Creo que alguna vez he
confesado en este blog el pánico que me produce escribir diálogos. Cuando el
personaje le quita la palabra al narrador y decide hablarle directamente al
lector se desnuda de artificios y debe ser lo más natural posible, pero eso puede
encerrar a veces una dificultad extrema y requiere de cierto oficio.
El escritor desaparece y oímos
una voz que nos habla al oído, que conversa con otros en nuestra presencia, que
nos explica cosas que tal vez el narrador no sabe contar. Y no hay como un buen
diálogo para otorgarle dinamismo a una escena que languidece, pero muchas veces
el personaje no habla sólo al lector sino también a los que le rodean y todo se
complica. Otras nos aporta una información que sólo obtiene verosimilitud a
través de sus labios y nos dibuja como nadie a través de sus palabras. Pero para
conseguir el efecto deseado el diálogo debe ser fluido, preciso, coherente… una
madeja en la que es fácil perderse si no se tiene el cuidado necesario.
Hace unos días comencé la
relectura de El camino de Miguel Delibes. Ya comenté aquí que cuando uno visita
por segunda vez un libro, sus ojos lo miran con más tranquilidad y descubren detalles
maravillosos. Yo he vuelto a esta novela casi treinta años después. Recuerdo
haberla leído en el primer curso del instituto, en aquella época lejana en la
que algunos enemigos de la literatura se empeñaban en incluir lecturas inapropiadas
en los planes de estudios, inadecuadas al menos para inyectar el virus que
condena a amar las novelas. A los catorce años hay lecturas que desaniman a
cualquiera. Pero El camino es maravillosa incluso a esa edad. El recuerdo que
guardaba se ha engrandecido, la admiración se ha multiplicado.
Hablaré en una próxima
entrada de esa obra, pero ahora quiero centrarme aquí en sus diálogos. Delibes es
quizás uno de los mejores creadores de diálogos de la novela universal. Como el
mismo afirmaba “Me gusta mucho, me fascina oír. Prestar el oído a la gente
cuando está hablando en el autobús o en el metro me divierte mucho”. Creo que
no hay mejor consejo que ése: saber oír la voz de los que hablan, pero cuando
los que cuentan las historias que uno escribe llevan muertos varias décadas se
hace más difícil.
Hace un año mis padres
volvieron a vivir cerca después de casi veinticinco años de distancia y de vez
en cuando, en mitad de una conversación, me sorprenden con una expresión que
hacía mucho tiempo que no escuchaba. Trato de regresar a sonidos de la
infancia, a palabras perdidas en una geografía lejana de mi Andalucía. Y con
esos retazos trato de esbozar diálogos que, en muchos casos, siguen sin
parecerme naturales.
Cualquiera que quiera
aprender a escribirlos, debería leer y disfrutar a Delibes…
Muchas
tardes, ante la inmovilidad y el silencio de la Naturaleza, perdían el sentido
del tiempo y la noche se les echaba encima. La bóveda del firmamento iba
poblándose de estrellas y Roque, el
Moñigo, se sobrecogía bajo una especie de pánico astral. Era en estos casos, de
noche y lejos del mundo, cuando a Roque, el Moñigo, se le ocurrían ideas
inverosímiles, pensamientos que normalmente no le inquietaban:
Dijo
una vez:
—Mochuelo,
¿es posible que si cae una estrella de ésas no llegue nunca al fondo?
Daniel,
el Mochuelo, miró a su amigo, sin comprenderle.
—No
sé lo que me quieres decir —respondió.
El
Moñigo luchaba con su deficiencia de expresión.
Accionó
repetidamente con las manos, y, al fin, dijo:
—Las
estrellas están en el aire, ¿no es eso?
—Eso.
—Y
la Tierra está en el aire también como otra estrella, ¿verdad? —añadió.
—Sí;
al menos eso dice el maestro.
—Bueno,
pues es lo que te digo. Si una estrella se cae y no choca con la Tierra ni con
otra estrella, ¿no llega nunca al fondo? ¿Es que ese aire que las rodea no se
acaba nunca?
Daniel,
el Mochuelo, se quedó pensativo un instante.
Empezaba
a dominarle también a él un indefinible desasosiego cósmico. La voz surgió de
su garganta indecisa y aguda como un lamento.
—Moñigo.
—¿Qué?
—No
me hagas esas preguntas; me mareo.
—¿Te
mareas o te asustas?
—Puede
que las dos cosas —admitió.
Rió,
entrecortadamente, el Moñigo.
—Voy
a decirte una cosa —dijo luego.
—¿Qué?
—También
a mí me dan miedo las estrellas y todas esas cosas que no se abarcan o no se
acaban nunca.
Pero
no lo digas a nadie, ¿oyes? Por nada del mundo querría que se enterase de ello
mi hermana Sara.
El
Moñigo escogía siempre estos momentos de reposo solitario para sus
confidencias. Las ingentes montañas, con sus recias crestas recortadas sobre el
horizonte, imbuían al Moñigo una irritante impresión de insignificancia. Si la
Sara, pensaba Daniel, el Mochuelo, conociera el flaco del Moñigo, podría,
fácilmente, meterlo en un puño. Pero, naturalmente, por su parte, no lo sabría
nunca. Sara era una muchacha antipática y cruel y Roque su mejor amigo. ¡Que
adivinase ella el terror indefinible que al Moñigo le inspiraban las estrellas!
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Una maravilla volver a leer a Delibes.
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Yo estoy disfrutando muchísimo con las historias de Daniel el Mochuelo. Casi en cada párrafo encuentro algo maravilloso. Es muy sencillo de leer, pero estoy seguro que hubo mucho cuidado a la hora de escribirlo, un trabajo de pequeños detalles que seguro pasan desapercibidos para la mayoría de los lectores, pero que enseñan grandes cosas a los que nos gusta escribir.
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