A menudo las personas y los colectivos tienden a reinterpretar la historia conforme a sus intereses y tratan de imponer a la sociedad una visión reinventada de la realidad de los hechos. El pasado fin de semana, el Papa Benedicto XVI, trató de realizar este ejercicio de confusión con sus críticas a la Segunda República Española, a la calificaba como anticlerical. No es nada nuevo. La dictadura franquista se dedicó durante cuarenta años a desprestigiar el esfuerzo de modernización realizado por algunos de los gobiernos republicanos y aún hoy, bastantes políticos y medios de comunicación, que en privado sienten nostalgia del franquismo, lo expresan públicamente en sus críticas, más o menos veladas, hacia el legado de la vieja república.
Las palabras del nazi Ratzinger son una inmensa calumnia. Habría que aclarar ante todo que el calificativo nazi es totalmente preceptivo, ya que es una verdad irrefutable que el actual Benedicto XVI militó en las juventudes hitlerianas. Desde su visión nacional católica, compartida por la jerarquía de la iglesia, tanto española como vaticana, y jaleada por algunos políticos conservadores de nuestro país, trata de hacernos creer que la Segunda República Española, al igual que el actual Gobierno Español son anticlericales.
En 1.931, la llegada de la República, fue recibida con entusiasmo por una buena parte de la población española, que consideraba que sería el motor para modernizar el país del atraso atávico en el que se encontraba. Rápidamente se acometieron varias reformas de gran calado, que se encontrarían con la oposición frontal de las clases dirigentes, que hicieron todo lo posible por frenar los cambios que podían atacar sus prebendas históricas. Por un lado, se inició una reforma agraria que pretendía la explotación y modernización de enormes extensiones que estaban siendo infrautilizadas por diferentes motivos, al mismo tiempo que trataba de ofrecer mejores condiciones de vida a amplios grupos de población, formados por campesinos pobres. Las clases latifundistas hicieron que esta reforma embarrancara en aspectos burocráticos y que los gobiernos conservadores del bienio negro acabaran de finiquitar. Se intentó una reforma militar que adaptara el viejo ejército colonial a las necesidades del momento. Se trataba de cambiar unas fuerzas armadas anticuadas, poco operativas y con un exceso de oficiales y una falta de medios modernos. Los mandos militares se enfrentaron frontalmente a esta reforma. También se intentó una reforma religiosa que adecuara el Estado al carácter laico que le quería imprimir la Republica. Se aprobó el matrimonio civil y el divorcio y se crearon miles de escuelas públicas, que rompían con el monopolio de facto que ejercía la iglesia católica sobre la educación, adecuando la misión y la visión de la misma a los principios de ciencia y razón que debían modernizar el país y que superara los tabús de la enseñanza exclusivamente religiosa que, durante siglos, habían sumido a España en un retraso frente a sus países vecinos. También aquí el gobierno republicano se topó con una oposición poderosa: la de la Iglesia.
Latifundistas, militares y religiosos no estaban dispuestos a permitir que un gobierno, democráticamente elegido por el pueblo, limitara sus poderes heredados durante siglos y conspiraron estrechamente para acabar, por las armas si fuera necesario, con esa democracia.
Es cierto que el gobierno no fue suficientemente hábil para desarrollar las reformas y también es cierto que durante los primeros meses de la Guerra Civil tampoco supo erradicar los fuertes brotes de anticlericalismo, que derivaron en quemas de iglesias y asesinatos de religiosos, pero no es menos cierto que la Iglesia Católica (o al menos su jerarquía) se puso del lado del dictador y de su cruzada y que, durante décadas, lo recibió bajo palio en sus recintos, sin importarte la falta de justicia, de democracia y de derechos civiles del pueblo.
No debemos confundir laicidad con anticlericalismo. No debemos dejar que nos confundan las mentiras de aquellos que no son fieles a la historia, ni de todos aquellos que forman parte del coro de los que, con sus gritos, quieren obligarnos a rezar.
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