22 julio, 2009

A Eva In Memoriam

La ausencia es más dura cuando no permite el reencuentro. Escribí estos poemas en abril y noviembre de 1.990 al conocer, desde la distancia tardía del teléfono, la muerte de mi amiga Eva a sus 19 años, en un accidente de moto.

Todas las calles de abril gritan tu nombre,
y se visten de epitafio absurdo,
los tópicos han dejado de servir
porque tus ojos dormidos,
ese mar de infinito azul,
se han cerrado para siempre.
No queda lugar para las palabras,
sólo para los recuerdos
y el tuyo me pesa como la rabia
de los días que no pasan.
Tu muerte duele como diecinueve
puñales clavados en el asfalto.




Te recordaré prendida
a los bordes del pasado,
eclipsada lentamente
en el feroz abandono del tiempo,
cuando el desorden buscaba
algún ídolo inédito,
que alzara una penúltima
tregua con mi adolescencia,
cuando buscábamos conjuros torpes
para amarnos en la herida
de los besos imperfectos.
Ahora te siento lejana,
muerta en la nostalgia de aquellos años
Hay recuerdos que perfilan cansancio,
que gritan tu nombre breve
entre pasado y futuro,
en mi presente perplejo,
a los demonios fríos de la muerte.
Hoy tus formas se dibujan
en la ávida sombra del olvido,
van llenando de pañuelos
el cristal absurdo de la distancia.



Lo escribiré en la lluvia,
en la ausencia de tu nombre
y trenzaré tu recuerdo
entre los residuos de la memoria,
ahora que andarás muy lejos
jugando al escondite con la vida
y esa palidez eterna
de tus ojos tan azules
formen, en algún rincón,
un vestigio del reino olvidado.



Siempre vuelven aquellas sensaciones
con sabor a tierna palabra de amor
a beso aprendiz de portal oscuro,
será la cercanía del invierno
o el frío eterno que siento en las manos,
o aquellos viejos recuerdos
que regresan sólo de vez en cuando,
pero el café me ha sabido distinto,
un sabor dulce que se torna amargo
y he sentido tu muerte más cercana.




Hoy la tarde de noviembre
se ha disfrazado de pereza extraña
y el tedio gris de las horas de clases
me trae el aroma de la jacaranda
de aquel otro curso en el sur,
cuando los apuntes del instituto
dibujaban tu rostro
y la vida no tenía más sentido
que nuestro encuentro a las siete.




Recuerdo aquel año feliz
cuando las horas pasaban muy lentas
y, perdido entre frases de latín,
yo olvidaba la pizarra del aula,
esperando que acabaran las clases
y llegaran las siete para verte.

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