31 agosto, 2015

Un homenaje en el ultimo día de agosto

El último día de agosto de 1.978 murió mi abuela María Álvarez López. Como he ido descubriendo años más tarde, su vida fue muy dura y, en algunos momentos, heroica. Llevo meses encerrado en el que posiblemente sea el capítulo 9  de la novela donde ella es la protagonista absoluta, un capítulo que narra su sufrimiento en la cárcel de Málaga y que comienza así...



Las gotas resbalaban por los cristales como serpientes zigzagueantes. ­Cambiaban de dirección según los caprichos del viento y la velocidad, moteando el paisaje borroso que encuadraba la ventana del autocar. Los choperales y los secaderos de tabaco se fueron quedando atrás entre el vaho de la mañana, que difuminaba la ciudad y la vega donde había vivido la mayoría de sus años. El vehículo, destartalado y pequeño, trasportaba una docena de mujeres con destino a la Prisión de Málaga. Iban custodiadas por cuatro guardias y un sargento que perdían la mirada en el cielo nublado de un viernes de mitad de abril.
La lluvia, fina, pero constante, diluía los colores en una bruma que se hacía más grisácea en la parte delantera, donde se enmarcaba el destino y el limpiaparabrisas se movía con un ruido mecánico, acompasado, que se metía en los pensamientos. Y los pensamientos nos paraban de hervir en el interior de su cabeza.
Tras dos largos años a la espera de la condena en los que no hubo día en el que no temiera lo peor, la inquietud por una condena a muerte dejó paso a una negra certidumbre de supervivencia que debía penar hasta el 22 de febrero de 1952, una fecha que se había grabado en su memoria como una promesa lejana. Pero antes de llegar a ese purgatorio, debía continuar su camino por el infierno, un viaje en el que no iban a faltar demonios dispuestos a hacerle la vida imposible. Y lo que más le dolía en ese camino no era ya la huida de su marido, sino la separación obligada con sus hijas.
Tuvieron que pasar varios meses para que ordenaran el traslado y la burocracia completara todos los trámites necesarios. La sentencia fue declarada firme siete semanas después de que fuera pronunciada y aún debieron esperar otras dos más para que se recibiera el testimonio de la misma, acompañado de la liquidación de condena. Sólo entonces fue entregada a la Guardia Civil. En su hoja de conducción, firmada por el subdirector de la cárcel, se hacía constar que María Álvarez López tenía treinta y cuatro años y vestía traje “del país”.
En realidad se trataba de un vestido marrón oscuro que le había traído su madre el día anterior, cuando vino a despedirse con un pequeño petate que también contenía un poco de ropa interior.
─El vestido era de tu hermana. Ella misma lo ha arreglado para ti ─le dijo a través de la reja que las separaba.
María miraba las manos de su madre, esas manos que tanta ternura le habían dado y que ni siquiera podía tocar, los dedos secos como sarmientos abandonados, el anillo de casada que había sido el único lujo que se pudo permitir.
─¿Cómo están mis hijas? ─fue lo primero que le preguntó angustiada
─Te mandan muchos besos. La pequeña no para de crecer y no hay manera de que se esté quieta.
─Tienes que prometerme una cosa… ─y después de tomar aire le suplicó entre lágrimas─. No te olvides de decirles cada día lo mucho que las quiero. No pasa un instante que no las tenga en mis pensamientos.
No hubo tiempo para más preguntas. La monja que vigilaba la conversación le indicó con un gesto que se había acabado el tiempo escaso de las palabras.
─Por fin voy a ir a tu Málaga… ─se despidió con la mirada lenta de los que pretenden en vano alargar la despedida.
Y descubrió una vez más vez el sabor salado de las lágrimas.
Un sabor que le acompañó todo el trayecto. Los ojos del conductor se fijaban de vez en cuando en el retrovisor para comprobar que todo estaba en su sitio y asegurarse que estaba siendo un viaje tranquilo. Luego dejaron atrás la vega y tuvo que centrar la vista en las curvas de la carretera que atravesaba los montes hasta que divisaron a sus pies los edificios apilados junto al mar. El sol aparecía tímidamente entre las nubes mientras el autocar comenzaba a descender por las primeras calles de Málaga.
María sólo conocía la ciudad a través de los antiguos relatos que su madre le había contado muchas veces, las historias que siempre brillaban en sus ojos cuando les hablaba de las playas y las altas palmeras. Antonia sólo vivió cuatro años allí, los últimos cuatro del siglo anterior, pero siempre guardó un cariño especial por el lugar donde transcurrieron los momentos más importantes de su infancia. Pese a la nostalgia ocasionada por la lejanía de su padre, que luchaba en una guerra caribeña y lejana, aquellos días de amaneceres marinos fueron lo más parecido a la felicidad. Los juegos en la arena, las espumas que aclaraban el azul de las aguas al romper cerca de la orilla, las formas de las caracolas que buscaban en la playa, todas esas vivencias se pegaron con tal fuerza a su memoria, que ya nunca pudo desprenderse de ellas y, a lo largo de su vida, se encargarían de evocarle la capital abierta al mar, poseedora de jardines y arriates que fueron sinónimo de su niñez y la base de los relatos que le gustaba contar a sus hijos.
Pero María no vio palmeras, sino un edificio cuadrado de dos plantas, con ventanales enrejados a ambos lados de la puerta y una minúscula garita incrustada en cada esquina. La fachada se asomaba al cauce seco de un río por el que era casi imposible imaginar que bajara agua.

En cuanto el autocar se detuvo frente a la puerta, el sargento que estaba al frente del pelotón les indicó con un giro de cabeza que fueran bajando. Del interior del edificio comenzaron a salir varias monjas de la Congregación de San Vicente de Paul dispuestas a velar por las nuevas reclusas.