Hay
novelas que se confunden en el limo del tiempo, lecturas antiguas que se
mezclan en el recuerdo y de las que llegas incluso a dudar si tuvieron pasado,
si realmente las leíste o sólo conoces la sombra de su fama. Este año se cumple
el cuarenta aniversario de la publicación de La verdad sobre el Caso Savolta,
el libro que descubrió a un autor completamente nuevo: Eduardo Mendoza y el
hecho ha sido resaltado en algunos suplementos literarios que me provocaron la
decisión de sumergirme en ella con la duda sobre si se trataba de una relectura
o un descubrimiento.
Con
la muerte de Franco muchas cosas cambiaron en el país, incluso la forma de
escribir novelas. Como en todos los ámbitos de la política, la economía o la
sociedad, una nueva generación, de nombres hasta entonces desconocidos, rompió
con las ataduras del pasado. En su primera novela, Eduardo Mendoza, contaba una
historia de forma distinta, fresca y se valía de diferentes técnicas para
atrapar, aún hoy, al que la lee.
Todo
en La verdad sobre el Caso Savolta está al servicio de la narración para
zambullir en ella al lector. Las tres voces narradoras se alternan a la
perfección para darnos una visión amplia de lo que sucede desde distintas
perspectivas. Más allá de la tercera persona, la voz del protagonista nos
relata parte de los hechos, los que conoce de primera mano, para ir regresando
al narrador omnisciente que nos da la visión de conjunto. En determinados
momentos, sobre todo en la primera parte de la novela, el escritor nos incrusta
diversos documentos que no sólo aportan veracidad a la trama, sino que ofrecen
detalles de una forma directa, que acercan al lector a la historia en la que se
está enredando sin remedio. Documentos fechados y firmados por personajes, escritos
en cada caso con el lenguaje necesario, de carácter legal, político o
periodístico que modulan la historia. Técnicas que no están al servicio de la
innovación narrativa, de la experimentación del estilo, de la renovación de la
novela sino del principal objetivo: amenizar la lectura, atrapar al lector,
darle pistas que lo hagan sentir inteligente, partícipe de la historia.
De
igual forma utiliza el tiempo y la geografía. Nada sucede de forma lineal en un
mismo lugar aburrido. Los saltos en el tiempo son constantes, pero en todo
momento procuran que el lector nunca se pierda y visite los cabarets más
sórdidos del Barrio Chino, las mansiones más elegantes de la Avenida Tibidabo,
las fábricas de los suburbios, donde las oleadas de inmigrantes nunca llegan a
alcanzar el paraíso prometido en una ciudad apasionante: la Barcelona de
principios del siglo XX que vive envuelta en luchas sociales, donde se
enfrentan los pistoleros del capital con los del anarquismo, los segundos para
cambiar el mundo y los otros para que nada cambie.
La
población que ocupa el espacio de la novela es extensa y variada y abarca a
tipos muy diferentes de todas las clases sociales, pero Mendoza los perfila tan
bien desde el principio que el lector tampoco se pierde entre tantos personajes
porque todos ellos son perfectamente reconocibles. Cada uno tiene sus detalles propios e
intransferibles que los diferencian y para ello utiliza de forma sutil
diferentes medios, cada uno habla con su propio lenguaje: repleto de locuras
iluminadas en el caso de Nemesio Cabra, de idealismo político en el de Pajarito
de Soto, de ambiciones en el arribista Leprince, de escepticismo en el
Comisario Soto y entre todos ellos, el protagonista: Javier Miranda que nos
cuenta la historia desde la distancia del tiempo.
Luchas
sociales y políticas, ambiciones empresariales, ilusiones idealistas, amores
que parece que no pueden triunfar, asesinatos, investigaciones policiales… son
algunos de los muy variados ingredientes, magníficamente cocinados para
orquestrar un plato delicioso que no fue del gusto del censor de una dictadura
que agonizaba: "Novelón estúpido y confuso, escrito sin pies ni cabeza…",
[…] "…y todo lo típico de las novelas pésimas escritas por escritores que
no saben escribir", pero, un vez más, el franquismo estaba equivocado y
caduco y era incapaz de distinguir a un magnífico novelista y a una obra
alejada de la florida y espantosa literatura del régimen.
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