Cuando hace unos meses comencé a despertar a algunos de mis viejos escritos del cajón del olvido, no imaginaba que el blog, que empezaba temerosamente a escribir, alcanzaría las cinco mil visitas. En aquel momento, ni siquiera había decidido aún escribir la novela que llevaba dando vueltas en mi cabeza desde que era casi un niño. Con el paso del tiempo, ambos han ido avanzando por caminos paralelos, pero necesarios. De hecho, la investigación para novela me ha suministrado la materia prima que ha acabado por monopolizar el contenido del blog, pero ha sido al escribir estas historias que cuelgo de internet, cuando me he liberado de la enorme presión que supone escribir un libro.
El profesor de mi curso de novela dijo, en la clase del último sábado, que el escritor que tiene un buen principio y un buen final ya lo tiene casi todo. Lo comparó con los músicos de jazz que pueden llegar a improvisar grandes momentos a partir de un punto de partida y un cierre brillantes. Cuando lo oí no pude dejar de sonreír. La historia que encontré en el consejo de guerra de mi abuela, el sufrimiento que cuenta su informe penitenciario, los detalles sobre la Guerra de Cuba y la tercera Guerra Carlista que narra el expediente militar de mi tatarabuelo, los silencios que no explica la ficha con la que los vencedores clasificaron a mi abuelo tras su derrota en el 39… me han ofrecido una gran cantidad detalles novelescos, que constituyen un magnífico material literario con los que construir una trama. Tengo un principio vigoroso y una historia repleta de acción hasta el final… pero no tengo nada.
Sin la voz adecuada para contarlo no tengo nada. Sin el punto de vista que me acerque a los personajes no puedo hacérselos sentir al lector. Sin un estilo con el que envolver lo que quiero contar no puedo generar adicción por la lectura. El andamiaje sobre el que se construye una novela resulta extremadamente difícil. Es, en esa constante búsqueda, donde se encuentra el sufrimiento y sin sufrimiento no hay novela. Por eso, la escritura del blog me resulta liberadora. Libre de miedos, puedo engañar al papel en blanco para contar algunas de esas historias sin las ataduras que sufro cuando trato de esbozar el inicio de un capítulo. Sin las limitaciones de la trama, en la que no tenían cabida las historias paralelas de otros personajes que vivieron en aquel contexto histórico, me puedo permitir contar detalles de las biografías de personas apasionantes sobre las que me apetecía escribir. Así ha ido pasando el tiempo hasta alcanzar la 109ª entrada que va a representar este texto y, lo más importante, las 5.000 visitas que han entrado a leer cualquiera de ellos en los últimos catorce meses. Es una cifra muy modesta. Hay blogs que cuentan con decenas de miles de visitas diarias. Pero a para mí es un honor que mis amigos y todos aquellos a los que google les ha acabado arrojando a la arena de la playa de dormidasenelcajondelolvido lo hayan hecho posible.
Por ello y para celebrarlo, quiero colgar aquí hoy un pequeño texto que forma parte de ese andamiaje tan complejo que trato de levantar. Más allá de los hechos históricos está la imaginación, la capacidad para novelar lo que muy probablemente ni siquiera ocurrió, para inventar una escena que ayude a atrapar al lector. La investigación histórica me aportó un dato real: la llegada del cinematógrafo a Málaga a finales de 1.896, la enorme expectación que generó el nuevo invento entre todas las clases sociales de la ciudad, sus primeras proyecciones en cafés y en barracones de feria. Fue entonces cuando decidí que una de las cosas que más desearía mi bisabuela compartir con su padre, a su regreso de aquella guerra caribeña y lejana, sería que le acompañara en su primera sesión del cinematógrafo. En ese momento de inspiración en mitad de ninguna parte, en la que un músico de jazz es capaz de crear un momento único, yo escribí unas líneas que no me acaban de gustar, pero que el tamiz del tiempo acabará por reflejar en la novela…
Antonia entró en aquel barracón con la expectación propia de quien se sumerge en un mundo nuevo que recordará toda la vida. Una vez dentro, le sorprendieron las filas de sillas alineadas, que ya estaban ocupadas en su mayoría por un público tan inquieto como ella y que sólo compartía un deseo: que empezara la función. Cuando las lámparas de la sala se apagaron, los asientos crujieron y un misterioso silencio se apropió del lugar, que más parecía un templo a la espera de un milagro. Entonces apareció un haz de luz blanca, en el que viajaban cientos de diminutas motas de polvo. Al llegar a la pantalla comenzó, como por arte de magia, a proyectar imágenes. Sobre la tela apareció entonces una multitud de personas, que caminaban deprisa, con unos movimientos extraños y desacompasados. Los tranvías circulaban en todas las direcciones por las amplias avenidas de lo que se adivinaba una gran ciudad extranjera, tan diferente a lo que ella había conocido, tan hermosa como lo que nunca llegaría a conocer. En ese momento, su padre, en cuyo corazón latía la misma admiración por ese invento nuevo, pudo comprobar cómo, entre el universo oscuro de las sombras, los ojos de su hija se agrandaban como platos. La sesión duró apenas unos minutos que a Antonia le pasaron con la velocidad de un relámpago, pero que, luego el recuerdo se encargaría de alargar como hace siempre con las cosas que nos gustan demasiado. […] Luego el recinto quedó a oscuras por unos segundos, los que tardaron en encender las lámparas de nuevo y Antonia, […] descubrió que su padre continuaba a su lado y le abrazó con la fuerza de quien ha recuperado para siempre a alguien muy querido.
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