08 enero, 2013

Una declaración


Como ya expliqué en otra entrada, la relectura de una novela a menudo aporta la calma que permite reparar en detalles que pudieron pasar desapercibidos la primera vez y que provocan un disfrute mayor de la misma. He vuelto a Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi unos quince años más tarde para certificar la magnífica impresión que me causó entonces. He leído sus ciento setenta y cuatro páginas en un suspiro, en los trayectos de dos días de diciembre en un vagón de cercanías.

Así, el paisaje gris de final de otoño que rodeaba al tren –con sus cielos nublados, las estaciones tristes, los tejados de los suburbios, las fábricas- dio paso al calor del agosto lisboeta de 1.938 y Pereira regresó de entre la brisa atlántica para confirmarse, al menos en mi opinión, como uno de los mejores personajes de la literatura. Me recuerda a otro anciano memorable: el Santiago que Hemingway retrató en El viejo y el mar. De hecho, hay muchos aspectos en los que ambas obras comparten maestría: el tamaño breve; el estilo sobrio, sencillo, con el que atrapan al lector desde el primer párrafo; la rápida empatía que ambos escritores consiguen crear hacia sus protagonistas; los silencios, esa manera pausada con la que acercan al personaje a través de detalles maravillosos, pequeños en muchos casos. En el caso del maduro periodista portugués lo consigue a través de las conversaciones con el retrato de su esposa difunta o la gula imposible de resistir que le lleva a disfrutar esas “omelettes” a las finas hierbas y las limonadas con mucha azúcar del café Orquídea. De hecho, es imposible leer la novela sin que aparezcan unas irrefrenables ganas de comerse una tortilla, de beberse algún refresco o de callejear por Lisboa. De igual forma que es imposible no sentirse cansado ante las cuestas por las que serpentea el tranvía o sentir el “sudario de bochorno” que envuelve la ciudad y “aquel triste cuartucho de Rua Rodrigo da Fonseca, en el que zumbaba un ventilador asmático y donde siempre había olor a frito por culpa de la portera”


Al igual que Santiago en su lucha con el pez, Pereira se transforma a lo largo de las páginas. Y lo va haciendo de la forma que explica en ellas el doctor Cardozo, otro personaje por el que es inevitable sentir simpatía: un nuevo yo hegemónico toma el control de la confederación de almas con el objetivo de cambiar su personalidad y convertir al cansado y gris redactor en un héroe que decide dejar atrás el pasado y tomar partido. Lo hace en una Europa en la que el fascismo se presenta como una amenaza que se va agrandando a través de los pequeños agujeros por los que se cuela en la narración. El agobiante entorno político de la dictadura salazarista se hace cada vez más presente a través de la censura que sufre el protagonista, de las opiniones que le transmite el camarero que cada noche oye las noticias radiofónicas de Londres, de las críticas hacia la barbarie que cometen las tropas franquistas que luchan al otro lado de la frontera -de las que forman parte los voluntarios portugueses del Batallón Viriato- y, finalmente, de la persecución de sufre Monteiro Rossi, el joven ayudante, creador de artículos impublicables, que encarna todo a lo que Pereira renunció y cuya presencia genera el último punto de giro que se ha venido presintiendo a lo largo de la obra, el que hará que Pereira actúe con la complicidad total y absoluta de los sentimientos del lector.

Más allá de la emoción de la historia y la empatía de los personajes, hay otros dos elementos a destacar. El estilo sencillo, siempre con la palabra justa, que traslada la narración de forma directa a la persona que la lee y, sobre todo, la voz narradora: el testigo, presuntamente lejano, objetivo, frio que nos explica los hechos acudiendo con frecuencia a esas dos palabras, sostiene Pereira, que dieron título a la edición española y que se repiten una y otra vez como un mantra que engarza y hace avanzar la trama. El titulo original en italiano, La testimonianza, es toda una declaración, ya que la palabra, que podría traducirse por testimonio, tiene aquí un componente más formal, la intención de dejar constancia, la declaración del testigo, como si de un policía, un juez o un notario se tratara, que decide qué aspectos son relevantes y cuáles deben quedar silenciados

El manejo de los silencios es una de las mayores artes de la novela, también una de las más difíciles. A menudo, los escritores que carecemos de oficio tendemos a explicar demasiados pormenores, inseguros de que nuestro lector pueda entender todo lo que hierve en nuestra cabeza y que no tenemos la habilidad de transmitir.  Un exceso de explicitud puede arruinar una novela, aburrir a quien intenta leerla. La correcta administración de lo que se cuenta, pero también de lo que se silencia, de lo que el lector interpretará al vuelo, en cada caso de forma posiblemente distinta, es lo que genera la tensión necesaria que invita a seguir leyendo. Y también en eso Tabucchi es un maestro, como Hemingway.



Hay magníficos escritores que me resultan pedantes, insoportables cuando opinan sobre el mundo que les ha tocado vivir. Otros, en cambio, se comprometen con la sociedad y eso los acerca, les da una proximidad cómplice. Tabucchi era de los segundos. Nacido en Vecchiano, casi por accidente como explicó en alguna entrevista: "Nací el 24 de septiembre de 1943. Aquella noche los americanos empezaron a bombardear Pisa para liberarla de los nazis. Mi padre, subido en una bici, nos trajo a mi madre y a mí hasta aquí, donde vivían los abuelos", estaba destinado a arremeter contra los políticos fantoches. Criticó a Berlusconi hasta su muerte -que se produjo hace escasos meses-. Los fantoches continuarán existiendo, pero siempre tendremos a Tabucchi y a Pereira para dar un paso al frente y denunciar su mediocridad, para abrirnos una puerta a la esperanza entre la grisura que nunca acaba. Siempre nos quedarán historias con las que soñar y con las que entender mejor las mentiras que nos cuentan. Siempre nos quedará la Lisboa maravillosa de Tabucchi.


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