El escritor es un pequeño
dios que crea seres sobre los que decide su destino y puede utilizar el tiempo a
su antojo, estirándolo o acortándolo como mejor se adapte a la historia. El tiempo
narrativo no entiende de relojes y uno de los mejores ejemplos sobre el uso de
la temporalidad lo podemos encontrar en El camino de Miguel Delibes. La novela
comienza cuando su protagonista, a punto de acabar su infancia, se revuelve de
insomnio en su camastro la noche anterior a emprender un nuevo camino que
cambiará su existencia. Daniel, que está a punto de abandonar su casa para
marchar a estudiar a la ciudad, repasa durante esas horas mediante analepsis -los
famosos flashback de las películas- las anécdotas que les suceden a los
habitantes de su pequeño pueblo. Acaba a la mañana siguiente, minutos antes de
partir a la estación de tren, pero en el intervalo de una sola noche de
despliega la maravillosa crónica de su corta vida y también la de sus vecinos.
El tiempo no avanza de forma
lineal, sino circular, a través de la evocación de pequeñas historias que se
entrecruzan y que su autor nos va contando de forma dosificada, engarzando unas
con otras a lo largo de todo el libro. Así consigue que nos resulte muy difícil
abandonar la lectura.
Un buen escritor hace que
sus lectores se crean inteligentes. A menudo podemos encontrarnos autores que
intentan ser novedosos y deforman su trama en pedazos que luego sólo ellos
saben recomponer. Algunos son aclamados incluso por esnobistas que aplauden sus
trucos, sus juegos formales que orbitan sobre un insulso vacío. Delibes entrecruza
las historias de los diferentes personajes de El camino de forma que el lector
va disfrutando con la evolución de todos ellos que confluye en un retablo tan
real como la vida misma.
A veces lo que parece más
sencillo puede ser lo más difícil de crear y lo que se lee con facilidad sólo
puede haberse concebido con mucho oficio. Delibes borda la construcción de esta
novela. Para ello, depura un lenguaje sencillo sin renunciar nunca a la
capacidad poética. Y, aunque siempre están presentes las palabras que
comenzaron a perderse en la arqueología de la lengua, términos casi abandonados
en el paisaje rural como acitara, encella, bardal, cambera o varga, que nos
obligan a acudir a un diccionario, su vocabulario preciso se adapta a los
labios de los protagonistas que los pronuncia y le ayuda a caracterizarlos.
En su momento algunos
acusaron al escritor vallisoletano con la curiosa calificación de costumbrista
simplemente porque nos dibuja unos maravillosos personajes que, sobre todo, nos
parecen auténticos, de una realidad que casi podríamos tocarlos, o mejor aún,
que podemos vivir junto a ellos, identificarnos con sus sentimientos. El uso de
la ternura y del humor en la escritura –algo de una dificultad mucho mayor de
lo que pueda parecer y que Delibes domina con maestría- contribuye sin duda a
que nos acerquemos tanto a ellos. El escritor mantiene siempre el foco adecuado
con el que nos enseña la historia, que vemos a través de los ojos de su
protagonista, un niño de once años. Es mediante su inocencia como conocemos al
resto de sus vecinos y gracias a sus sentimientos como logra conquistarnos el
corazón. Las sensaciones, los sentidos juegan aquí un papel fundamental. El
lector huele, ve, oye…
Si
llovía, el valle transformaba ostensiblemente su fisonomía. Las montañas
asumían unos tonos sombríos y opacos, desleídos entre la bruma, mientras los
prados restallaban en una reluciente y verde y casi dolorosa estridencia. El
jadeo de los trenes se oía a mayor distancia y las montañas se peloteaban con
sus silbidos hasta que éstos desaparecían, diluyéndose en ecos cada vez más
lejanos, para terminar en una resonancia tenue e imperceptible. A veces, las
nubes se agarraban a las montañas y las crestas de éstas emergían como islotes
solitarios en un revuelto y caótico océano gris.
-
Le
gustaba al Mochuelo sentir sobre sí la quietud serena y reposada del valle,
contemplar el conglomerado de prados, divididos en parcelas, y salpicados de
caseríos dispersos. Y, de vez en cuando, las manchas oscuras y espesas de los
bosques de castaños o la tonalidad clara y mate de las aglomeraciones de
eucaliptos. A lo lejos, por todas partes, las montañas, que, según la estación
y el clima, alteraban su contextura, pasando de una extraña ingravidez vegetal
a una solidez densa, mineral y plomiza en los días oscuros.
-
Al
regresar, ya de noche, al pueblo, se hacía más notoria y perceptible la
vibración vital del valle. Los trenes pitaban en las estaciones diseminadas y sus
silbidos rasgaban la atmósfera como cuchilladas. La tierra exhalaba un
agradable vaho a humedad y a excremento de vaca. También olía, con más o menos
fuerza, la hierba según el estado del cielo o la frecuencia de las lluvias.
La vieja edición de El Camino que yo leí hace 30 años y que se quedó en una mudanza |
Ahora que comienzo a
considerarme un lector maduro -la madurez lectora en absoluto tiene que ver con
la edad sino con las páginas leídas y el sentimiento volcado en ellas- es
cuando mas disfruto con las obras bien escritas, porque podemos fabular teorías
muy sesudas, pero las buenas novelas son las que nos cuentan historias que nos
llegan al corazón, nos hacen sentir con los personajes. Cuando en la última
escena Daniel, el Mochuelo, llora por fin es inevitable entender sus lágrimas y
los personajes como Roque el Moñigo, Germán el Tiñoso, Paco el herrero, la
Guindillas, la Mica o la Mariuca-Uca (todos ellos maravillosamente creados) ya
se han quedado para siempre en nuestros corazones.
La lectura de las grandes
novelas puede enseñar a los escritores que comienzan. Treinta años más tarde he
vuelto a El Camino para aprender cosas maravillosas.
dormidasenelcajondelolvido by José María Velasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.
No hay comentarios:
Publicar un comentario