10 marzo, 2013

Cincuenta mil miradas


Los sucesos pequeños se pierden en la vorágine de los días que no se detienen. Hace ya más de una semana el blog alcanzó las cincuenta mil visitas. Cincuenta mil miradas que me animan a seguir escribiendo. Una novela es una larga maratón que requiere de mucha resistencia, pero cada vez que publico una entrada aquí traspaso una pequeña meta, una victoria insignificante que me empuja a seguir avanzando. Tardé quince meses en alcanzar las cinco mil visitas. Ahora esa cifra la alcanzo en menos de dos. El que busque en google “novela guerra civil española” encontrará que la primera referencia que aparece le lleva a mi blog. Sólo esa entrada ya acumula más de ocho mil visitas. Nadie escribe con la intención de que sus textos de duerman en el cajón del olvido, por eso, que haya gente que se interese por lo que escribo es motivo de orgullo, también de agradecimiento.

Por ello dejo aquí el inicio del capítulo 7 de mi novela, ése que llevo más de un año  tratando de escribir y al que ya sólo le faltan unas pocas páginas.

Hay mañanas en las que es mejor no levantase de la cama, días marcados en un almanaque invisible que vienen dispuestos a cambiarnos la vida para siempre. Y cuando aparecen, sólo traen malos presagios que tardan muy poco en hacerse realidad. Aquel martes de enero de mil novecientos treinta y siete despertó muy frío, con un cielo inhóspito que anunciaba nieve, pero la nieve aún tardaría varios días en aparecer. No había suficiente quietud, ese silencio antiguo que anticipa la nevada. El sol se hacía de rogar; por mucho que, desde la navidad, competía con las noches y les iba limando poco a poco su espacio.
A Ángeles le gustaba ver esa lucha: cada amanecer llegaba unos segundos más temprano. Cuando se espera hay tiempo para fijarse en esos detalles y, como cada mañana, aguardaba en el Puente del Palo a los amigos que le acompañarían buena parte del camino a pie hasta el trabajo. El viento del amanecer le mordía las orejas. Era un viento afilado que le calaba el vestido negro; descendía inoportuno de las nieves de la sierra para abofetearle el rostro aún adormilado cuando decidió subirse las solapas del abrigo, abrocharse hasta el último botón y armarse de paciencia. La escarcha blanqueaba los campos de la vega y un frío desagradable hacía más incómoda la espera.
La jornada iba a ser dura. En esa época del año, tras la recogida de las hojas de tabaco, en la fábrica las cigarreras trabajaban sin descanso para ganarse el jornal. Era demasiado pronto para que circulara el tranvía, pero eso no tenía ninguna importancia: el dinero no hubiera alcanzado para pagar el billete. La cita formaba parte de su rutina. Ese día, en cambio, la tardanza era extraña. Empezaba a ponerse nerviosa cuando vio a un hombre muy alto que venía de la ciudad. El vaho entrecortado que salía de su boca indicaba la rapidez de sus pasos. Estaba asfixiado, pero nada más reconocerla se le acercó a toda prisa.
−¡Ángeles tienes que esconderte! ¡No vayas a Granada! Un grupo de falangistas os espera en la ribera de Genil –le dijo mientras tomaba aliento−. Paran a todo el mundo –continuó con la voz entrecortada−;  detienen a los que les da la gana y los suben a un camión.
El miedo nubló la cara de la muchacha. El luto no podía esconder la expresividad de sus ojos. Mientras, el hombre trataba de recuperar el resuello.
−¡Vete chiquilla! ¡No puedes quedarte aquí! Corres mucho peligro. Acuérdate de lo que le pasó a tu hermano.
La muerte de Paco le borró la sonrisa contagiosa que siempre le había acompañado y acentuó el carácter rebelde de sus dieciséis años.
−Roque está al mando del grupo y ya sabes las ganas que os tiene a los Mitaíllas. ¡Corre!
Ángeles no sabía dónde esconderse. Temía regresar a su casa. Era muy probable que, después de detener a todos los que pillaran en el camino a Granada, se acercaran a Uriana a terminar la cacería. Tampoco sabía nada de sus compañeros.
−¡No te preocupes, mujer! Ya me encargo yo de avisar a todos los que encuentre. ¡Tú tienes que quitarte de en medio ahora mismo!
Sin tiempo para pensar, se internó en un maizal cercano. Las altas cañas  improvisaron el escondite. Estaban resecas y amarillentas. Nadie había trabajado la parcela durante los últimos meses. El cuerpo del propietario apareció con un tiro en la cabeza en las primeras semanas de la guerra, pero las plantas siguieron creciendo, llegó el otoño y quedaron abandonadas sin que nadie se preocupara de recoger la cosecha. Se levantaban como fantasmas inesperados en mitad del invierno. Escondida entre ellas, Ángeles recordaba cómo la preocupación, que nació durante los primeros días con el alzamiento de los militares, se fue extendiendo a medida que aumentaron las detenciones, los cadáveres que aparecían abandonados en los caminos, siempre en una postura imposible. Algunos, con los ojos aún abiertos, conservaban el miedo de la última mirada; otros, replegados sobre sí mismos junto a un charco de sangre seca, sólo eran un bulto de ropa. Desde el asesinato de Paco, toda su familia había sobrevivido con el miedo a que cualquier vecino les señalara, a convertirse en uno de esos cuerpos sin vida y se encerraron en una casa invadida por la tristeza.

En recuerdo de Ángeles, de Paco, de María ... de todos los personajes de la historia más maravillosa que me han contado

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