23 junio, 2013

Un honor

Para mi es todo un honor que Antonio Muñoz Molina, uno de mis escritores favoritos, una de las personas que más admiro y reciente Premio Príncipe de Asturias de las Letras, publique hoy en su web un texto mío: El calor del verano indigesta los sueños, que apareció en este blog en agosto pasado.

http://xn--antoniomuozmolina-nxb.es/2013/06/el-calor-del-verano-indigesta-los-suenos-por-jm-velasco/

22 junio, 2013

Desaliento

Unos días atrás leí, en la contraportada de El País, una entrevista al escritor italiano Alessandro Baricco.


Su novela Seda estaba incluida entre la lista de lecturas recomendadas del último año de mi curso de narrativa. Aprovecho para recomendarla: es tan breve que se lee en un suspiro y se convierte en un magnifico ejercicio de estilo, en una historia de una belleza cautivadora.

Buena parte de la entrevista versaba sobre el oficio de escribir y Baricco insistía en algo que comparto: aunque mucha gente no lo imagine, se puede aprender a escribir una novela. Como todo oficio, está sujeto a aprendizaje. Obviamente si no se tiene una cualidad, ésta no puede ser desarrollada, pero con esfuerzo tenaz siempre pueden conseguirse resultados, aunque no siempre sean los que se buscan. Cuando le preguntaban por las cualidades que debía tener un novelista, remarcaba la seguridad en uno mismo. Por experiencia, creo que resulta imprescindible: es tan grande el desaliento ante la propia incapacidad a la hora de construir una historia, de encontrar la voz adecuada para narrarla, que sólo una fe inquebrantable puede salvarnos del miedo, de la rendición, del escape que representar abandonar.

Me ha llevado más de dieciséis meses escribir un capítulo, el que probablemente será el séptimo de mi novela. A lo largo de todo ese tiempo las dudas han sido (siguen siendo) infinitas y las certezas muy pocas. El borrador, con sus sesenta y cinco páginas (curiosamente un texto más largo que toda la novela Seda,) ha quedado en barbecho, a la espera de una revisión posterior cuando tenga que levantar todo el andamiaje de esos capítulos que forman parte de un futuro inhóspito, aún no escrito.

Mi enorme sufrimiento ha sido minúsculo, infinitamente pequeño si lo comparamos con el de los personajes que lo protagonizan. A lo largo de este blog he hablado mucho del contexto histórico que lo rodea, borrado de la historia por los vencedores y también por los vencidos.

De entre todas las escenas, hay una que sigue dando vueltas en mi cabeza. En la mañana del 9 de febrero de 1.937 los barcos Almirante Cervera y Canarias se acercaron a la carretera que serpenteaba la costa entre Nerja y Maro y comenzaron a disparar contra las colinas que se precipitaban sobre el mar. No fallaron sus disparos: sabían que harían más daño, ya que el alud de rocas se precipitó sobre las personas que intentaban huir. La carretera quedó convertida en una ratonera, en la tumba para cientos de personas.

Crucero Almirante Cervera


Cuando miro las viejas fotografías de los buques y releo los testimonios de los supervivientes, un escalofrío me recorre la espalda. A veces me engaño, quiero creer que hay historias que necesitan del tiempo para ser escritas. Las mentiras resultan necesarias para seguir adelante cuando el aprendiz de escritor se siente muy pequeño ante una historia tan grande. Sólo la necesidad imperiosa de contarla me mantiene inasequible al desaliento.

Crucero Canarias


“El paisaje se convirtió en una deriva de ojos sin mirada, un ir y venir de piernas que buscaban un lugar donde ponerse a salvo. Las embarcaciones estaban ya tan cerca que podía ver las caras de los marineros que se movían por la cubierta y saltaban de alegría cada vez que acertaban un objetivo. Una vieja camioneta quedó aplastada por el alud sin que ninguno de sus ocupantes tuviera tiempo para dispersarse por las zanjas cercanas. Un mulo asustado estalló por los aires convertido en un amasijo de vísceras. Durante varios minutos las explosiones reverberaron en un eco continuo, ensordecedor, que se esparcía entre los barrancos. Era el sonido del infierno.

La distancia entre la vida y la muerte dependía de unos segundos, de unos metros: los que elegía el azar para caer con todo su ímpetu. La muerte barrió el aire con un fragor ronco, acompañado por la intermitencia de los resplandores y el zumbido de los proyectiles que  resonaban por todas partes. Las siluetas caían, quedaban tendidas sobre el asfalto. La tierra sacudida granizaba sobre los cuerpos ya inmóviles. Las caras de los que corrían se emborronaban sin otra escapatoria que buscar refugio lejos de los barcos. Los cañones continuaron tronando durante un tiempo interminable y el fuego graneado no cesó de buscar su presa, jadeaba hambriento de sangre inocente.

José se transformó en un ovillo escondido y fue arrastrándose con la boca pegada al suelo durante un tiempo imposible de contar. Tenía el sabor seco de la tierra en el paladar cuando por fin pudo levantarse.

Los barcos se marcharon dejando un paisaje desolador. La carretera estaba repleta de rocas, de cadáveres destrozados, de personas malheridas. Junto a él encontró un carrito volcado, sólo le quedaba una rueda que seguía girando sin parar. Del interior asomaba la manita de un niño. Luego la rueda por fin se detuvo. Más allá una mujer reía histérica mientras mostraba el cuerpo inmóvil de su hija. Un carabinero se lanzó por el acantilado cuando descubrió a su esposa muerta. Un chiquillo corría como loco, gritaba buscando a su abuelo. Los ruidos habían cesado, pero no regresó el silencio. Lo impedían los gemidos de los que solicitaban ayuda, las lamentaciones de los que habían perdido a sus familiares. El mundo se redujo a un universo muy pequeño de cosas precarias. Todo podía desaparecer en un momento, nada era seguro. Un trozo de pan, un breve instante de calma, un rayo de sol, un trago de agua fresca se convirtieron en grandes tesoros que bastaban para certificar que la vida continuaba, un lujo fuera del alcance de los que quedaron sobre la calzada. Pero ni siquiera había tiempo para llorar a los caídos. Los que podían andar se levantaron despacio y siguieron avanzando.”


Es una carrera muy larga: lo importante es medir los esfuerzos, no abandonar nunca por muy lejos que esté la meta.  Y cuando lo veo todo más oscuro, acudo a una vieja fotografía de mi abuela, una que me gusta mucho y en la que aparece muy joven. Cuentan que había ido al mar y que conservó el erizo negro que cuelga de su cuello como una joya, pero esa es otra historia, un pequeño detalle a explorar en el futuro, el hilo del que tirar como idea inicial de una escena que ya ronda mi cabeza.