Unos días atrás leí, en la
contraportada de El País, una entrevista al escritor italiano Alessandro
Baricco.
Su novela Seda estaba
incluida entre la lista de lecturas recomendadas del último año de mi curso de
narrativa. Aprovecho para recomendarla: es tan breve que se lee en un suspiro y
se convierte en un magnifico ejercicio de estilo, en una historia de una
belleza cautivadora.
Buena parte de la entrevista
versaba sobre el oficio de escribir y Baricco insistía en algo que comparto:
aunque mucha gente no lo imagine, se puede aprender a escribir una novela. Como
todo oficio, está sujeto a aprendizaje. Obviamente si no se tiene una cualidad,
ésta no puede ser desarrollada, pero con esfuerzo tenaz siempre pueden
conseguirse resultados, aunque no siempre sean los que se buscan. Cuando le preguntaban
por las cualidades que debía tener un novelista, remarcaba la seguridad en uno
mismo. Por experiencia, creo que resulta imprescindible: es tan grande el
desaliento ante la propia incapacidad a la hora de construir una historia, de
encontrar la voz adecuada para narrarla, que sólo una fe inquebrantable puede
salvarnos del miedo, de la rendición, del escape que representar abandonar.
Me ha llevado más de dieciséis
meses escribir un capítulo, el que probablemente será el séptimo de mi novela.
A lo largo de todo ese tiempo las dudas han sido (siguen siendo) infinitas y
las certezas muy pocas. El borrador, con sus sesenta y cinco páginas
(curiosamente un texto más largo que toda la novela Seda,) ha quedado en
barbecho, a la espera de una revisión posterior cuando tenga que levantar todo
el andamiaje de esos capítulos que forman parte de un futuro inhóspito, aún no
escrito.
Mi enorme sufrimiento ha
sido minúsculo, infinitamente pequeño si lo comparamos con el de los personajes
que lo protagonizan. A lo largo de este blog he hablado mucho del contexto
histórico que lo rodea, borrado de la historia por los vencedores y también por
los vencidos.
De entre todas las escenas,
hay una que sigue dando vueltas en mi cabeza. En la mañana del 9 de febrero de
1.937 los barcos Almirante Cervera y Canarias se acercaron a la carretera que
serpenteaba la costa entre Nerja y Maro y comenzaron a disparar contra las colinas
que se precipitaban sobre el mar. No fallaron sus disparos: sabían que harían
más daño, ya que el alud de rocas se precipitó sobre las personas que intentaban
huir. La carretera quedó convertida en una ratonera, en la tumba para cientos
de personas.
Crucero Almirante Cervera |
Cuando miro las viejas
fotografías de los buques y releo los testimonios de los supervivientes, un
escalofrío me recorre la espalda. A veces me engaño, quiero creer que hay
historias que necesitan del tiempo para ser escritas. Las mentiras resultan
necesarias para seguir adelante cuando el aprendiz de escritor se siente muy
pequeño ante una historia tan grande. Sólo la necesidad imperiosa de contarla
me mantiene inasequible al desaliento.
Crucero Canarias |
“El paisaje se convirtió en una deriva
de ojos sin mirada, un ir y venir de piernas que buscaban un lugar donde
ponerse a salvo. Las embarcaciones estaban ya
tan cerca que podía ver las caras de los marineros que se movían por la
cubierta y saltaban de alegría cada vez que acertaban un objetivo. Una vieja
camioneta quedó aplastada por el alud sin que ninguno de sus ocupantes tuviera tiempo para dispersarse por las zanjas
cercanas. Un mulo asustado estalló por los aires convertido en un amasijo de
vísceras. Durante varios minutos las explosiones reverberaron en un eco
continuo, ensordecedor, que se esparcía entre los barrancos. Era el sonido del
infierno.
La distancia entre la vida y la muerte
dependía de unos segundos, de unos metros: los que elegía el azar para caer con
todo su ímpetu. La muerte barrió el aire con un fragor ronco, acompañado por la
intermitencia de los resplandores y el zumbido de los proyectiles que resonaban por todas partes. Las siluetas
caían, quedaban tendidas sobre el asfalto. La tierra sacudida granizaba sobre
los cuerpos ya inmóviles. Las caras de los que corrían se emborronaban sin otra
escapatoria que buscar refugio lejos de los barcos. Los cañones continuaron
tronando durante un tiempo interminable y el fuego graneado no cesó de buscar
su presa, jadeaba hambriento de sangre inocente.
José se transformó en un ovillo
escondido y fue arrastrándose con la boca pegada al suelo durante un tiempo
imposible de contar. Tenía el sabor seco de la tierra en el paladar cuando por
fin pudo levantarse.
Los barcos
se marcharon dejando un paisaje desolador. La carretera estaba repleta de rocas, de cadáveres destrozados, de personas
malheridas. Junto a él encontró un carrito volcado, sólo le quedaba una rueda
que seguía girando sin parar. Del interior asomaba la manita de un niño. Luego
la rueda por fin se detuvo. Más allá una mujer reía histérica mientras mostraba
el cuerpo inmóvil de su hija. Un carabinero se lanzó por el acantilado cuando
descubrió a su esposa muerta. Un chiquillo corría como loco, gritaba buscando a
su abuelo. Los ruidos habían cesado, pero no regresó el silencio. Lo impedían
los gemidos de los que solicitaban ayuda, las lamentaciones de los que habían
perdido a sus familiares. El mundo
se redujo a un universo muy pequeño de cosas precarias. Todo podía desaparecer
en un momento, nada era seguro. Un trozo de pan, un breve instante de calma, un
rayo de sol, un trago de agua fresca se convirtieron en grandes tesoros que
bastaban para certificar que la vida continuaba, un lujo fuera del alcance de
los que quedaron sobre la calzada. Pero ni siquiera había tiempo para llorar a
los caídos. Los que podían andar se levantaron despacio y siguieron avanzando.”
Es una carrera muy larga: lo
importante es medir los esfuerzos, no abandonar nunca por muy lejos que esté la
meta. Y cuando lo veo todo más oscuro,
acudo a una vieja fotografía de mi abuela, una que me gusta mucho y en la que
aparece muy joven. Cuentan que había ido al mar y que conservó el erizo negro
que cuelga de su cuello como una joya, pero esa es otra historia, un pequeño
detalle a explorar en el futuro, el hilo del que tirar como idea inicial de una
escena que ya ronda mi cabeza.
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