14 octubre, 2012

El camino a seguir.


El escritor es un pequeño dios que crea seres sobre los que decide su destino y puede utilizar el tiempo a su antojo, estirándolo o acortándolo como mejor se adapte a la historia. El tiempo narrativo no entiende de relojes y uno de los mejores ejemplos sobre el uso de la temporalidad lo podemos encontrar en El camino de Miguel Delibes. La novela comienza cuando su protagonista, a punto de acabar su infancia, se revuelve de insomnio en su camastro la noche anterior a emprender un nuevo camino que cambiará su existencia. Daniel, que está a punto de abandonar su casa para marchar a estudiar a la ciudad, repasa durante esas horas mediante analepsis -los famosos flashback de las películas- las anécdotas que les suceden a los habitantes de su pequeño pueblo. Acaba a la mañana siguiente, minutos antes de partir a la estación de tren, pero en el intervalo de una sola noche de despliega la maravillosa crónica de su corta vida y también la de sus vecinos.

El tiempo no avanza de forma lineal, sino circular, a través de la evocación de pequeñas historias que se entrecruzan y que su autor nos va contando de forma dosificada, engarzando unas con otras a lo largo de todo el libro. Así consigue que nos resulte muy difícil abandonar la lectura.

Un buen escritor hace que sus lectores se crean inteligentes. A menudo podemos encontrarnos autores que intentan ser novedosos y deforman su trama en pedazos que luego sólo ellos saben recomponer. Algunos son aclamados incluso por esnobistas que aplauden sus trucos, sus juegos formales que orbitan sobre un insulso vacío. Delibes entrecruza las historias de los diferentes personajes de El camino de forma que el lector va disfrutando con la evolución de todos ellos que confluye en un retablo tan real como la vida misma.

A veces lo que parece más sencillo puede ser lo más difícil de crear y lo que se lee con facilidad sólo puede haberse concebido con mucho oficio. Delibes borda la construcción de esta novela. Para ello, depura un lenguaje sencillo sin renunciar nunca a la capacidad poética. Y, aunque siempre están presentes las palabras que comenzaron a perderse en la arqueología de la lengua, términos casi abandonados en el paisaje rural como acitara, encella, bardal, cambera o varga, que nos obligan a acudir a un diccionario, su vocabulario preciso se adapta a los labios de los protagonistas que los pronuncia y le ayuda a caracterizarlos.

En su momento algunos acusaron al escritor vallisoletano con la curiosa calificación de costumbrista simplemente porque nos dibuja unos maravillosos personajes que, sobre todo, nos parecen auténticos, de una realidad que casi podríamos tocarlos, o mejor aún, que podemos vivir junto a ellos, identificarnos con sus sentimientos. El uso de la ternura y del humor en la escritura –algo de una dificultad mucho mayor de lo que pueda parecer y que Delibes domina con maestría- contribuye sin duda a que nos acerquemos tanto a ellos. El escritor mantiene siempre el foco adecuado con el que nos enseña la historia, que vemos a través de los ojos de su protagonista, un niño de once años. Es mediante su inocencia como conocemos al resto de sus vecinos y gracias a sus sentimientos como logra conquistarnos el corazón. Las sensaciones, los sentidos juegan aquí un papel fundamental. El lector huele, ve, oye…

Si llovía, el valle transformaba ostensiblemente su fisonomía. Las montañas asumían unos tonos sombríos y opacos, desleídos entre la bruma, mientras los prados restallaban en una reluciente y verde y casi dolorosa estridencia. El jadeo de los trenes se oía a mayor distancia y las montañas se peloteaban con sus silbidos hasta que éstos desaparecían, diluyéndose en ecos cada vez más lejanos, para terminar en una resonancia tenue e imperceptible. A veces, las nubes se agarraban a las montañas y las crestas de éstas emergían como islotes solitarios en un revuelto y caótico océano gris.
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Le gustaba al Mochuelo sentir sobre sí la quietud serena y reposada del valle, contemplar el conglomerado de prados, divididos en parcelas, y salpicados de caseríos dispersos. Y, de vez en cuando, las manchas oscuras y espesas de los bosques de castaños o la tonalidad clara y mate de las aglomeraciones de eucaliptos. A lo lejos, por todas partes, las montañas, que, según la estación y el clima, alteraban su contextura, pasando de una extraña ingravidez vegetal a una solidez densa, mineral y plomiza en los días oscuros.
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Al regresar, ya de noche, al pueblo, se hacía más notoria y perceptible la vibración vital del valle. Los trenes pitaban en las estaciones diseminadas y sus silbidos rasgaban la atmósfera como cuchilladas. La tierra exhalaba un agradable vaho a humedad y a excremento de vaca. También olía, con más o menos fuerza, la hierba según el estado del cielo o la frecuencia de las lluvias.

La vieja edición de El Camino que yo leí hace 30 años y que se quedó en una mudanza


Ahora que comienzo a considerarme un lector maduro -la madurez lectora en absoluto tiene que ver con la edad sino con las páginas leídas y el sentimiento volcado en ellas- es cuando mas disfruto con las obras bien escritas, porque podemos fabular teorías muy sesudas, pero las buenas novelas son las que nos cuentan historias que nos llegan al corazón, nos hacen sentir con los personajes. Cuando en la última escena Daniel, el Mochuelo, llora por fin es inevitable entender sus lágrimas y los personajes como Roque el Moñigo, Germán el Tiñoso, Paco el herrero, la Guindillas, la Mica o la Mariuca-Uca (todos ellos maravillosamente creados) ya se han quedado para siempre en nuestros corazones.

La lectura de las grandes novelas puede enseñar a los escritores que comienzan. Treinta años más tarde he vuelto a El Camino para aprender cosas maravillosas.


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