Para jugar de portero hay
que ser de una pasta especial. Todos los niños quieren ser delantero y marcar muchos goles. En los
partidos de fútbol de mi infancia, los que jugábamos en un descampado, con un montón
de chaquetas o de piedras fingiendo postes imaginados, la portería era una
condena, reservada a los menos hábiles, que se iba rotando con el encaje de los
goles. El mejor o el más listo siempre gritaba “¡último!” con la esperanza de
que no se marcaran tantos goles y evitar así el castigo. Y los castigados no
podían demasiado empeño en evitarlo, porque en aquellos partidos de arrabal, de
barrio limítrofe y obrero, donde las líneas del campo veían delimitadas por la
geografía de una pared, una fila de coches mal aparcados, o de los matojos, el
juego era más importante que el resultado. Como acabé siendo menos patoso con
las manos que con las piernas y, para compensarlo, tenía ciertos reflejos, yo
acabé jugando de portero.
En la portada de la novela
El primer hombre, aparece una vieja fotografía de un equipo infantil de fútbol.
En ella Albert Camús se diferencia de los demás por su equipación de portero. Al
verla, no pude hacer otra cosa que sonreír. Según leo en la pestaña interior
del libro, es su obra póstuma. El manuscrito fue encontrado entre los hierros
del automóvil siniestrado en el que Camús encontró la muerte en 1.960, apenas
tres años más tarde de obtener el Premio Nobel de Literatura. El texto continúa
explicando que, pocos días antes había afirmado en una entrevista: “Mi obra aún
no ha comenzado”.
Los libros inacabados son
especiales, guardan la premura de un cuaderno de notas, la fresca improvisación
de una idea inconclusa y se convierten en un boceto que, tras las pesquisas de
un editor, acaban siendo algo muy diferente a lo que podrían haber sido, una
obra en la que se pueden observar los pespuntes, las dudas, las correcciones,
los detalles que se dejan para un desarrollo posterior, sin imaginar siquiera
que no habrá tiempo para ello.
En El primer hombre pueden
encontrarse fragmentos que sin duda Camus habría mejorado y cuya escritura
inconclusa no acaba de ser redonda, pero hay otros que resultan simplemente
maravillosos, de una calidad literaria a la altura del escritor que había
recibido el Nobel. Es un libro en ocasiones luminoso que nos dibuja la infancia
del propio Camus, una infancia argelina de altramuces, sandalias, caramelos de
menta y piruletas de colores extremos, en la que podemos sentir la felicidad
por compartir un cucurucho de patatas frente al mar mediterráneo, la arena de
la playa entre los dedos de los pies o la camaradería eterna de los juegos
infantiles
Es un libro lleno de
ternura, de amor por los seres queridos. En él encontramos al padre que nunca
conoció, muerto en una guerra lejana cuando él sólo tenía unos meses, del que
apenas se guardan los recuerdos, más allá de la esquirla del obús que le había abierto
la cabeza y que “se guardaba en la cajita de bizcochos,
detrás de las mismas toallas, en el mismo armario, con las postales enviadas
desde el frente y que podía recitar de memoria en su sequedad y brevedad.”
La
escena en la que le comunican su muerte a la esposa es probablemente lo mejor
que haya leído nunca: “un domingo por la
mañana, en el pequeño rellano interior del único piso, entre la escalera y los
dos retretes sin luz, agujeros negros de mampostería, a la turca, eternamente
lavados con lejía y eternamente hediondos, Lucie Cormery y su madre, sentadas en
dos sillas bajas limpiaban lentejas bajo el tragaluz de la escalera, y el
pequeño, en una cesta de ropa blanca, chupaba una zanahoria llena de babas
cuando un señor grave y bien vestido apareció en la escalera con una especie de
pliego. Las dos mujeres, sorprendidas, dejaron los platos con las lentejas
limpias que sacaban de una marmita situada entre ambas, y se secaron las manos
cuando el señor, que se había detenido en el penúltimo escalón, les rogó que no
se movieran, preguntó por la señora Cormery, «Es ella», dijo la abuela, «yo soy
su madre», y el señor dijo que era el alcalde, que traía una noticia dolorosa,
que su marido había muerto en el campo de honor y que Francia lo lloraba y al
mismo tiempo estaba orgullosa de él. Lucie Cormery no lo había oído, pero se
levantó y le tendió la mano con mucho respeto, la abuela se incorporó,
cubriéndose la boca con la mano, repitiendo «Dios mío» en español. El señor
retuvo la mano de Lucie en la suya, después volvió a estrecharla con sus dos
manos, murmuró unas palabras de consuelo y le entregó el pliego, se volvió y
bajó las escaleras con paso pesado”
En esa mujer, medio sorda, de origen
mahonés, vemos reflejadas a muchas madres abnegadas: la que va a la peluquería
a arreglarse para recibir al hijo ya mayor cuando regresa a casa por vacaciones,
la que nunca quiso abandonar la geografía acostumbrada del barrio de siempre,
la que todo lo dio por sus hijos: “Había aguantado durante días y años los golpes a sus
hijos, como aguantaba para ella misma la dura jornada de trabajo al servicio de
los demás, los suelos lavados de rodillas, la vida sin hombre y sin consuelo
entre los restos engrasados y la ropa sucia de los otros, los largos días de faena
acumulados de una existencia que, a fuerza de estar privada de esperanza, había
perdido todo resentimiento, una vida ignorante, obstinada, resignada a todos
los sufrimientos, tanto los suyos como los ajenos.”
Otro personaje entrañable es
la abuela analfabeta, pero digna, que por vergüenza le pide al
nieto que le lea en voz baja los subtítulos de las películas que proyectan en
el cine, la que finalmente consiente que el protagonista siga estudiando para
escapar de una pobreza donde “lo superfluo era pobre, porque lo
superfluo nunca se utilizaba”.
Cuando
uno lee a Camus siente admiración. En este libro se siente reverencia por un
escritor de origen humilde, de barrio, que llegó a tener una enorme altura
moral, que supo dibujar como nadie los sentimientos más interiores del alma, porque,
como escribió Muñoz Molina: “Hay escritores,
libros, que nos dan
exactamente la misma compañía que un amigo del corazón. Basta su cercanía, o ni
siquiera eso, su recuerdo, basta la actitud y el timbre de la voz. […] Camus no ha dejado de hacerme compañía,
de ofrecerme fortaleza y consuelo, como el amigo que adivina el pensamiento y
las debilidades de uno.”; un escritor cercano que quiso ser portero de fútbol. Poca
broma.
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