30 enero, 2012

Veinte mil visitas de viaje compartido


Toda celebración encierra la semilla de un porvenir. El pasado es historia, aunque se trate de historia inesperada. Como el número de visitas al blog de desbocó en los últimos días, ayer alcanzó las veinte mil sin que tuviera preparadas estas palabras.  Veinte mi visitas de un viaje compartido por cientos de capitanes Nemo que tampoco tienen nombre, ni siquiera cara, pero que alguna botella les arrojó a este playa de robinsones donde, entre jirones de niebla, cuento la historia de mi familia, de otros que vivieron su tiempo, de libros que me enseñaron lo maravillosa que puede ser la literatura y mi esfuerzo por moldear las palabras para convertir todo eso en una novela.

Veinte mil visitas. Hay blogs que logran eso en horas o en unos pocos días, pero yo, cuando comencé el viaje, nunca pensé que llegaría tan lejos. Tardé quince mese en alcanzar las primera cinco mil, la mitad para doblar esa cifra. Sólo en el último mes son más de 2.200. En este tiempo se han acercado personas que querían conocer cuales habían sido los itinerarios de mi búsqueda. También ellos tenían historias de antepasados dormidas en el cajón del olvido. Y aunque no haya un camino único, sino muchos diferentes y tortuosos yo les expliqué el que había seguido. Otros me han escrito para de contarme que también los suyos compartieron algunos de los episodios por los que pasaron los míos, que incluso combatieron en el mismo campo de batalla de hace 125 años. Llegaron visita mágicas. A través de este blog conocí a un hijo de mi abuelo del que nada sabíamos.

Vuelvo a leer las palabras que escribí en septiembre de 2.009. “Hoy empieza un viaje que no sé a dónde me llevará, ni cuánto tiempo durará, pero en el que estoy seguro que disfrutaré de muchas sorpresas.” Después de todas las experiencias no me queda ninguna duda de que aún faltan muchas sorpresas por disfrutar. Gracias a todos aquellos que comparten el viaje conmigo.

Y para celebrarlo aquí dejo un fragmento de esa novela que va avanzando lentamente, pero que nunca se detiene.

María camina con ese andar fatigado, no por el cansancio, sino por la tristeza, que desgasta con pasos nerviosos el suelo del pasillo que la conduce hacia la calle. Del techo cuelga una solitaria bombilla blanca, suficiente para deslumbrar unos ojos que se han acostumbrado a las sombras y que ahora miran al suelo con un ademán que busca un refugio imposible. Entre algunas colillas aplastadas ve los zapatos sucios de los guardias, dos pares a cada lado, el de la derecha los tiene además muy gastados,  a su compañero le vienen cortos los pantalones, ambos permanecen en silencio. El que anda a su izquierda tiene un bigote negro, muy poblado, que no logra esconder los dientes sucios cuando esboza una sonrisa. Su acompañante tiene cara de pez y unas mejillas rollizas de buen comer. La mira con pena y amaga con decirle algo, pero no se atreve. La poca esperanza se diluye al final del corredor que la arroja a una realidad desenfocada, a una calle desierta de farolas tristes donde le espera una vieja camioneta, rodeada por más hombres impacientes que apuran sus cigarrillos como si desearan acabar lo antes posible  la orden para la que esperan desde hace rato. Después de varios días en el interior del cuartel, la brisa de la calle debería oler a gloria, pero el aire de la última madrugada se escapa como el agua entre los dedos. Mira los borrones de luz que las farolas cuelgan de la oscuridad de la noche. Iluminan sombras que aguardan y comienzan a moverse cuando ella se acerca caminando sobre el empedrado húmedo. El hombre de cara de pez la ayuda a subir a la parte trasera del vehículo, mientras los demás acomodan sus cuerpos en el  banco frío de metal. El último pisotea el pitillo. Gira la pierna. Lo  aplasta contra la arena y se sacude una manga del pantalón para quitar los restos de ceniza antes de saltar al interior.

Sentada en la caja de la camioneta, rodeada por las caras de los guardias que bambolean el sueño, María observa como la amanecida, apenas incipiente, trata de vencer a la oscuridad de la noche y la acerca a su destino, a una velocidad que no esquiva los baches y se acelera con los cambios de marcha.



A María, siempre en su recuerdo y en el de todos los mitaíllas que me contaron la historia más maravillosa que conozco.


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