltes soviéticos, incluidos el Gran Padre Stalin, leían sus crónicas para el Estrella Roja, donde recogía los detalles de la batalla de Stanligrado y del avance ruso hacia la toma de Berlín. Fue el primer periodista en entrar en un campo de concentración y en describir lo que allí se encontró, llegando a conocer de primera mano las mayores atrocidades de la guerra. Años más tarde, decidió reescribir todo aquello, esta vez despojándolo de la propaganda del régimen, en una novela: Vida y destino.
Nunca llegaría a verla publicada. La censura estalinista no podía permitir que se contara la verdad de aquellos dramáticos hechos. Desde el Kremlin, como en todas las dictaduras, se estaba reescribiendo la historia, ocultando las barbaridades que Stalin había ordenado hacer contra su propio pueblo. Grossman tuvo la tenacidad, el valor y el genio para acabarla. Probablemente todas las desgracias que vio, su propia madre murió por su condición de judía, le espolearon a contarlo y a hacerlo de una forma memorable. La existencia de la propia novela es, en sí misma, novelesca. El KGB, incluso después de la muerte de Stalin, requisó las copias manuscritas, pero una de ellas, microfilmada, consiguió salir al extranjero y acabaría siendo publicada en occidente cuando su autor ya estaba muerto. En España apareció en los años ochenta, pero pasó inadvertida. Al parecer se tradujo, como tantas otras obras rusas del siglo XIX, de la edición francesa y la calidad de la traducción no estuvo a la altura del original. Además en la España de los primeros años de la transición no estaba de moda, la literatura crítica con el comunismo. Grossman había sido un comunista convencido, que se horrorizó cuando el régimen soviético descubrió su cara más siniestra, su antisemitismo y toda la locura totalitaria hacia la que derivó.
Las críticas, la personalidad del autor, la propia historia de la novela, me empujaron a comprar el libro, pese a que a mí me producen pánico las obras que superan el millar de páginas. Aunque al principio quedé desbordado por las descripciones de algunas escenas, me resultó imposible seguir la trama. Ciento setenta personajes, la mayoría de apellidos rusos difíciles de pronunciar y mucho más de recordar, construían, a través de la mirada coral, un puzle grandioso. Pero hay lecturas que necesitan de su tiempo, del contexto exacto donde aposentarse y Vida y destino no es un libro que pueda leerse con el ritmo lento que marca el cansancio de las noches, tras un largo día de trabajo. Después de alcanzar el centenar de páginas, con muchos esfuerzos por vencer al sueño, levanté la bandera blanca de mi rendición. Hace dos veranos, con las horas necesarias para retomar su lectura, decidí volver a intentarlo. Pero el calor del estío a veces solicita lecturas más ligeras y me sumergí en la trilogía de Larsson, adorada por muchos, aunque no sea del paladar de algunos lectores que se consideran así mismo sibaritas. Hace unos meses leí una crítica, del hoy premio Nobel Vargas Llosa, defendiendo la magnífica creación de personajes de las tres novelas de Milenium, pero ése es otro tema.
Pese a mis dos fracasos, había leído algunos pasajes de una tensión narrativa difícil de alcanzar, que presagiaban que Vida y destino iba a ser un libro que quedaría en mi recuerdo. Y a la tercera fue la vencida. Hace unos días pude alcanzar 1.104 páginas el final de la novela. Ya mucho antes, había quedado para siempre rendido a la capacidad de recrear escenas de Grossman. Es verdad no siempre consigue, a lo largo de su extensa duración, mantener el ritmo, que me ha sido imposible profundizar en bastantes de las muchas subtramas en las que se divide, y que incluso, en varias ocasiones, me vi obligado a pasar de golpe decenas de páginas, pero muchas de las que componen este libro forman parte de la mejor literatura que se ha escrito.
Grossman es ante todo un magnifico constructor de escenas y hay muchas a lo largo de toda la novela que cosen una historia majestuosa, la de todo un pueblo, la de un enorme país entero, la de una guerra inabarcable. Logra, a través de un mosaico de miradas, la de los grandes generales, pero sobre todo, la de los personajes más anónimos, levantar una compleja obra de ingeniería literaria, pero lo hace desde los sentimientos más primarios de sus personajes, que se ven obligados a sobrevivir en el paisaje, probablemente más hostil que nunca se haya descrito. La carta imposible con la que la madre judía se despide de su hijo minutos antes de abandonar el ghetto, la soledad de los soldados que avanzan en el combate, el paisaje dantesco de una Stalingrado agonizante, pero no vencida, el heroísmo de los soldados soviéticos que hacen de su supervivencia su victoria, la vileza inhumana de los generales que les empujan al matadero, el rigor científico con el que los nazis engranan la maquinaria de la muerte, la escena en la que el jefe de la Gestapo brinda por el trabajo de construcción realizado en los campos de concentración, las purgas y las persecuciones que florecen con la paranoia del estalinismo, los sentimientos contradictorios de los judíos que forman parte del comando que colabora en el proceso de exterminio de su religión, el frio que congela los cuerpos de los soldados alemanes en su derrota…. son tantas las escenas imborrables! Pero hay una de ellas, que es imposible olvidar y que se va construyendo en varias fases a lo largo de los capítulos, la que trasporta a Sofia Osipovna en unos vagones abarrotados de hambre y de miedo, la lleva hasta el campo de concentración, y la conduce, mientras suena la banda de música, hacia la cámara de gas, la que desnuda a cientos de cuerpos como si fueran uno sólo, la que describe el último suspiro del aire que contiene el gas por el que entra la muerte.
Vida y destino es un alegato contra el dolor y contra la barbarie, una diatriba contra todo tipo de totalitarismo. En una escena, un miembro de la brutal SS le confiesa a un prisionero ruso su fascinación por el régimen soviético, porque ambos están construidos sobre los mismos cimientos de destrucción moral. La historia real se encargaría de demostrarlo sólo unos años más tarde de cuando se narran los hechos.
Muchas son las cosas que un escritor novel puede aprender de Vasili Grossman, de todas ellas la que a mí más me fascina es la del novelista capaz de escribir, mientras pensaba que probablemente todo sería inútil, que aquella novela tan magnífica que estaba escribiendo, no vería nunca la luz, que los lectores no podrían saber la verdad de los hechos que él había vivido en primera persona y que no necesitaba inventar, ficcionar, porque aquella historia era verdadera. Su dolorosa experiencia es el mejor ejemplo de la pasión por escribir más allá de la incierta publicación. A fin de cuentas, el éxito, en muchas ocasiones, no es más que un capricho del destino y de la vida.