Un día como hoy, treinta y uno de marzo, los últimos soldados republicanos se rendían en el frente de Almería. La última orden del Estado Mayor del Ejército de Andalucía era la desmovilización. Inmediatamente, los hombres comenzaron a quemar toda la documentación, a destruir o esconder sus armas, a cambiar sus gastados uniformes por blusas oscuras y a tratar de alcanzar sus casas para pasar desapercibidos. Con los últimos partes de Unión Radio llegó la incertidumbre, el desasosiego frente un negro futuro. Por mucho que la voz atildada de Franco asegurara por la radio que nada tenían que temer los solados rojos que no tuvieran sus manos manchadas de sangre, la realidad se imponía en los gritos y las consignas que salían de los camiones que estaban empezando a llenar las carreteras de soldados vencedores. “¡Por uno, diez!” era el grito que iniciaba la venganza de aquellas gargantas sedientas de sangre, que estaban dispuestas a provocar un horror diez veces más grande que el que habían sufrido.
“Resistir es vencer” había sido el lema con el que el Presidente del Gobierno Negrín trataba de negar lo inevitable, esperando hasta el último momento, que la guerra estallara en toda Europa y cambiara el triste destino de una República cansada. Esas últimas semanas debieron ser muy difíciles para mi abuelo. Después de gastar toda su energía como teniente de intendencia en los preparativos del desembarco de Motril, que debía iniciar el Plan P, el último intento republicano para evitar la derrota, vio cómo, una vez más, el alto mando no lograba ponerse de acuerdo y abortaba la operación en el último minuto, cuando ya incluso habían zarpado las barcazas del puerto de Almería. Tras aquella desilusión ya no quedaba esperanza y el golpe de estado de opereta de las tropas de Casado no hizo más que precipitar el final.
Según confesó meses más tarde, cuando finalmente fue detenido, a José Castro le pilló el final de la contienda en Berja, sirviendo en el parque de ganadería de la 85ª Brigada Mixta. Hace ahora unos días trataba de imaginar aquel momento, dibujarlo en una de esas escenas perdidas en mitad de ningún parte que son bocetos sobre los que más tarde tramar la historia.
“Durante las últimas semanas de la guerra, con todo ya perdido, sólo quedaba dejarse llevar por una espera cansada que no llevaría a ninguna parte, si acaso sólo serviría para ver cómo la derrota se iba cosiendo a los uniformes gastados, pegándose en las botas, como un barro imposible de limpiar, que iba a marcar a aquellos hombres a lo largo de sus vidas. Después de años de lucha, las líneas del frente se borraron en apenas unas horas. Esas líneas imaginarias que separaban la vida de la muerte, que habían estado calladas durante los últimos días, estallaron hechas añicos desapareciendo para siempre, pero a José le quedó un sentimiento de culpa que no podía borrar. La paz traía una felicidad extraña al derrotado, la que producía el cese de la lucha, el final de un sufrimiento que duraba ya demasiado y que, con el paso de los meses, se había vuelto insoportable, por mucho que las consignas gritaran una resistencia tan heroica como inútil. Ese momento de felicidad fue un espejismo demasiado breve que duró el tiempo necesario para hacer recuento que los que no habían vivido para contarlo, de darse cuenta de la permanencia en la lista de los que habían sobrevivido a la lotería del espanto y la metralla. La palabra esperanza desapareció de los mapas, donde quedaba sólo un inmenso espacio en blanco ocupado por la derrota, un territorio inconquistable para aquellos hombres que habían dejado de ser campesinos, muleros, camareros o mecánicos para convertirse en soldados y que ahora, de repente, sólo eran vencidos que debían pagar los tributos de la guerra, hombres sin futuro que estaban a merced de un enemigo borracho de victoria.”
Hace hoy setenta y dos años acababa una guerra y empezaba una larga dictadura, probablemente en aquel momento José no podía ni siquiera imaginar cuánto de larga.
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