20 marzo, 2013

El final de la huída


En la madrugada del 11 de febrero de 1.937, después de varios días de huida a pie por la carretera que llevaba hacia Almería, los miles de refugiados que habían logrado escapar de la persecución del ejército nacional vieron a los primeros soldados republicanos. Hasta ese momento, nadie había frenado al enemigo que había avanzado sin oposición por todos los pueblos de la costa. Vélez, Nerja, Almuñécar, Motril habían caído sin ninguna resistencia. Durante todo ese tiempo los refugiados, la mayoría de los cuales eran mujeres y niños, habían sido masacrados sin piedad por la aviación alemana e italiana y por los barcos franquistas.

Las primeras luces de la treintena de camiones aparecieron entre la oscuridad de la noche en la larga recta que venía de Adra. En su interior viajaban los soldados, algunos muy jóvenes, que se dirigían hacia la primera línea de combate a detener la ofensiva. Se trataba del Batallón Chapaiev de la XIII Brigada Internacional. El Gobierno de la República, que reaccionó muy tarde ante el drama humanitario que representó la caída de Málaga, dio la orden para que se movilizaran desde su base en Albacete y llegaran, con la mayor rapidez posible, a un frente que se había desplomado sin apenas resistencia.
Bridagistas suizos en Albacete
Entre aquellos hombres se encontraba un joven de apenas dieciséis años. Había mentido sobre su edad para poder entrar en España y participar en la Guerra Civil. Su familia tenía un café en el Cantón de Tesino, la Suiza italiana. El joven Eolo Morenzoni fue uno de los 850 brigadistas suizos que vino a nuestro país a combatir contra el fascismo. Como otros idealistas de muchos países, sabía que la primera batalla contra el totalitarismo que amenazaba Europa se estaba librando en España. Antes de partir desde Ginebra hacia Girona dejo una carta para sus padres

"Queridos padres, no puedo hacer otra cosa; tengo que escuchar la llamada de mi corazón. Debo viajar a España para luchar, para poner todo mi valor y todo lo que recibí de vuestro amor al servicio de la causa. Os agradezco de todo corazón lo que habéis hecho por mí. Algún día podré devolveros lo que me disteis. Sé que soy joven pero, ¿por eso tendría que perder mi tiempo y mi juventud en Tesino? Haré que os sintáis orgullosos de mí. Perdonad mis errores y mis faltas. No penséis que nadie me llenó la cabeza de pájaros, lo que hago es por mis convicciones. En vez de expresarme con la pluma, me siento en la obligación de combatir a los traidores con un fusil o una ametralladora. Os informaré de cómo van las cosas. Hasta la vista. Eolo"


Los refugiados por fin pudieron respirar tranquilos. El Batallón Chapaiev detuvo el avance adversario. Para entonces, Franco había logrado todos los objetivos fijados: la provincia de Málaga estaba bajo su poder y el nuevo frente quedó estabilizado más allá de Motril, a la altura de Casteldelferro. No le interesaba continuar avanzando porque, en ese momento, tenía intereses más importantes en torno a Madrid  y en el frente Norte.

La XIII Brigada Internacional fue la que tuvo mayor movilidad durante la guerra y participó en numerosas batallas: Guadalara, Brunete, Teruel, el Ebro. Sus últimos integrantes se retiraron hacia la frontera francesa en enero de 1.939 ante la inminente caída de Barcelona. Antes se alojaron durante unos días en La Garriga. La aviación franquista justificó el bombardeo sobre ese pueblo –del que hablé en otra entrada en este blog- con el falso argumento de que iba dirigido hacia la Brigada, aunque lo había abandonado varios días antes.

Eolo Morenzoni salió de nuestro país en abril de 1.938, tras la desmovilización de las Brigadas Internacionales. Al día siguiente de llegar a Suiza fue detenido. El gobierno helvético tenía ciertas simpatías por los nazis -fue el primer país democrático en reconocer al régimen de Franco- y muchos de los brigadistas suizos se enfrentaron a penas de prisión o fueron condenados a un oscuro ostracismo. De los 850 que vinieron a combatir en España, 185 se dejaron la vida sobre nuestro suelo. El estigma sobre los voluntarios se mantuvo durante más de setenta años, hasta que el Consejo Nacional (el equivalente a nuestro Congreso de Diputados) aprobó en diciembre de 2.008 una ley para rehabilitarlos. Para entonces sólo sobrevivían cinco brigadistas suizos. Uno de ellos, Eolo, en una entrevista publicada por el diario El País contestó: "No me gusta contar batallitas, yo no soy un deportista ni un héroe. Sólo fui un combatiente por una causa justa en un momento preciso y con una realidad política determinada". Eolo murió en junio de 2.011.

Eolo Morenzoni
Ahora que escribo la última escena del capítulo siete de mi novela, he tratado de imaginar lo que debieron sentir los refugiados –entre los que se encontraban miembros de mi familia- cuando vieron llegar por fin a los soldados en mitad de la noche, también las impresiones que éstos se llevaron desde el interior de los camiones al ver la multitud en desbandada. Este texto es un pequeño homenaje para todos ellos.

Algunos de los últimos testimonios de los brigadistas suizos fueron grabados y pueden oírse en:

10 marzo, 2013

Cincuenta mil miradas


Los sucesos pequeños se pierden en la vorágine de los días que no se detienen. Hace ya más de una semana el blog alcanzó las cincuenta mil visitas. Cincuenta mil miradas que me animan a seguir escribiendo. Una novela es una larga maratón que requiere de mucha resistencia, pero cada vez que publico una entrada aquí traspaso una pequeña meta, una victoria insignificante que me empuja a seguir avanzando. Tardé quince meses en alcanzar las cinco mil visitas. Ahora esa cifra la alcanzo en menos de dos. El que busque en google “novela guerra civil española” encontrará que la primera referencia que aparece le lleva a mi blog. Sólo esa entrada ya acumula más de ocho mil visitas. Nadie escribe con la intención de que sus textos de duerman en el cajón del olvido, por eso, que haya gente que se interese por lo que escribo es motivo de orgullo, también de agradecimiento.

Por ello dejo aquí el inicio del capítulo 7 de mi novela, ése que llevo más de un año  tratando de escribir y al que ya sólo le faltan unas pocas páginas.

Hay mañanas en las que es mejor no levantase de la cama, días marcados en un almanaque invisible que vienen dispuestos a cambiarnos la vida para siempre. Y cuando aparecen, sólo traen malos presagios que tardan muy poco en hacerse realidad. Aquel martes de enero de mil novecientos treinta y siete despertó muy frío, con un cielo inhóspito que anunciaba nieve, pero la nieve aún tardaría varios días en aparecer. No había suficiente quietud, ese silencio antiguo que anticipa la nevada. El sol se hacía de rogar; por mucho que, desde la navidad, competía con las noches y les iba limando poco a poco su espacio.
A Ángeles le gustaba ver esa lucha: cada amanecer llegaba unos segundos más temprano. Cuando se espera hay tiempo para fijarse en esos detalles y, como cada mañana, aguardaba en el Puente del Palo a los amigos que le acompañarían buena parte del camino a pie hasta el trabajo. El viento del amanecer le mordía las orejas. Era un viento afilado que le calaba el vestido negro; descendía inoportuno de las nieves de la sierra para abofetearle el rostro aún adormilado cuando decidió subirse las solapas del abrigo, abrocharse hasta el último botón y armarse de paciencia. La escarcha blanqueaba los campos de la vega y un frío desagradable hacía más incómoda la espera.
La jornada iba a ser dura. En esa época del año, tras la recogida de las hojas de tabaco, en la fábrica las cigarreras trabajaban sin descanso para ganarse el jornal. Era demasiado pronto para que circulara el tranvía, pero eso no tenía ninguna importancia: el dinero no hubiera alcanzado para pagar el billete. La cita formaba parte de su rutina. Ese día, en cambio, la tardanza era extraña. Empezaba a ponerse nerviosa cuando vio a un hombre muy alto que venía de la ciudad. El vaho entrecortado que salía de su boca indicaba la rapidez de sus pasos. Estaba asfixiado, pero nada más reconocerla se le acercó a toda prisa.
−¡Ángeles tienes que esconderte! ¡No vayas a Granada! Un grupo de falangistas os espera en la ribera de Genil –le dijo mientras tomaba aliento−. Paran a todo el mundo –continuó con la voz entrecortada−;  detienen a los que les da la gana y los suben a un camión.
El miedo nubló la cara de la muchacha. El luto no podía esconder la expresividad de sus ojos. Mientras, el hombre trataba de recuperar el resuello.
−¡Vete chiquilla! ¡No puedes quedarte aquí! Corres mucho peligro. Acuérdate de lo que le pasó a tu hermano.
La muerte de Paco le borró la sonrisa contagiosa que siempre le había acompañado y acentuó el carácter rebelde de sus dieciséis años.
−Roque está al mando del grupo y ya sabes las ganas que os tiene a los Mitaíllas. ¡Corre!
Ángeles no sabía dónde esconderse. Temía regresar a su casa. Era muy probable que, después de detener a todos los que pillaran en el camino a Granada, se acercaran a Uriana a terminar la cacería. Tampoco sabía nada de sus compañeros.
−¡No te preocupes, mujer! Ya me encargo yo de avisar a todos los que encuentre. ¡Tú tienes que quitarte de en medio ahora mismo!
Sin tiempo para pensar, se internó en un maizal cercano. Las altas cañas  improvisaron el escondite. Estaban resecas y amarillentas. Nadie había trabajado la parcela durante los últimos meses. El cuerpo del propietario apareció con un tiro en la cabeza en las primeras semanas de la guerra, pero las plantas siguieron creciendo, llegó el otoño y quedaron abandonadas sin que nadie se preocupara de recoger la cosecha. Se levantaban como fantasmas inesperados en mitad del invierno. Escondida entre ellas, Ángeles recordaba cómo la preocupación, que nació durante los primeros días con el alzamiento de los militares, se fue extendiendo a medida que aumentaron las detenciones, los cadáveres que aparecían abandonados en los caminos, siempre en una postura imposible. Algunos, con los ojos aún abiertos, conservaban el miedo de la última mirada; otros, replegados sobre sí mismos junto a un charco de sangre seca, sólo eran un bulto de ropa. Desde el asesinato de Paco, toda su familia había sobrevivido con el miedo a que cualquier vecino les señalara, a convertirse en uno de esos cuerpos sin vida y se encerraron en una casa invadida por la tristeza.

En recuerdo de Ángeles, de Paco, de María ... de todos los personajes de la historia más maravillosa que me han contado