30 enero, 2012

Veinte mil visitas de viaje compartido


Toda celebración encierra la semilla de un porvenir. El pasado es historia, aunque se trate de historia inesperada. Como el número de visitas al blog de desbocó en los últimos días, ayer alcanzó las veinte mil sin que tuviera preparadas estas palabras.  Veinte mi visitas de un viaje compartido por cientos de capitanes Nemo que tampoco tienen nombre, ni siquiera cara, pero que alguna botella les arrojó a este playa de robinsones donde, entre jirones de niebla, cuento la historia de mi familia, de otros que vivieron su tiempo, de libros que me enseñaron lo maravillosa que puede ser la literatura y mi esfuerzo por moldear las palabras para convertir todo eso en una novela.

Veinte mil visitas. Hay blogs que logran eso en horas o en unos pocos días, pero yo, cuando comencé el viaje, nunca pensé que llegaría tan lejos. Tardé quince mese en alcanzar las primera cinco mil, la mitad para doblar esa cifra. Sólo en el último mes son más de 2.200. En este tiempo se han acercado personas que querían conocer cuales habían sido los itinerarios de mi búsqueda. También ellos tenían historias de antepasados dormidas en el cajón del olvido. Y aunque no haya un camino único, sino muchos diferentes y tortuosos yo les expliqué el que había seguido. Otros me han escrito para de contarme que también los suyos compartieron algunos de los episodios por los que pasaron los míos, que incluso combatieron en el mismo campo de batalla de hace 125 años. Llegaron visita mágicas. A través de este blog conocí a un hijo de mi abuelo del que nada sabíamos.

Vuelvo a leer las palabras que escribí en septiembre de 2.009. “Hoy empieza un viaje que no sé a dónde me llevará, ni cuánto tiempo durará, pero en el que estoy seguro que disfrutaré de muchas sorpresas.” Después de todas las experiencias no me queda ninguna duda de que aún faltan muchas sorpresas por disfrutar. Gracias a todos aquellos que comparten el viaje conmigo.

Y para celebrarlo aquí dejo un fragmento de esa novela que va avanzando lentamente, pero que nunca se detiene.

María camina con ese andar fatigado, no por el cansancio, sino por la tristeza, que desgasta con pasos nerviosos el suelo del pasillo que la conduce hacia la calle. Del techo cuelga una solitaria bombilla blanca, suficiente para deslumbrar unos ojos que se han acostumbrado a las sombras y que ahora miran al suelo con un ademán que busca un refugio imposible. Entre algunas colillas aplastadas ve los zapatos sucios de los guardias, dos pares a cada lado, el de la derecha los tiene además muy gastados,  a su compañero le vienen cortos los pantalones, ambos permanecen en silencio. El que anda a su izquierda tiene un bigote negro, muy poblado, que no logra esconder los dientes sucios cuando esboza una sonrisa. Su acompañante tiene cara de pez y unas mejillas rollizas de buen comer. La mira con pena y amaga con decirle algo, pero no se atreve. La poca esperanza se diluye al final del corredor que la arroja a una realidad desenfocada, a una calle desierta de farolas tristes donde le espera una vieja camioneta, rodeada por más hombres impacientes que apuran sus cigarrillos como si desearan acabar lo antes posible  la orden para la que esperan desde hace rato. Después de varios días en el interior del cuartel, la brisa de la calle debería oler a gloria, pero el aire de la última madrugada se escapa como el agua entre los dedos. Mira los borrones de luz que las farolas cuelgan de la oscuridad de la noche. Iluminan sombras que aguardan y comienzan a moverse cuando ella se acerca caminando sobre el empedrado húmedo. El hombre de cara de pez la ayuda a subir a la parte trasera del vehículo, mientras los demás acomodan sus cuerpos en el  banco frío de metal. El último pisotea el pitillo. Gira la pierna. Lo  aplasta contra la arena y se sacude una manga del pantalón para quitar los restos de ceniza antes de saltar al interior.

Sentada en la caja de la camioneta, rodeada por las caras de los guardias que bambolean el sueño, María observa como la amanecida, apenas incipiente, trata de vencer a la oscuridad de la noche y la acerca a su destino, a una velocidad que no esquiva los baches y se acelera con los cambios de marcha.



A María, siempre en su recuerdo y en el de todos los mitaíllas que me contaron la historia más maravillosa que conozco.


29 enero, 2012

29 de enero. La garriga bombardeada

Durante la noche del 28 de enero de 1.939 diez aviones Savoia-Marchetti italianos, conocidos como sparvieri (gavilanes), bombardearon La Garriga. A la mañana siguiente, cuando la población estaba aún conmocionada por el suceso, los aviones regresaron. Las bombas destrozaron la estación de tren, pero cayeron también en el centro del pueblo, varias de ellas en su vía principal, la calle Banys. Fueron trece las personas que murieron, más de la mitad de las cuales eran niños. Varias casas quedaron en ruinas.

Las tropas franquistas habían frenado su avance a pocos kilómetros, en Granollers, que había caído sólo dos días después de que el ejército enemigo hubiera entrado en Barcelona. Una enorme desbandada se dirigía en ese momento hacia la frontera francesa. Entre los refugiados que marcharon huyendo de La Garriga se encontraba Amadeo Grácia, un chaval de poco más de tres años, que había perdido una pierna en un bombardeo que se había producido en su pueblo: Monzón. Días más tarde, cuando cruzaba la frontera detrás de su padre y de su hermana, que caminaba sobre su única pierna, apoyada en una muleta, le tomaron una fotografía que ha quedado en la memoria colectiva como la mejor imagen de aquel sufrimiento. 


El día del bombardeo ya no quedaban tropas republicanas en La Garriga. Una semana antes, los restos de la 13 Brigada mixta se habían concentrado en el pueblo. Dos batallones formados mayoritariamente por polacos, el "Dombrowski" y el "Rakosi", habían marchado hacia días con destino a Girona. También habían pasado por allí las tropas de Enrique Lister en retirada hacia Francia. 

La población civil, que se había triplicado durante la guerra, fue la única que sufrió las consecuencias de la acción criminal de la aviación fascista italiana. En ese momento los "garriguencs" lo único que esperaban, después de tres años de sufrimientos, era el fin del conflicto. En las cercanías, las tropas marroquíes lanzaban fuego de mortero y ráfagas de ametralladora en mitad de la lluvia. Tres días más tarde, el 1 de febrero las primeras unidades nacionales entraban en el pueblo. Todas las puertas y las ventanas estaban cerradas. El silencio era sepulcral.

Hoy hace setenta y tres años de esa masacre inútil en la que trece civiles perdieron la vida cuando la guerra ya había acabado para ellos. La portada de La Vanguardia del día siguiente arrancaba con el titular “Las tropas de Franco siguen su marcha triunfal hacia la frontera”. A continuación se recogen los detalles del parte de guerra: "A pesar del mal tiempo ha continuado el brillante avance de nuestras tropas que han logrado hacerlo en una profundidad media de nueve kilómetros, habiéndose ocupado los pueblos de Balsareny, Puigreig, Santa María de Oló, Moyá, Cardedeu y Llinars del Vallés y, según noticias no muy bien confirmadas todavía, los de La Garriga, santa Eulália de Ronsana y Caldas de Monbuy, batiéndose a tres Brigadas Internacionales (las 11, 3 y 15) de las que se ha recogido documentación" En las crónicas se olvidan del silencio y explican como en todas las poblaciones los soldados de Franco eran recibidos con muestras vibrantes de entusiasmo entre besos y abrazos. Setenta y tres años después, hoy  en La Garriga no había silencio, sino recuerdo.

25 enero, 2012

El desembarco más triste


Hace unas semanas leía cómo Antonio Muñoz Molina se lamentaba de un pequeño detalle. En su lectura reciente del diario inédito del poeta malagueño Moreno Villa había descubierto que el otoño del 36 fue suave y luminoso en Madrid, muy diferente al lluvioso y frío que él había imaginado en su última novela, escrita ahora hace un par de años. Quizás para la gran mayoría ese detalle minúsculo pase desapercibido y no entiendan las obsesiones que tiene un escritor a la hora de construir una novela. Cuando leí ese artículo yo entendí ese sentimiento: aunque la realidad y la ficción responden a códigos muy diferentes y no se puede cometer mayor error que intentar novelar la realidad sin transformarla, para que esa ficción sea poderosa más allá de que sea real, si debe ser factible.

Un par de noches atrás, mientras corregía una escena de la novela que escribo, me asaltaron las dudas al respecto. Trataba de imaginar lo que veía mi tatarabuelo desde lo alto de la escalerilla del barco que le traía de Cuba cuando de nuevo los caminos de la ficción y de la realidad volvieron a entrelazarse. Contaba con mucha documentación. Durante semanas, atrapado por la investigación histórica, consulté la edición diaria del periódico local que publicaba la lista de los repatriados, el goteo de unidades y nombres casi se convirtió en una obsesión y su lectura en un fracaso. No fue hasta que recibí su expediente militar cuando pude fijar la fecha de su regreso. El documento decía que había desembarcado en el puerto de Málaga el 29 de enero de 1.899. Al consultar la edición del día siguiente de El defensor de Granada aparecía en su portada la noticia, entre la lista de nombres se escondía uno: Antonio López.

En los libros de historia y sobre todo en las revistas y periódicos de la época se describía con detalle el desembarco de los soldados que regresaban de la guerra. La descripción que hizo Blasco Ibañez lo dice todo: “Esos infelices que regresan a la península enflaquecidos, bronceados por el sol tropical, con los ojos brillantes por la fiebre y las injustas carnes forradas de rayadillo”. La mayoría de ellos regresaban enfermos de anemia, difteria, tisis pulmonar, paludismo o tuberculosis. Bastantes –una cifra que ronda los cuatro mil- murieron incluso durante la travesía.


Desembarco de soldados enfermos procedente de Cuba

Aunque la guerra acabó en verano, - en cuanto los estadounidenses entraron en la misma - la repatriación de los soldados se alargó durante meses. A finales de septiembre quedaban más de cien mil soldados en la isla y sólo había dieciséis barcos con una capacidad de 1.500 personas, todos ellos de la Compañía Trasatlántica, propiedad del Marqués de Comillas que aumentó su considerable fortuna con la operación. Al final del año aún quedaban 20.000 soldados en Cuba, la mayoría de cuales fueron repatriados en los dos meses siguientes. Para ello se contrataron seis vapores de nacionalidad francesa y alemana. El tatarabuelo Antonio regresó en uno de esos últimos contingentes.

Los primeros repatriados habían llegado en Septiembre. Al principio el número era reducido, pero conforme iban pasando los meses las listas se hacían más grandes y los nombres se agrupaban por unidades: el Batallón de Puerto Rico, el regimiento de Cuba, el de Simancas, el Batallón de la Reina. La lista se hace diaria desde finales de septiembre hasta principios de febrero. Durante ese tiempo hay una noticia que permanece en los periódicos: el caso Dreyfus, un largo proceso en el que acusaban falsamente de alta traición a un soldado francés de origen judío. En diciembre las páginas del periódico se llenan con noticias sobre la muerte del escritor granadino Ángel Ganivet en extrañas circunstancias. Con el paso de los días se confirma el suicidio en Riga, donde ejercía como cónsul. Las crónicas comparten espacio con el antinervioso Horward, indicado para anemias y depresiones –no hay crisis que se precie que no deprima a la sociedad - que se anuncia junto a los productos de La China, el establecimiento de tejidos y novedades más prestigioso de la ciudad.

Pero la historia con mayúsculas transcurre por separado de la minúscula historia de los personajes. Al principio yo di por supuesto que su mujer y sus hijas le esperaría en Churriana, el pueblo de la vega granadina cercano a la capital, donde mi bisabuela vivió la mayor parte de su vida y del que procede mi familia materna. Más tarde descubrí que la bisabuela Antonia había nacido en Melilla, donde su padre estuvo destinado muchos años y que, pocas semanas antes de que él se marchara a la Guerra de Cuba, decidieron mudarse a Málaga. Fue allí donde esperaron el regreso del teniente. Sin pretenderlo, la historia iba a arrancar en mi ciudad natal, lo cual me hizo muy feliz.

Aunque contaba con mucha información sobre el contexto histórico, no conseguía imaginar lo que Antonio vio con sus ojos el domingo de enero cuando su barco atracó en el puerto de Málaga. Las dudas me vencían ¿Cómo sería el buque? ¿Qué tiempo hizo aquel día? Al regresar con los últimos barcos ¿vendrían éstos llenos de enfermos o, meses después de la guerra, la salud de los soldados habría mejorado? Yo imaginaba un día gris, las nubes reflejándose en los charcos, la humedad de la lluvia y la dársena repleta de enfermos. En mi escena el rencuentro con la familia se producía en el salón de casa, donde se abrazaba a su mujer Feliciana y a sus hijas. Cuando presenté el primer borrador de la escena hace unos meses, mi profesor de novela me decía que debía explicar el motivo por el que su mujer, después de tres años de ausencia, no había ido al puerto a recibirle.


Portada de El defensor de Granada del 30 de enero de 1899

Entre los archivos del ordenador volví a buscar la noticia. No encontraba el documento. Pensaba que lo había perdido. Estaba escondida en una breve columna. Allí apreció un nombre: Chandernagor. Ése era el nombre del buque en el que venía mi tatarabuelo. Inmediatamente el motor de búsqueda de internet comenzó a trabajar. Me hablaba de una ciudad de la India, cercana a Calcuta, que al parecer formó parte de la ruta de Phileas Fogg en su vuelta al mundo en ochenta días. Allí su ayudante y amigo Passepartout estuvo feliz por ver ondear la bandera francesa. La coincidencia era mágica –siento una gran pasión por Julio Verne- pero no me servía. La segunda pista arrojó más luz: el vapor Chandernagor era un paquebote de la Compagnie Nationale de Navigation francesa. Poco a poco empecé a conocer el barco. Tenía dos palos y una chimenea central, pesaba 3.075 toneladas y lo habían botado en 1.882. Durante varios años hizo la travesía entre Nápoles y Nueva York, transportando a emigrantes italianos, que esperaban la cuarentena en la isla de Ellis. Se hundió en 1.902 tras una colisión con otro barco en el Mar Rojo, cerca de la ciudad de Jedahh. Para entonces le habían cambiado el nombre por el de Alexandre III.


Dibujo del Chandernagor

El 29 de enero de 1.899 había amarado en el puerto de Málaga procedente de Cienfuegos. Al parecer tardó un día menos en realizar la travesía. De forma mágica mi imaginación comenzaba a coincidir con la realidad. Ya tenía el motivo para que Antonio se presentara por sorpresa en el salón de casa. Pero no acababan aquí las coincidencias. El desembarco se hizo en medio de una lluvia torrencial. De hecho, el día anterior se produjo un temporal en el mar que obligó a regresar al puerto a varios navíos de guerra que habían zarpado con rumbo a Cartagena. A bordo del Chanderganor viajaban 38 jefes y oficiales –entre ellos el teniente de administración militar que yo había estado buscando- y 18 sargentos, 42 cabos y 919 soldados, entre los que se encontraban la totalidad del Regimiento de Alfonso XII y bastantes familias de la oficialidad. Entre sus pasajeros 478 estaban enfermos, treinta de ellos de gravedad y durante la navegación habían muerto seis soldados y un cabo. Junto a las personas se desembarcaron 440 bultos de material de artillería y 150 de impedimenta.

Fotografía del Colombo, vapor muy similar al Chandernagor de la
Compagnie Nationale de Navigation francesa

Y así, poco a poco, fui viendo el puerto de Málaga entre la lluvia a través de los ojos de Antonio, a los camilleros descendiendo a los heridos, la dársena llena de hombres famélicos que penaban una derrota, los bultos entorpeciendo el desembarco, las gotas de lluvia golpeando los charcos. Volví a disfrutar con esa investigación detectivesca que me cuenta pormenores desconocidos de la vida de mis antepasados. Y a sorprenderme de los azares que continúan acercándome a documentos y a detalles que no sabía que pudiesen existir. Y una vez más, por encima del desaliento ante los errores y la falta de oficio, renació el presentimiento poderoso, la fe inquebrantable, inexplicable a la lógica. Volvió esa voz interior para repetirme que la historia de los mitaíllas, la que me contaban mis tías al calor de las cocinas, la que mi familia ha transmitido de forma oral a través de generaciones, tiene magia. Y, aunque sea contra todos los vientos, no va a haber nada ni nadie que logre impedir que de ella algún día nazca una novela. Solo espero que esté a la altura con la que supieron vivir sus personajes.


22 enero, 2012

El viejo que soñaba con leones marinos


A los libros les ocurre como a las ciudades. A menudo nos acercamos a ellos con la impaciencia de la primera visita, esa que nos lleva a tratar de descubrir sus joyas de forma casi precipitada, sin la pausa necesaria para apreciar todos los detalles. Guardo mejor recuerdo de las ciudades a las que vuelvo porque las suelo mirar con ojos más calmados. Hay novelas a las que volvemos muchos años más tarde para descubrir nuevos tonos que pasaron desapercibidos en nuestro primer viaje por sus páginas.

No recuerdo con precisión cuando leí El viejo y el mar de Ernest Hemingway. Creo que han pasado más de veinte años. En mi memoria quedó como una novela sencilla y muy amena. He regresado a ella porque era la primera lectura recomendada del tercer año de mi curso de novela. Me ha vuelto a deslumbrar esa aparente sencillez, pero esta vez  he aprendido mucho del enorme oficio con el que está escrita. Hemingway explicó muchas veces su teoría del iceberg para la construcción de una novela. Lo que cuenta en ellas es sólo una parte visible de la historia, debajo de la cual perviven muchos matices.

Ya en la primera frase va directo al grano: “Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez.” A partir  de ese momento toda la estructura narrativa está al servicio de la historia que nos quiere contar, la de Santiago, unos de los personajes más entrañables de la literatura. “El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto. Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.”

Hemingway nos describe al viejo pescador con maestría, pero más allá de las descripciones físicas, lo vemos a través de los diálogos. Pocos escritores escribieron diálogos tan maravillosos como él. Recuerdo un cuento suyo, Los asesinos, en el que conocemos toda la historia a través de la conversación que mantienen dos gánsteres en la barra de un restaurante y también por sus silencios, por todo aquello que no cuentan, pero que existe bajo el agua como la enorme masa de los icebergs y que el lector intuye e imagina.

“Marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo y entraron, la puerta estaba abierta. El viejo inclinó el mástil con su vela arrollada contra la pared y el muchacho puso la caja y el resto del aparejo junto a él. El mástil era casi tan largo como el cuarto único de la choza. Esta estaba hecha de las recias pencas de la palma real que llaman guano, y había una cama, una mesa, una silla y un lugar en el piso de tierra para cocinar con carbón. En las paredes, de pardas, aplastadas y superpuestas hojas de guano de resistente fibra había una imagen en colores del Sagrado Corazón de Jesús y otra de la Virgen del Cobre. Estas eran reliquias de su esposa. En otro tiempo había habido una desvaída foto de su esposa en la pared, pero la había quitado porque le hacía sentirse demasiado solo el verla, y ahora estaba en el estante del rincón, bajo su camisa limpia.” Al describirnos su choza, nos describe el alma del personaje y nos aporta un detalle sobre su soledad: la ausencia de la esposa, pero aunque podría darnos muchas explicaciones al respecto, el autor opta por un enorme silencio que hace que comprendamos mejor esa pérdida.


Con pocos personajes conseguirá el lector tanta empatía como con Santiago, todos tensamos la cuerda que le separa del pez, le ayudamos a golpear a los tiburones que se comen su presa tan preciada, todos le acompañamos en su lucha, que no es una pelea en solitario sino acompañado de miles de lectores cómplices que le acompañan en su última aventura.

Incluso a través la voz narradora, el autor consigue que empaticemos con el personaje. A través de esa tercera persona omnisciente consigue la distancia necesaria para que podamos admirar su talante y apreciar su lucha, pero es a través de sus monólogos, de sus deseos expresados en voz alta como llegamos al interior de Santiago y acabamos de identificarnos en su combate contra la derrota.



Hemingway consigue a través de esta obra reponerse de otra derrota. Su anterior novela “Al otro lado del río y entre los árboles” fue vapuleada por los críticos que empezaban a considerarlo un novelista acabado y viejo. Gracias a la historia de un anciano que decide no rendirse ante las adversidades, demostró que seguía siendo un gran escritor, como quedó demostrado con la concesión de los premios Pulitzer y Nobel poco tiempo después.

A Santiago siempre le queda el recuerdo de un pasado de juventud para acompañarle en su lucha “Se quedó dormido enseguida y soñó con África, en la época en que era muchacho y con las largas playas doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban los ojos, y los altos promontorios y las grandes montañas pardas. Vivía entonces todas las noches a lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido de las olas contra la rompiente y veía venir a través de ellas los botes de los nativos. Sentía el olor a brea y estopa de la cubierta mientras dormía y sentía el olor de África que la brisa de tierra traía por la mañana.”

Es precisamente en el recuerdo donde encuentra refugio para su última derrota. “Allá arriba, junto al camino, en su cabaña, el viejo dormía nuevamente. Todavía dormía de bruces y el muchacho estaba sentado a su lado contemplándolo. El viejo soñaba con los leones marinos.”

En El viejo y el mar todo está al servicio de la acción, desde la sencillez del lenguaje, la alternancia de las dos voces narradoras y los diálogos que hacen que la lectura discurra veloz. Grandes lecciones para cualquier aprendiz de escritor como una de sus máximas, que debería estar pegada a la mesa de trabajo de cualquier escritor “El trabajo de cada día solo debe interrumpirse cuando ya se sabe cómo se va a empezar al día siguiente”.




16 enero, 2012

Los sueños del calígrafo


“La literatura es un ajuste de cuentas con la vida, porque la vida no suele ser como la esperábamos”.

Leí esa declaración de Juan Marsé en una entrevista que le hicieron unos meses atrás, mientras yo acababa de leer su última novela, Caligrafía de los sueños, en los primeros días el año. El inicio de la misma me asaltó una tarde, creo recordar de primavera, mientras conducía. En uno de esos programas radiofónicos sobre libros, siempre breves, recomendaban obras leyendo algunos de sus párrafos.

“Torrente de las Flores. Siempre pensó que una calle con este nombre jamás podría albergar ninguna tragedia. Desde lo alto de la Travesera de Dalt inicia una fuerte pendiente que se va atenuando hasta morir en la Travesera de Gracia, tiene cuarenta y seis esquinas, una anchura de siete metros y medio, edificios de escasa altura y tres tabernas. En verano, durante los días perfumados de fiesta mayor, adormecida bajo un techo ornamental de tiras de papel de seda y guirnaldas multicolores, la calle alberga un grato rumor de cañaveral mecido por la brisa y una luz submarina y ondulante, como de otro mundo. En las noches sofocantes, después de la cena, la calle es una prolongación del hogar.”

De esa manera tan maravillosa sonaba el comienzo de la novela. Algunas nos atrapan desde la primera línea y ya no nos dejan. Si nos paramos a recordar, son muchas menos de las que pensamos. Pero cuando a vemos Vicky Mir tendida en los railes de una línea muerta del tranvía intentando un suicidio imposible ya quedamos para siempre atrapados con la historia.

La lectura de esos primeros capítulos coincidió con la publicación de las típicas listas que confeccionan los medios en un intento de inventariar los que consideran los mejores libros del año que acababa. En bastantes de ellas aparecía Caligrafía de los sueños junto a los repetidos por todas: Roth, Marías, McEwan, Franzen o Houellebecq. No suelo estar del todo de acuerdo con eso tipo de listas, pero la última novela de Marsé me parece magnífica. La maestría de su escritura está fuera de toda duda. Admiro su dominio del tiempo verbal en la narración. Aunque comienza en pasado, advirtiendo al lector, al inicio del segundo párrafo, que “Todo esto sucedió hace muchos años, cuando la ciudad era menos verosímil que ahora, pero más real”, nos sumerge de inmediato en el presente con el objetivo de que podamos presenciar, como un testigo más, la parodia del suicidio. La escena acaba con el final del primer capítulo cuando vemos a la señora Mir entrando en la taberna Rosales, espacio desde donde nos van a contar buena parte de la historia. Pero, aunque hace muchos años que entró por esa puerta, Marsé gira el tiempo al futuro para contarnos que “No hay que ser adivino para saber que la señora Mir pedirá en la barra una copita de coñac y un vasito de sifón del que apenas probará un sorbo”.

Sigo leyendo la entrevista y Marsé declara que nunca escribe sus libros a partir de ideas sino de imágenes. Caligrafía de los sueños está llena de ellas y son mágicas, pese a supurar una realidad llena de tristeza. Podemos ver la hierba que crece en la vía muerta de Torrente de las flores, “el húmedo entramado de una bungavilla empapada” bajo el que Ringo, el protagonista adolescente descubre por primera vez un cuerpo de mujer entre las piernas maravillosas de la no demasiado guapa Violeta Mir, a la que, sólo unas páginas, antes hemos visto bajar la calle del brazo de su madre camino del baile del domingo. También podemos ver el bordado rojo del yugo y las flechas moviéndose como una araña por la camisa azul del maestro, en la escena en la que Ringo empieza a descubrir que nada es como parece y él es un hijo adoptado. Y oler la mezcla de linimentos y humedades cuando las manos de la señora Mir masajean la espalda del muchacho o la mezcolanza a sudor rancio, polvos de talco, vinazo y cochambre que encuentra en su primera visita al Barrio Chino, plagado de burdeles y tascas baratas donde el piso está lleno de serrín y cabezas de gambas.

“Me interesan las emociones y los sentimientos, trabajo con ellos y no con ideas porque éstas son lo primero que se pudre en una novela” sigo leyendo en la entrevista. Yo no podría estar más de acuerdo. No distingo entre géneros, esas etiquetas (histórica, negra…) con las que tratan de clasificar a las novelas. Pienso que hay sólo dos tipos: las que llegan por la vía directa al corazón del lector y las que ni siquiera consiguen rozarlo. Es a través de las emociones de los personajes como el lector se identifica con ellos y se sumerge en la trama y Caligrafía de los sueños está repleta de personajes memorables, de derrotados por la guerra y la realidad de los días grises que tratan de encontrar en la fantasía una victoria imposible. Tan imposibles como pueden serlo un pianista de nueve dedos o un futbolista cojo. Marsé  comenta que ésta es su novela más autobiográfica. El protagonista, que se hacer llamar Ringo como el personaje de John Wayne en La diligencia, es un adolescente que despierta a la vida y en el que podemos encontrar muchos caracteres de la biografía del escritor: un joven del barrio de Gracia que descubre que es adoptado y que, mientras trabaja como aprendiz en una joyería, sueña con ser pianista o escritor. A través de él, de sus aventis, esos relatos orales donde los personajes de las novelas y las películas se mezclan con los de carne y hueso, vamos entrando en ese mundo de fantasía que trata de ajustar cuentas con la vida y escapar de la grisura de los primeros años de la postguerra. Vamos viendo las escenas de las películas e incluso leyendo los libros por los que siente devoción –Hemingway, Zweig entre otros- sin ni siquiera decirlo. Yo también acompañé al imbécil señor Macomber cuando trataba de cazar al león en las sabanas de África.

En esa realidad se mezclan pasado y presente y nada es lo que parece. Ni siquiera su padre, el presunto matarratas que siempre persigue las ratas azules -las más peligrosas que Ringo nunca logra ver- y que bajo su corazón anarquista se esconde un contrabandista, un luchador que se niega a rendirse ante una dictadura que se desarrolla “en el culo del mundo”. Pero de entre todos los personajes destaca la señora Mir, la cuarentona sanadora, viuda en vida de un falangista exdivisionario, de rodillas rechonchas, zapatillas de raso con borlas no muy limpias, que aplaca con sus friegas los ardores diversos y ocupa el centro de los chismorreos del barrio.


Una buena novela debe tener un buen final y Caligrafía de lo sueños lo tiene. Marsé nos conduce a lo largo de la historia dando saltos en el tiempo entre presente y pasado con la intención de contarnos los detalles en el momento más indicado y se reserva uno para el final. Aunque va dejando migas de pan que el lector descubrirá ya tarde, nos entrega en los últimos párrafos la revelación de todas esas pistas sobre la que pasamos de puntillas, porque el autor nos lleva a donde pretende para que descubramos de su mano el contenido de una carta de revuela durante buena parte de la novela.

Marsé que nació en el universo de los condenados aprendices de nada, convirtió en realidad los sueños del calígrafo adolescente para convertirse en uno de los mejores escritores catalanes de todos los tiempos. La cantidad de premios recibidos (Biblioteca Breve, Planeta, dos veces el de la Critica, Nacional de Narrativa, Cervantes entre otros) así lo atestigua. Pese a ello, los medios de comunicación y los cenáculos culturales catalanes, que pecan con demasiada frecuencia de un nacionalismo provinciano, no le dan la importancia que se merece. Comparte con Barral, Gil de Biedma, Mendoza, Goytisolo un pecado: haber escrito en castellano. Yo creo que está muy por encima de otros a los que ensalza sin tanto mérito. Yo al menos daría un dedo meñique por escribir la mitad de bien que lo hace Marsé.