09 octubre, 2012

La importancia del diálogo


Creo que alguna vez he confesado en este blog el pánico que me produce escribir diálogos. Cuando el personaje le quita la palabra al narrador y decide hablarle directamente al lector se desnuda de artificios y debe ser lo más natural posible, pero eso puede encerrar a veces una dificultad extrema y requiere de cierto oficio.

El escritor desaparece y oímos una voz que nos habla al oído, que conversa con otros en nuestra presencia, que nos explica cosas que tal vez el narrador no sabe contar. Y no hay como un buen diálogo para otorgarle dinamismo a una escena que languidece, pero muchas veces el personaje no habla sólo al lector sino también a los que le rodean y todo se complica. Otras nos aporta una información que sólo obtiene verosimilitud a través de sus labios y nos dibuja como nadie a través de sus palabras. Pero para conseguir el efecto deseado el diálogo debe ser fluido, preciso, coherente… una madeja en la que es fácil perderse si no se tiene el cuidado necesario.

Hace unos días comencé la relectura de El camino de Miguel Delibes. Ya comenté aquí que cuando uno visita por segunda vez un libro, sus ojos lo miran con más tranquilidad y descubren detalles maravillosos. Yo he vuelto a esta novela casi treinta años después. Recuerdo haberla leído en el primer curso del instituto, en aquella época lejana en la que algunos enemigos de la literatura se empeñaban en incluir lecturas inapropiadas en los planes de estudios, inadecuadas al menos para inyectar el virus que condena a amar las novelas. A los catorce años hay lecturas que desaniman a cualquiera. Pero El camino es maravillosa incluso a esa edad. El recuerdo que guardaba se ha engrandecido, la admiración se ha multiplicado.

Hablaré en una próxima entrada de esa obra, pero ahora quiero centrarme aquí en sus diálogos. Delibes es quizás uno de los mejores creadores de diálogos de la novela universal. Como el mismo afirmaba “Me gusta mucho, me fascina oír. Prestar el oído a la gente cuando está hablando en el autobús o en el metro me divierte mucho”. Creo que no hay mejor consejo que ése: saber oír la voz de los que hablan, pero cuando los que cuentan las historias que uno escribe llevan muertos varias décadas se hace más difícil.

Hace un año mis padres volvieron a vivir cerca después de casi veinticinco años de distancia y de vez en cuando, en mitad de una conversación, me sorprenden con una expresión que hacía mucho tiempo que no escuchaba. Trato de regresar a sonidos de la infancia, a palabras perdidas en una geografía lejana de mi Andalucía. Y con esos retazos trato de esbozar diálogos que, en muchos casos, siguen sin parecerme naturales.
Cualquiera que quiera aprender a escribirlos, debería leer y disfrutar a Delibes…



Muchas tardes, ante la inmovilidad y el silencio de la Naturaleza, perdían el sentido del tiempo y la noche se les echaba encima. La bóveda del firmamento iba poblándose de estrellas y  Roque, el Moñigo, se sobrecogía bajo una especie de pánico astral. Era en estos casos, de noche y lejos del mundo, cuando a Roque, el Moñigo, se le ocurrían ideas inverosímiles, pensamientos que normalmente no le inquietaban:
Dijo una vez:
—Mochuelo, ¿es posible que si cae una estrella de ésas no llegue nunca al fondo?
Daniel, el Mochuelo, miró a su amigo, sin comprenderle.
—No sé lo que me quieres decir —respondió.
El Moñigo luchaba con su deficiencia de expresión.
Accionó repetidamente con las manos, y, al fin, dijo:
—Las estrellas están en el aire, ¿no es eso?
—Eso.
—Y la Tierra está en el aire también como otra estrella, ¿verdad? —añadió.
—Sí; al menos eso dice el maestro.
—Bueno, pues es lo que te digo. Si una estrella se cae y no choca con la Tierra ni con otra estrella, ¿no llega nunca al fondo? ¿Es que ese aire que las rodea no se acaba nunca?
Daniel, el Mochuelo, se quedó pensativo un instante.
Empezaba a dominarle también a él un indefinible desasosiego cósmico. La voz surgió de su garganta indecisa y aguda como un lamento.
—Moñigo.
—¿Qué?
—No me hagas esas preguntas; me mareo.
—¿Te mareas o te asustas?
—Puede que las dos cosas —admitió.
Rió, entrecortadamente, el Moñigo.
—Voy a decirte una cosa —dijo luego.
—¿Qué?
—También a mí me dan miedo las estrellas y todas esas cosas que no se abarcan o no se acaban nunca.
Pero no lo digas a nadie, ¿oyes? Por nada del mundo querría que se enterase de ello mi hermana Sara.
El Moñigo escogía siempre estos momentos de reposo solitario para sus confidencias. Las ingentes montañas, con sus recias crestas recortadas sobre el horizonte, imbuían al Moñigo una irritante impresión de insignificancia. Si la Sara, pensaba Daniel, el Mochuelo, conociera el flaco del Moñigo, podría, fácilmente, meterlo en un puño. Pero, naturalmente, por su parte, no lo sabría nunca. Sara era una muchacha antipática y cruel y Roque su mejor amigo. ¡Que adivinase ella el terror indefinible que al Moñigo le inspiraban las estrellas!


2 comentarios:

  1. Una maravilla volver a leer a Delibes.

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  2. Gracias por tu comentario. Yo estoy disfrutando muchísimo con las historias de Daniel el Mochuelo. Casi en cada párrafo encuentro algo maravilloso. Es muy sencillo de leer, pero estoy seguro que hubo mucho cuidado a la hora de escribirlo, un trabajo de pequeños detalles que seguro pasan desapercibidos para la mayoría de los lectores, pero que enseñan grandes cosas a los que nos gusta escribir.

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