La vida fluye y van apareciendo, casi por sorpresa o por casualidad, aquellos recuerdos que permanecen: una amistad, una melodía, un verso, una película, una novela. Hace ahora unos tres años, la radio hablaba maravillas sobre un libro de un escritor casi desconocido. Mi curiosidad se interesó por el autor y su bibliografía, descubriendo la unanimidad de las críticas, que lo catalogaban como una obra maestra, pero lo que más me llamó la atención fue la biografía del novelista y la propia historia de su obra. Vasili Grossman, ruso, de origen judío, cubrió como reportero de guerra algunos de los acontecimientos más importantes de la Segunda Guerra Mundial. Los más altos gerifaltes soviéticos, incluidos el Gran Padre Stalin, leían sus crónicas para el Estrella Roja, donde recogía los detalles de la batalla de Stanligrado y del avance ruso hacia la toma de Berlín. Fue el primer periodista en entrar en un campo de concentración y en describir lo que allí se encontró, llegando a conocer de primera mano las mayores atrocidades de la guerra. Años más tarde, decidió reescribir todo aquello, esta vez despojándolo de la propaganda del régimen, en una novela: Vida y destino.
Nunca llegaría a verla publicada. La censura estalinista no podía permitir que se contara la verdad de aquellos dramáticos hechos. Desde el Kremlin, como en todas las dictaduras, se estaba reescribiendo la historia, ocultando las barbaridades que Stalin había ordenado hacer contra su propio pueblo. Grossman tuvo la tenacidad, el valor y el genio para acabarla. Probablemente todas las desgracias que vio, su propia madre murió por su condición de judía, le espolearon a contarlo y a hacerlo de una forma memorable. La existencia de la propia novela es, en sí misma, novelesca. El KGB, incluso después de la muerte de Stalin, requisó las copias manuscritas, pero una de ellas, microfilmada, consiguió salir al extranjero y acabaría siendo publicada en occidente cuando su autor ya estaba muerto. En España apareció en los años ochenta, pero pasó inadvertida. Al parecer se tradujo, como tantas otras obras rusas del siglo XIX, de la edición francesa y la calidad de la traducción no estuvo a la altura del original. Además en la España de los primeros años de la transición no estaba de moda, la literatura crítica con el comunismo. Grossman había sido un comunista convencido, que se horrorizó cuando el régimen soviético descubrió su cara más siniestra, su antisemitismo y toda la locura totalitaria hacia la que derivó.
Las críticas, la personalidad del autor, la propia historia de la novela, me empujaron a comprar el libro, pese a que a mí me producen pánico las obras que superan el millar de páginas. Aunque al principio quedé desbordado por las descripciones de algunas escenas, me resultó imposible seguir la trama. Ciento setenta personajes, la mayoría de apellidos rusos difíciles de pronunciar y mucho más de recordar, construían, a través de la mirada coral, un puzle grandioso. Pero hay lecturas que necesitan de su tiempo, del contexto exacto donde aposentarse y Vida y destino no es un libro que pueda leerse con el ritmo lento que marca el cansancio de las noches, tras un largo día de trabajo. Después de alcanzar el centenar de páginas, con muchos esfuerzos por vencer al sueño, levanté la bandera blanca de mi rendición. Hace dos veranos, con las horas necesarias para retomar su lectura, decidí volver a intentarlo. Pero el calor del estío a veces solicita lecturas más ligeras y me sumergí en la trilogía de Larsson, adorada por muchos, aunque no sea del paladar de algunos lectores que se consideran así mismo sibaritas. Hace unos meses leí una crítica, del hoy premio Nobel Vargas Llosa, defendiendo la magnífica creación de personajes de las tres novelas de Milenium, pero ése es otro tema.
Pese a mis dos fracasos, había leído algunos pasajes de una tensión narrativa difícil de alcanzar, que presagiaban que Vida y destino iba a ser un libro que quedaría en mi recuerdo. Y a la tercera fue la vencida. Hace unos días pude alcanzar 1.104 páginas el final de la novela. Ya mucho antes, había quedado para siempre rendido a la capacidad de recrear escenas de Grossman. Es verdad no siempre consigue, a lo largo de su extensa duración, mantener el ritmo, que me ha sido imposible profundizar en bastantes de las muchas subtramas en las que se divide, y que incluso, en varias ocasiones, me vi obligado a pasar de golpe decenas de páginas, pero muchas de las que componen este libro forman parte de la mejor literatura que se ha escrito.
Grossman es ante todo un magnifico constructor de escenas y hay muchas a lo largo de toda la novela que cosen una historia majestuosa, la de todo un pueblo, la de un enorme país entero, la de una guerra inabarcable. Logra, a través de un mosaico de miradas, la de los grandes generales, pero sobre todo, la de los personajes más anónimos, levantar una compleja obra de ingeniería literaria, pero lo hace desde los sentimientos más primarios de sus personajes, que se ven obligados a sobrevivir en el paisaje, probablemente más hostil que nunca se haya descrito. La carta imposible con la que la madre judía se despide de su hijo minutos antes de abandonar el ghetto, la soledad de los soldados que avanzan en el combate, el paisaje dantesco de una Stalingrado agonizante, pero no vencida, el heroísmo de los soldados soviéticos que hacen de su supervivencia su victoria, la vileza inhumana de los generales que les empujan al matadero, el rigor científico con el que los nazis engranan la maquinaria de la muerte, la escena en la que el jefe de la Gestapo brinda por el trabajo de construcción realizado en los campos de concentración, las purgas y las persecuciones que florecen con la paranoia del estalinismo, los sentimientos contradictorios de los judíos que forman parte del comando que colabora en el proceso de exterminio de su religión, el frio que congela los cuerpos de los soldados alemanes en su derrota…. son tantas las escenas imborrables! Pero hay una de ellas, que es imposible olvidar y que se va construyendo en varias fases a lo largo de los capítulos, la que trasporta a Sofia Osipovna en unos vagones abarrotados de hambre y de miedo, la lleva hasta el campo de concentración, y la conduce, mientras suena la banda de música, hacia la cámara de gas, la que desnuda a cientos de cuerpos como si fueran uno sólo, la que describe el último suspiro del aire que contiene el gas por el que entra la muerte.
Vida y destino es un alegato contra el dolor y contra la barbarie, una diatriba contra todo tipo de totalitarismo. En una escena, un miembro de la brutal SS le confiesa a un prisionero ruso su fascinación por el régimen soviético, porque ambos están construidos sobre los mismos cimientos de destrucción moral. La historia real se encargaría de demostrarlo sólo unos años más tarde de cuando se narran los hechos.
Muchas son las cosas que un escritor novel puede aprender de Vasili Grossman, de todas ellas la que a mí más me fascina es la del novelista capaz de escribir, mientras pensaba que probablemente todo sería inútil, que aquella novela tan magnífica que estaba escribiendo, no vería nunca la luz, que los lectores no podrían saber la verdad de los hechos que él había vivido en primera persona y que no necesitaba inventar, ficcionar, porque aquella historia era verdadera. Su dolorosa experiencia es el mejor ejemplo de la pasión por escribir más allá de la incierta publicación. A fin de cuentas, el éxito, en muchas ocasiones, no es más que un capricho del destino y de la vida.
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