30 marzo, 2011

In memoriam

Hace ahora un par de años, empezó a tomar cuerpo una idea que llevaba dando vueltas por mi cabeza desde mi niñez: escribir una novela. La muerte de mi tía Encarna fue un desencadenante. Ella había sido una de las personas que, durante mi adolescencia y buena parte de mi vida, me habían contado aquellas maravillosas historias sobre mi familia, que se habían transmitido de forma oral a lo largo de generaciones. Hace unos días murió Ángeles Álvarez López a los noventa años. Hacía mucho tiempo que ella había perdido la conexión con la realidad, con una realidad que había sido muy dura a lo largo de su juventud.

Ahora que ando construyendo la escaleta de la novela, conformando ese puzle de escenas que no acaban de encajar y ponen de manifiesto la complejidad de esa locura iniciada hace dos años, la dificultad de tramar una historia sin que caiga el ritmo ni aburra, pero tampoco representen un exceso inabarcable, me vienen a la mente dos escenas en las que Ángeles deja de ser mi tía-abuela y se convierte en un personaje de novela.

La imagino aquella mañana de enero de 1.937, probablemente fría, en la que esperaba en el camino, junto a la vega granadina, para ir a trabajar a la capital. Siento la inquietud que debió apoderarse de su cuerpo cuando un amigo le previno sobre un camión de falangistas, en el que estaban llevándose detenidos a todos los que se encontraban y se oponían a su barbarie. Trato de ver el miedo en sus ojos, durante aquellas horas que pasó escondida entre campos de tabaco y en las que debió pensar muchas veces en el fusilamiento de su hermano Paco, frente a las tapias del cementerio de Granada, sólo unas semanas antes. Huelo el olor del estiércol bajo el que la escondió su padre, junto a sus hermanos Concha y Pepe, en aquel serón del carro que aquella madrugada triste la sacó a escondidas del pueblo. Me reconforta el abrazo con que se despidió de aquel gañán que había enseñado a todos sus hijos, también a ella, el amor por la familia y por la naturaleza. Puedo sentir la tristeza de una despedida con futuro incierto. Me duelen los pies, como seguro le dolieron a Ángeles durante aquellos días de huida interminable entre la lluvia y siento el frío del invierno al que la condenaba la sierra tan cercana y tan blanca. Veo aquellos campos ya sembrados, las hazas donde aún ondeaba el trigo, los sacos de aceitunas ya recogidas en las puertas de aquellas casas, que sus habitantes habían abandonado solo unas horas antes. Percibo su temor, su mala suerte que le llevó a emprender aquella huida desesperada sólo unos días antes de que el enemigo lanzara la ofensiva para la conquista de Málaga por las mismas carreteras por las que ellos estaban huyendo, que borraba del mapa el destino donde pretendían refugiarse. Me apeno de aquellas tropas republicanas, condenadas a una resistencia imposible, que vió tras cruzar las fronteras invisibles de aquella guerra. Me sorprendo ante la mantequilla azul, que formaba parte de aquellos víveres de origen soviético que quedaron en su recuerdo.

En otra escena, tras semanas de desbandada por aquella carretera de la muerte, la imagino gritando sus críticas a una república que no estaba sabiendo defender a sus hijos. Aquella tarde de fiesta patronal y banderolas en la que ella no podía entender el motivo de la celebración en mitad de tanto derrumbe. Ángeles, que siempre defendió sus ideas comunistas con una vehemencia peligrosa, tampoco supo callarse aquel día y probablemente habría pasado mucho tiempo encarcelada, si no hubiera sido porque su cuñado, mi abuelo, en un acto de valentía y locura que años más tarde no sabría mantener, la liberara, al frente de un pelotón y a punta de pistola, de la celda republicana en la que se encontraba.

La tía Ángeles nunca calló sus ideas. Algunos miembros de la familia le criticaban que no fuera más templada después de tantos años de desgracias. Fue en su casa donde, siendo yo un niño de no muchos años, oí hablar por primera vez de república, de socialismo, de comunismo, cuando Franco aún estaba de cuerpo presente y sus herederos no podían evitar el final de aquellos cuarenta años de ignominia. Ella hablaba con una mezcla de pasión y de alegría, tan diferente de los silencios de oscuro sufrimiento que callaba mi abuela. Fue en aquella mesa de camilla, bajo la que nos calentaba el brasero encendido, donde mi curiosidad infantil empezó a conocer las historias de aquellas heroínas improbables que, armadas de un carácter genético, se rebelaron contra su destino. Así, mientras veía cómo todos los presentes degustaban las habas recogidas de los marjales de la familia y el embutido de la matanza que habían hecho con sus manos, iba escuchando como desgranaban sus relatos.

Hace poco más de un año, cuando me entrevistaba con mis primos para recoger testimonios que me ayudaran a fabricar las historias de mi novela, su hijo Ernesto me enseñaba el diploma que la Junta de Andalucía le había otorgado a su madre en reconocimiento por su lucha por las libertades. Orgulloso, se quejaba de que hubiera llegado demasiado tarde, cuando ella no tenía ya el conocimiento para entenderlo. Ernesto también sonreía cuando me explicaba algunas de las contradicciones de la familia, resultaba difícil de entender las razones por las cuales las mitaíllas fueran tan de izquierdas y a la vez tan religiosas, de un beaterío, impuesto por la educación del momento, que difícilmente comulgaba con sus pensamientos políticos. Yo no sé si Ángeles estará en el cielo de los justos o en paraíso de las ideas, pero sólo se me ocurre decirle lo mismo que le escribía una prima hace unos días: un beso camarada, donde quieras que estés.

Tras la muerte de Ángeles, ya sólo permanece con vida una de los ocho hijos que tuvieron Joseíco el mitaílla y Antonia: Trini, la benjamina, cuya mente frágil no pudo soportar la locura de aquellos acontecimientos que le tocaron vivir. Todos ellos forman parte del recuerdo de la familia y ojalá algún día vivan de nuevo como personajes de una novela. La palabra es la única arma que le queda a la memoria, lo que me sigue motivando, pese a las dificultades, a escribir sus historias.

1 comentario:

  1. Gracias por tus palabras, has recogido bastante bien la historia de esos días de locura, solo decirte que creo que la fecha en la que trascurre el relato es inicio de 1937. Te animo a seguir adelante en tu proyecto como escritor, lo que voy conociendo de tu novela me encanta y hasta la imagino e incluso fantaseo como si fuese una película.
    Un saludo. Ernesto.

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