01 octubre, 2012

El “marsismo” de los últimos charnegos.


El humor de Groucho hizo de mi hace años un empedernido marxista,
 tras mis lecturas de Juan  Marsé en los últimos meses, me he convertido en un marsista recalcitrante.

Hace pocos meses devoré la última novela de Marsé, Caligrafía de los sueños. Ya conté aquí la fascinación que me produjo su lectura.

http://dormidasenelcajondelolvido.blogspot.com.es/2012/01/los-suenos-del-caligrafo.html

Me quedé con ganas de más. Al poco tiempo de vivir en Barcelona leí El amante bilingüe y, unos años más tarde, El embrujo de Shanghái, donde se describía el paisaje de la ciudad en la que yo era un recién llegado, pero, en aquel tiempo de prisas tristes y solitarias, no estaba tan infectado de literatura como ahora o como lo había estado en el final de mi adolescencia. Por eso, unas semanas atrás quise regresar a Marsé y comencé a leer Ultimas tardes con Teresa, su tercer libro con el que, allá por los sesenta -poco antes de que yo naciera-, se consolidó como una de las mejores voces en castellano. En aquellos años, tras el boom de la literatura hispanoamericana, eran muchos los escritores que pretendían ser novedosos retorciendo la forma de escribir novelas y tratando de parecer modernos en la construcción de sus historias. Marsé se limitó a contarlas, pero de una forma maravillosa.

Al poco de empezar a leer Ultima tardes con Teresa encontré un libro cuyo título, Ronda Marsé, me llamó la atención entre las estanterías de la biblioteca pública del pueblo donde vivo. Empecé a hojearlo. Contenía artículos publicados por otros muchos escritores que le declaraban su admiración. Entre esos “marsistas” recalcitrantes se encontraban algunos de los mejores inventores de historias que conozco: Muñoz Molina, García Montero, Vázquez Montalbán,Vargas Llosa, Antonio Soler, Rafael Chirbes,  Eduardo Mendoza, Pérez Reverte…Cuando descubrí que compartía con ellos el mismo sentimiento que, por otra parte, me también me inspiran sus obras, los sentí más próximos. Se convirtieron no sólo en autores admirados, sino también en lectores cómplices que compartían conmigo una cadena de admiraciones que se prolonga a lo largo de varias generaciones.

Me resultó grato leer las palabras limpias de Antonio Muñoz Molina: “En la vida de uno siempre hay unos pocos libros tan decisivos como esos amigos y esas mujeres sin los cuales habría sido otro el porvenir: libros que han sedimentado su educación sentimental y moral y a los que uno, cuando escribe, quisiera rendirles un testimonio íntimo de gratitud, porque es posible que sin él no hubiera adquirido la saludable enfermedad de la literatura que se parece en el fondo a ese vicio de los que no vale la pena quitarse si a lo que aspira uno es a no quitarse de vivir. Se trata de libros que pertenecen menos a nuestra biblioteca que a nuestra biografía; aunque los perdamos, aunque no volvamos a leerlos, ya nunca nos abandonarán, porque van con nosotros como nuestra cara y nuestra memoria inconsciente, forman parte de nuestra manera de imaginar y mirar.” De entre esa veintena de libros decisivos, Antonio destacaba Últimas tardes con Teresa  y Si te dicen que caí.

También quedó en mi recuerdo lo que afirmaba el portugués Lobo Antunes: “Se cuentan con los dedos de una mano los escritores que he conocido y me interesaron por su densidad humana. En rigor, son demasiado egocéntricos y casi nunca tienen talento-, hay poquísimos libros buenos y ni hablar de muy buenos, y si un libro no es bueno, o muy bueno, su autor, regla prácticamente absoluta, tampoco lo es: toma conciencia de su falta de calidad y se vuelve agresivo, envidioso y amargo [...] Con Juan Marsé me ocurrió algo raro: me gustó en cuanto lo vi”



Siempre me había sorprendido que alguien que escribe como Marsé, nacido en Catalunya, tan admirado por sus colegas contemporáneos o más jóvenes, no tuviera más resonancia entre la casta intelectual catalana que ha determinado la cultura oficial de los gobiernos de la Generalitat durante las últimas décadas, encumbrado en cenáculos de moda a autores mediocres como Baltasar Porcel, Lluís Racionero o Mª de la Pau Janer o incluso a otros peores, cuyo único mérito mediático ha sido el de aparecer de forma periódica en una televisión autonómica para vender muchos ejemplares en la Diada de Sant Jordi.

La lectura de Últimas tardes con Teresa me ha acabado de aclarar los motivos. La novela, entre otras muchas cosas, representa un ajuste de cuentas con el clasismo de la burguesía catalana de posguerra, con aquellos jóvenes de falso progresismo, dogmáticos y aburridos, que en la mayoría de las ocasiones, acabaron acaparando cargos políticos y empresariales y que Marsé describe sólo como él sabe hacerlo: “Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como victimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, generoso y hasta premiado con futuro político, y todos como lo que eran: señoritos de mierda”. Así, su Luis Trías de Giralt acabó “oxidándose con monedas falsas, babeando una inútil madurez política, penosamente empeñados en seguir representando su antiguo papel de militantes o conjurados más o menos distinguidos que hoy, injustamente, presuntas aberraciones dogmáticas han dejado en la cuneta”.

Pero si hay un personaje inolvidable en esta novela –y en toda la obra de Marsé-  ése es Manolo el Pijoaparte, el prototipo del charnego desarraigado y arrabalero que trata de medrar en la Barcelona de posguerra. Un personaje al borde de la delincuencia, al que muchos comparan con otros ilustres y encantadores bribones de la novela universal como el Julien Sorel de Stendhal, el Frédéric Moreau de Flaubert o el Lucien Rubempré de Balzac (algunos de los ejemplos sobre los que más se incide en las escuelas y talleres de escritura creativa), el adolescente de padre desconocido que huye de su Ronda natal para encontrarse un futuro igual de triste en el Monte Carmelo, el paisaje de la infancia de Marsé que puebla todos sus libros y que, una vez más, nos describe de forma arrebatadora: “En los años grises de la posguerra, cuando el estómago vacío y el piojo verde exigían cada día un sueño que hiciera más soportable la realidad, el Monte Carmelo fue predilecto y fabuloso campo de aventuras de los desarrapados niños de barrio de Casa Baró, del Guinardó y de La Salud. Subían a lo alto, donde silva el viento, a lanzar cometas de tosca fabricación casera, hechas con pasta de harina, cañas, trapos y papel de periódico: durante mucho tiempo coletearon furiosamente en el cielo de la ciudad fotografías y noticas del avance alemán, ciudades en ruinas y el hongo negro sobre Hiroshima, reinaba la muerte y la desolación, el racionamiento semanal de los españoles, la miseria y el hambre.”

Es ahí, en la capacidad para describirnos escenarios y personajes, donde declaro la mayor de mis admiraciones por Marsé. Pocos escritores son capaces, como él, de dibujar con un solo trazo. Así, siempre me quedará en la memoria los “ojos apostólicos” de Luis Trías de Giralt, su “aire poco perplejo de manso seminarista en vacaciones”; o la amiga pija de Teresa  que “más que vestida iba amueblada”; o el cuerpo de la joven humilde incapaz de desatar las pasiones del desclasado Pijoaparte en una de las primeras escenas “con esa blancura viscosa de las patatas peladas”; o “las tumultuosas manadas de chiquillos” que “invadían como una espesa lava los apacibles barrios altos de la ciudad con su carritos de cojinetes a bolas”; o el recuerdo de la madre pobre que malvivía fregando suelos de un palacio de Ronda que dejó en el Pijoaparte su “idea de la servidumbre y la dependencia estuvo representada por aquellas manos mustias y viscosas que le vestían y le desnudaban”; o “la ensalada picante de varias regiones del país, especialmente del sur” que habitaban el barrio; o los “pequeños y espesos cines de barrio o apretujados bailes de domingo, olorosos y cálidos como un armario” a los que les empujaba la lluvia; o a la magnífica descripción del padre de Teresa : “Un aire incierto de alférez provisional flotaba a veces en su rostro y le incluía por méritos estrictamente estéticos en este benemérito motón de pulcros y anónimos maduros, todos iguales, que se dirían han querido eternizar su juvenil adhesión a la victoria con el fino, coqueto, bien cuidado y curiosamente recortado bigote ibérico.”;  o “la aplicación y esmero de afilador” con los que el Pijoaparte amaba despacio a la humilde criada Maruja; o “la amarga malquerencia de padres acaudalados” de los jóvenes burgueses envueltos en “un perfume salesiano de mimos de madre rica y de desayuno con natillas”.

Resulta curioso, en cambio, que el personaje que da título a la novela, la niña rica Teresa  que se enamora, en medio de confusiones, de Manolo, queda envuelto en un halo de sentimientos ambiguos, primero a través de las descripciones de Maruja y luego a través de la propia mirada distorsionada de El Pijoaparte, que no acaba de hacerla suya.

Casi cincuenta años más tarde, me pregunto que habría sido de ellos. Y ya que reivindico el derecho de los lectores a apropiarnos de los personajes que nos llegan al corazón, trato de imaginarlo, como en esos aventis que tanto me gustan. Cuenta Javier Cercas –otro marsista impenitente- que Marsé le confesó que el Pijoaparte habría sido conductor de un coche oficial de un alto cargo de la Generalitat, con cuya mujer la habría puesto cuernos. No veo mejor destino que precisamente ése para Luis Trías de Giralt: al frente de alguna Dirección General como la de, por ejemplo, Patrimonio Cultural o Política Lingüística, desde la que aún estaría en contacto con los hijos de Teresa Serrat, convertidos en tiburones financieros de conglomerados editoriales, mientras su madre aún purga antiguas frustraciones en su villa de Pedralbes. Y puestos a imaginar, quizás no costaría mucho saber que pensarían cada uno de la actualidad convulsa de la sociedad catalana. No he leído que Marsé se haya pronunciando al respecto, pero él, que conoce como nadie a la Barcelona mestiza y cabreada, se pronunció con rotundidad hace tiempo: “No me fío de los nacionalismos ni de sus banderas, no me fío de los himnos, ni de la historia oficial, ni de sus monumentos, ni de su mística patriotera; me parecen formas larvadas de racismo, petulancia y desdicha. En su nombre se dicen sandeces, cuando no se cometen atrocidades.”
En todo caso, rendido después de leer Ultimas tardes con Teresa, yo también me declaro, con el mismo orgullo herido de El Pijoaparte, charnego y marsista recalcitrante.


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