31 marzo, 2011

El último frente

Un día como hoy, treinta y uno de marzo, los últimos soldados republicanos se rendían en el frente de Almería. La última orden del Estado Mayor del Ejército de Andalucía era la desmovilización. Inmediatamente, los hombres comenzaron a quemar toda la documentación, a destruir o esconder sus armas, a cambiar sus gastados uniformes por blusas oscuras y a tratar de alcanzar sus casas para pasar desapercibidos. Con los últimos partes de Unión Radio llegó la incertidumbre, el desasosiego frente un negro futuro. Por mucho que la voz atildada de Franco asegurara por la radio que nada tenían que temer los solados rojos que no tuvieran sus manos manchadas de sangre, la realidad se imponía en los gritos y las consignas que salían de los camiones que estaban empezando a llenar las carreteras de soldados vencedores. “¡Por uno, diez!” era el grito que iniciaba la venganza de aquellas gargantas sedientas de sangre, que estaban dispuestas a provocar un horror diez veces más grande que el que habían sufrido.
“Resistir es vencer” había sido el lema con el que el Presidente del Gobierno Negrín trataba de negar lo inevitable, esperando hasta el último momento, que la guerra estallara en toda Europa y cambiara el triste destino de una República cansada. Esas últimas semanas debieron ser muy difíciles para mi abuelo. Después de gastar toda su energía como teniente de intendencia en los preparativos del desembarco de Motril, que debía iniciar el Plan P, el último intento republicano para evitar la derrota, vio cómo, una vez más, el alto mando no lograba ponerse de acuerdo y abortaba la operación en el último minuto, cuando ya incluso habían zarpado las barcazas del puerto de Almería. Tras aquella desilusión ya no quedaba esperanza y el golpe de estado de opereta de las tropas de Casado no hizo más que precipitar el final.
Según confesó meses más tarde, cuando finalmente fue detenido, a José Castro le pilló el final de la contienda en Berja, sirviendo en el parque de ganadería de la 85ª Brigada Mixta. Hace ahora unos días trataba de imaginar aquel momento, dibujarlo en una de esas escenas perdidas en mitad de ningún parte que son bocetos sobre los que más tarde tramar la historia.
“Durante las últimas semanas de la guerra, con todo ya perdido, sólo quedaba dejarse llevar por una espera cansada que no llevaría a ninguna parte, si acaso sólo serviría para ver cómo la derrota se iba cosiendo a los uniformes gastados, pegándose en las botas, como un barro imposible de limpiar, que iba a marcar a aquellos hombres a lo largo de sus vidas. Después de años de lucha, las líneas del frente se borraron en apenas unas horas. Esas líneas imaginarias que separaban la vida de la muerte, que habían estado calladas durante los últimos días, estallaron hechas añicos desapareciendo para siempre, pero a José le quedó un sentimiento de culpa que no podía borrar. La paz traía una felicidad extraña al derrotado, la que producía el cese de la lucha, el final de un sufrimiento que duraba ya demasiado y que, con el paso de los meses, se había vuelto insoportable, por mucho que las consignas gritaran una resistencia tan heroica como inútil. Ese momento de felicidad fue un espejismo demasiado breve que duró el tiempo necesario para hacer recuento que los que no habían vivido para contarlo, de darse cuenta de la permanencia en la lista de los que habían sobrevivido a la lotería del espanto y la metralla. La palabra esperanza desapareció de los mapas, donde quedaba sólo un inmenso espacio en blanco ocupado por la derrota, un territorio inconquistable para aquellos hombres que habían dejado de ser campesinos, muleros, camareros o mecánicos para convertirse en soldados y que ahora, de repente, sólo eran vencidos que debían pagar los tributos de la guerra, hombres sin futuro que estaban a merced de un enemigo borracho de victoria.”
Hace hoy setenta y dos años acababa una guerra y empezaba una larga dictadura, probablemente en aquel momento José no podía ni siquiera imaginar cuánto de larga.

30 marzo, 2011

In memoriam

Hace ahora un par de años, empezó a tomar cuerpo una idea que llevaba dando vueltas por mi cabeza desde mi niñez: escribir una novela. La muerte de mi tía Encarna fue un desencadenante. Ella había sido una de las personas que, durante mi adolescencia y buena parte de mi vida, me habían contado aquellas maravillosas historias sobre mi familia, que se habían transmitido de forma oral a lo largo de generaciones. Hace unos días murió Ángeles Álvarez López a los noventa años. Hacía mucho tiempo que ella había perdido la conexión con la realidad, con una realidad que había sido muy dura a lo largo de su juventud.

Ahora que ando construyendo la escaleta de la novela, conformando ese puzle de escenas que no acaban de encajar y ponen de manifiesto la complejidad de esa locura iniciada hace dos años, la dificultad de tramar una historia sin que caiga el ritmo ni aburra, pero tampoco representen un exceso inabarcable, me vienen a la mente dos escenas en las que Ángeles deja de ser mi tía-abuela y se convierte en un personaje de novela.

La imagino aquella mañana de enero de 1.937, probablemente fría, en la que esperaba en el camino, junto a la vega granadina, para ir a trabajar a la capital. Siento la inquietud que debió apoderarse de su cuerpo cuando un amigo le previno sobre un camión de falangistas, en el que estaban llevándose detenidos a todos los que se encontraban y se oponían a su barbarie. Trato de ver el miedo en sus ojos, durante aquellas horas que pasó escondida entre campos de tabaco y en las que debió pensar muchas veces en el fusilamiento de su hermano Paco, frente a las tapias del cementerio de Granada, sólo unas semanas antes. Huelo el olor del estiércol bajo el que la escondió su padre, junto a sus hermanos Concha y Pepe, en aquel serón del carro que aquella madrugada triste la sacó a escondidas del pueblo. Me reconforta el abrazo con que se despidió de aquel gañán que había enseñado a todos sus hijos, también a ella, el amor por la familia y por la naturaleza. Puedo sentir la tristeza de una despedida con futuro incierto. Me duelen los pies, como seguro le dolieron a Ángeles durante aquellos días de huida interminable entre la lluvia y siento el frío del invierno al que la condenaba la sierra tan cercana y tan blanca. Veo aquellos campos ya sembrados, las hazas donde aún ondeaba el trigo, los sacos de aceitunas ya recogidas en las puertas de aquellas casas, que sus habitantes habían abandonado solo unas horas antes. Percibo su temor, su mala suerte que le llevó a emprender aquella huida desesperada sólo unos días antes de que el enemigo lanzara la ofensiva para la conquista de Málaga por las mismas carreteras por las que ellos estaban huyendo, que borraba del mapa el destino donde pretendían refugiarse. Me apeno de aquellas tropas republicanas, condenadas a una resistencia imposible, que vió tras cruzar las fronteras invisibles de aquella guerra. Me sorprendo ante la mantequilla azul, que formaba parte de aquellos víveres de origen soviético que quedaron en su recuerdo.

En otra escena, tras semanas de desbandada por aquella carretera de la muerte, la imagino gritando sus críticas a una república que no estaba sabiendo defender a sus hijos. Aquella tarde de fiesta patronal y banderolas en la que ella no podía entender el motivo de la celebración en mitad de tanto derrumbe. Ángeles, que siempre defendió sus ideas comunistas con una vehemencia peligrosa, tampoco supo callarse aquel día y probablemente habría pasado mucho tiempo encarcelada, si no hubiera sido porque su cuñado, mi abuelo, en un acto de valentía y locura que años más tarde no sabría mantener, la liberara, al frente de un pelotón y a punta de pistola, de la celda republicana en la que se encontraba.

La tía Ángeles nunca calló sus ideas. Algunos miembros de la familia le criticaban que no fuera más templada después de tantos años de desgracias. Fue en su casa donde, siendo yo un niño de no muchos años, oí hablar por primera vez de república, de socialismo, de comunismo, cuando Franco aún estaba de cuerpo presente y sus herederos no podían evitar el final de aquellos cuarenta años de ignominia. Ella hablaba con una mezcla de pasión y de alegría, tan diferente de los silencios de oscuro sufrimiento que callaba mi abuela. Fue en aquella mesa de camilla, bajo la que nos calentaba el brasero encendido, donde mi curiosidad infantil empezó a conocer las historias de aquellas heroínas improbables que, armadas de un carácter genético, se rebelaron contra su destino. Así, mientras veía cómo todos los presentes degustaban las habas recogidas de los marjales de la familia y el embutido de la matanza que habían hecho con sus manos, iba escuchando como desgranaban sus relatos.

Hace poco más de un año, cuando me entrevistaba con mis primos para recoger testimonios que me ayudaran a fabricar las historias de mi novela, su hijo Ernesto me enseñaba el diploma que la Junta de Andalucía le había otorgado a su madre en reconocimiento por su lucha por las libertades. Orgulloso, se quejaba de que hubiera llegado demasiado tarde, cuando ella no tenía ya el conocimiento para entenderlo. Ernesto también sonreía cuando me explicaba algunas de las contradicciones de la familia, resultaba difícil de entender las razones por las cuales las mitaíllas fueran tan de izquierdas y a la vez tan religiosas, de un beaterío, impuesto por la educación del momento, que difícilmente comulgaba con sus pensamientos políticos. Yo no sé si Ángeles estará en el cielo de los justos o en paraíso de las ideas, pero sólo se me ocurre decirle lo mismo que le escribía una prima hace unos días: un beso camarada, donde quieras que estés.

Tras la muerte de Ángeles, ya sólo permanece con vida una de los ocho hijos que tuvieron Joseíco el mitaílla y Antonia: Trini, la benjamina, cuya mente frágil no pudo soportar la locura de aquellos acontecimientos que le tocaron vivir. Todos ellos forman parte del recuerdo de la familia y ojalá algún día vivan de nuevo como personajes de una novela. La palabra es la única arma que le queda a la memoria, lo que me sigue motivando, pese a las dificultades, a escribir sus historias.

04 marzo, 2011

La infancia robada

Avanzan los meses de escritura contenida, temblorosa por no estar a la altura de lo esperado. Como un parto largo que no acaba, sin posibilidad de cesárea. Las páginas blancas se van pintando de palabras con mucha mayor lentitud de la prevista. Las historias se toman su momento para ser contadas. Ando encajando las piezas, tratando de encontrar el orden exacto donde enlazar los saltos en el tiempo, buscando la voz, imaginando los paisajes por donde caminarán los personajes, repasando mentalmente los posibles diálogos, buscando las frases probables que pudieron hablar, tratando de empaparlas de aquel instante, de buscar una verosimilitud que los haga creíbles. Sólo en ocasiones, en un instante inesperado, leyendo un libro, caminando por la calle, en la desolación que tienen por la mañana los trenes que llevan a la gente al trabajo, un idea rompe el miedo, desaforada avanza durante unos minutos, impregna la libreta de unas letras rápidas, imprecisas, que luego hasta a mi me cuestan entender. Su lectura más tarde me sigue pareciendo un texto encorsetado, donde a veces florece una frase que considero brillante entre el árido páramo. La semilla de la que podré esperar que algún día vaya naciendo el texto, vaya creciendo, tomando forma y cuente la historia como si fuera algo que nos atrapa para siempre…

Los frentes avanzaban alterando de forma caprichosa el paisaje de la derrota, pero, a pesar de todas las desgracias, la vida continuaba. Cambiaban los colores de las banderas, los himnos que cantaban los soldados, pero el hambre de los niños seguía existiendo, se hacía más visible conforme avanzaba la contienda, también la crueldad de sus juegos. Las criaturas se mantenían como espectadores de un conflicto ajeno, que no les pertenecía, por mucho que hubiera trastocado sus vidas por completo, dando un vuelco inesperado a sus entretenimientos cotidianos. El trompo, las canicas, las chapas o los dados dejaron ser el centro de su universo y fueron sustituidos por los combates con armas imaginarias, en los que jugaban a la guerra imitando la ira de los hombres de uniforme, formando pelotones en los que los mayores o los más fuertes simulaban fusilar a su vecinos más pequeños. En sus rostros infantiles se dibujaban los gestos crispados que veían en los adultos y que les otorgaba unos aires castrenses impropios de su edad. Ésa era su reacción frente a los hechos que les rodeaban desde hacía meses. Los pueblos se iban llenando de huérfanos a los que les arrebataron la inocencia sin pedirles permiso, con una beligerancia a la que no estaban acostumbrados, a la que debieron enfrentarse sin tiempo para aprender lo que no puede entenderse. Sin previo aviso, la infancia quedó fosilizada en un zafarrancho de experiencias forzadas. María ya había visto cómo, tras los primeros días del golpe, la guardia civil, que se había unido a los fascistas, se hizo con el pueblo en pocas horas sin apenas resistencia. Los mismos bravucones que llenaron el pueblo de gritos y obligaron a su marido a huir a toda prisa, se fueron con el rabo entre las piernas semanas más tardes y en las mismas calles se gritaron otras consignas igualmente encendidas, pero aquellas algaradas de hombres no iba a durar demasiado. Esta vez venía un ejército entero dispuesto a ajustar cuentas sin hacer distinciones. Se acercaba el momento en el que la guerra lo iba atrapar todo, a volverse aún más brutal, inflexible al sufrimiento de los chavales. Los militares no se iban a conformar con la huida de los ejércitos vencidos y, como un castigo bíblico, también exigirían la desbandada colectiva de las mujeres y los niños, el pánico en sus ojos. No se trataría ya de una batalla entre fusiles. El odio se iba a convertir en el deseo indiscriminado de eliminar de raíz y para siempre al enemigo. En aquellos días de enero, cuando los gritos asustados de los que habían empezado a huir desde los pueblos vecinos les anunciaron que sólo les quedaba tiempo para salir corriendo, María apretaba a su hija contra su pecho. Le faltaba más de un mes para cumplir los dos años y ya estaba condenada al sufrimiento de la guerra, al ruido sordo de los aviones que se acercan y que la pobre trataría de apagar con aquellas canciones que canturreaba en voz baja. María intentaba proteger a su hija de un imposible, del cansancio, del hambre, del miedo, que prendieron en aquella marea humana que avanzaría lenta, callada, sin poder detenerse durante días, porque detrás venían cientos, miles, decenas de miles, los que huían de Málaga y el enemigo no se conformaba esta vez con la victoria. Habían dejado de ser espectadores y todos ellos se habían ya convertidos en protagonistas de la desgracia…

Hace unas semanas, mientras leía en el tren matutino que me acercaba a mi jornada laboral un libro de Víctor Kemplerer, en el que describía el ascenso al poder de los nazis, todos los rostros del vagón desaparecieron y sólo quedó una imagen aterradora. En una escena, unos niños paraban sus bicicletas para ver a los soldados que marchan. Allí brotó la semilla del párrafo anterior. Días más tarde, cuando ya tenía buena parte del texto escrito, la casualidad me llevó a una foto terrible de Agustí Centelles que confirmaba lo que yo había imaginado en aquel vagón, en ese breve momento en el que la inspiración se fue como un rayo que apenas se ve.


Regando la semilla va floreciendo la historia…

Para aquella niña de apenas dos años a la que nuca leeré esto y que me parió hoy hace cuarenta y tres inviernos.