05 febrero, 2015

El escritor que quería ser portero de fútbol

Para jugar de portero hay que ser de una pasta especial. Todos los niños quieren ser  delantero y marcar muchos goles. En los partidos de fútbol de mi infancia, los que jugábamos en un descampado, con un montón de chaquetas o de piedras fingiendo postes imaginados, la portería era una condena, reservada a los menos hábiles, que se iba rotando con el encaje de los goles. El mejor o el más listo siempre gritaba “¡último!” con la esperanza de que no se marcaran tantos goles y evitar así el castigo. Y los castigados no podían demasiado empeño en evitarlo, porque en aquellos partidos de arrabal, de barrio limítrofe y obrero, donde las líneas del campo veían delimitadas por la geografía de una pared, una fila de coches mal aparcados, o de los matojos, el juego era más importante que el resultado. Como acabé siendo menos patoso con las manos que con las piernas y, para compensarlo, tenía ciertos reflejos, yo acabé jugando de portero.

En la portada de la novela El primer hombre, aparece una vieja fotografía de un equipo infantil de fútbol. En ella Albert Camús se diferencia de los demás por su equipación de portero. Al verla, no pude hacer otra cosa que sonreír. Según leo en la pestaña interior del libro, es su obra póstuma. El manuscrito fue encontrado entre los hierros del automóvil siniestrado en el que Camús encontró la muerte en 1.960, apenas tres años más tarde de obtener el Premio Nobel de Literatura. El texto continúa explicando que, pocos días antes había afirmado en una entrevista: “Mi obra aún no ha comenzado”.



Los libros inacabados son especiales, guardan la premura de un cuaderno de notas, la fresca improvisación de una idea inconclusa y se convierten en un boceto que, tras las pesquisas de un editor, acaban siendo algo muy diferente a lo que podrían haber sido, una obra en la que se pueden observar los pespuntes, las dudas, las correcciones, los detalles que se dejan para un desarrollo posterior, sin imaginar siquiera que no habrá tiempo para ello.

En El primer hombre pueden encontrarse fragmentos que sin duda Camus habría mejorado y cuya escritura inconclusa no acaba de ser redonda, pero hay otros que resultan simplemente maravillosos, de una calidad literaria a la altura del escritor que había recibido el Nobel. Es un libro en ocasiones luminoso que nos dibuja la infancia del propio Camus, una infancia argelina de altramuces, sandalias, caramelos de menta y piruletas de colores extremos, en la que podemos sentir la felicidad por compartir un cucurucho de patatas frente al mar mediterráneo, la arena de la playa entre los dedos de los pies o la camaradería eterna de los juegos infantiles

Es un libro lleno de ternura, de amor por los seres queridos. En él encontramos al padre que nunca conoció, muerto en una guerra lejana cuando él sólo tenía unos meses, del que apenas se guardan los recuerdos, más allá de la esquirla del obús que le había abierto la cabeza y que “se guardaba en la cajita de bizcochos, detrás de las mismas toallas, en el mismo armario, con las postales enviadas desde el frente y que podía recitar de memoria en su sequedad y brevedad.”

La escena en la que le comunican su muerte a la esposa es probablemente lo mejor que haya leído nunca: “un domingo por la mañana, en el pequeño rellano interior del único piso, entre la escalera y los dos retretes sin luz, agujeros negros de mampostería, a la turca, eternamente lavados con lejía y eternamente hediondos, Lucie Cormery y su madre, sentadas en dos sillas bajas limpiaban lentejas bajo el tragaluz de la escalera, y el pequeño, en una cesta de ropa blanca, chupaba una zanahoria llena de babas cuando un señor grave y bien vestido apareció en la escalera con una especie de pliego. Las dos mujeres, sorprendidas, dejaron los platos con las lentejas limpias que sacaban de una marmita situada entre ambas, y se secaron las manos cuando el señor, que se había detenido en el penúltimo escalón, les rogó que no se movieran, preguntó por la señora Cormery, «Es ella», dijo la abuela, «yo soy su madre», y el señor dijo que era el alcalde, que traía una noticia dolorosa, que su marido había muerto en el campo de honor y que Francia lo lloraba y al mismo tiempo estaba orgullosa de él. Lucie Cormery no lo había oído, pero se levantó y le tendió la mano con mucho respeto, la abuela se incorporó, cubriéndose la boca con la mano, repitiendo «Dios mío» en español. El señor retuvo la mano de Lucie en la suya, después volvió a estrecharla con sus dos manos, murmuró unas palabras de consuelo y le entregó el pliego, se volvió y bajó las escaleras con paso pesado”

En esa mujer, medio sorda, de origen mahonés, vemos reflejadas a muchas madres abnegadas: la que va a la peluquería a arreglarse para recibir al hijo ya mayor cuando regresa a casa por vacaciones, la que nunca quiso abandonar la geografía acostumbrada del barrio de siempre, la que todo lo dio por sus hijos: “Había aguantado durante días y años los golpes a sus hijos, como aguantaba para ella misma la dura jornada de trabajo al servicio de los demás, los suelos lavados de rodillas, la vida sin hombre y sin consuelo entre los restos engrasados y la ropa sucia de los otros, los largos días de faena acumulados de una existencia que, a fuerza de estar privada de esperanza, había perdido todo resentimiento, una vida ignorante, obstinada, resignada a todos los sufrimientos, tanto los suyos como los ajenos.”

Otro personaje entrañable es la abuela analfabeta, pero digna, que por vergüenza le pide al nieto que le lea en voz baja los subtítulos de las películas que proyectan en el cine, la que finalmente consiente que el protagonista siga estudiando para escapar de una pobreza donde “lo superfluo era pobre, porque lo superfluo nunca se utilizaba”.


Cuando uno lee a Camus siente admiración. En este libro se siente reverencia por un escritor de origen humilde, de barrio, que llegó a tener una enorme altura moral, que supo dibujar como nadie los sentimientos más interiores del alma, porque, como escribió Muñoz Molina: “Hay escritores, libros, que nos dan exactamente la misma compañía que un amigo del corazón. Basta su cercanía, o ni siquiera eso, su recuerdo, basta la actitud y el timbre de la voz.  […] Camus no ha dejado de hacerme compañía, de ofrecerme fortaleza y consuelo, como el amigo que adivina el pensamiento y las debilidades de uno.”; un escritor cercano que quiso ser portero de fútbol. Poca broma.

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