30 enero, 2017

Caffé San Marco

Entro en el Caffé San Marco y, como describe Claudio Magris, a mis “espaldas las hojas siguen oscilando”, aunque -ahora que ya no se puede fumar en su interior- es imposible que “una leve bocanada de aire” haga “ondear el humo estancado”. El texto del escritor triestino sigue siendo, a pesar de ello, maravilloso: “La oscilación tiene cada vez un aliento más corto, un latido más breve. En el humo flotan franjas de polvillo luminoso, espiras de serpentinas se desenrollan  lentamente, lábiles guirnaldas al cuello de los náufragos aferrados a sus mesas.”


Nunca he leído una descripción tan fascinante de un café como la que Magris hace del San Marco en el primer capítulo de su libro Microcosmos, donde nos dibuja minúsculos detalles sensoriales mientras nos presenta una galería de personajes maravillosos entre sus clientes asiduos: el pintor vagabundo que malvive en su viaje hacia la destrucción vendiendo sus dibujos a los comerciantes ricos; el viejo enamorado de atormentada vida conyugal; los antiguos propietarios que guardan anécdotas curiosas; el maduro donjuán que, tras décadas de poco éxito con las mujeres, intenta recuperar el tiempo perdido seduciendo a sus antiguas compañeras de estudio o incluso a las madres de su amigos de la infancia…

Sentado en una de “esas mesitas de mármol con el pie de hierro colado, que acaba en un pedestal apoyado sobre garras de león”  admiro los estucos marrones que dibujan hojas y granos de café en los frisos, los globos luminosos de las lámparas de latón, los percheros dorados o los libros apilados en los estantes de la librería que ocupa una sala contigua. Encuentro refugio tras todo un día caminando por las calles de Trieste, porque “el Caffé San Marco es un arca de Noé, donde hay sitio, sin prioridades ni exclusiones, para todos, para toda pareja que busque refugio cuando afuera llueve a cántaros y también para los que carecen de pareja”.

Bajo una vetusta caja registradora, que supongo jubilada hace décadas, se desordenan varios tableros de cuadros blancos y negros. Ya lo dice Magris: “Amado por los ajedrecistas, el Caffé se parece a un tablero de ajedrez y entre sus mesas uno se mueve igual que el caballo, torciendo continuamente en ángulo recto y volviéndose a encontrar a menudo, como en un juego de la oca, en el mismo punto de partida”.

Sobre la mesa de mármol jaspeado se alinean un capuccino, un macchiato y dos vasos de agua. Un poco más allá, el cuaderno Moleskine abierto y, sujetando las páginas emborronadas,  el  bolígrafo Faber Castell que me regalaron -como despedida- unos compañeros de trabajo hace ya más de ocho años (estuvo mucho tiempo inutilizado,  sin carga de tinta). Recuerdo las palabras de Magris “la pluma es una lanza que hiere y sana” y me veo a mi mismo a la búsqueda de sanación de la forma que más me duele: “emborronar cuartillas, liberar los demonios, embridarlos, a menudo  sólo emularlos con inocua presunción”. Acudo a los templos de la literatura buscando la inspiración largamente perdida, pero los maestros no siempre nos alumbran con las palabras que esperamos: “Escribir significa saber que no estamos en la Tierra Prometida y que no podremos llegar nunca allí, pero continuar con tenacidad el camino en esa dirección, a través del desierto”.


Casualmente el San Marco fue fundado un sábado de enero -como el que habito- aunque de hace 103 años. En seguida se convirtió en el lugar donde falsificaban sus pasaportes los irredentistas italianos que luchaban contra el imperio austriaco. Por eso fue destrozado durante la Primera Gran Guerra  por las tropas germánicas, aunque por suerte aquí sigue con su ruido de fondo, “Se alzan voces, se confunden, se apagan, se las oye a la espalda, preparándose para salir al fondo de la sala, un murmullo marino de resaca. Las ondas sonoras se alejan como anillos de humo, pero en algún sitio quedan todavía.”

Miro fascinado el brillo de la maquinaria antigua de latón, el de los recipientes de cristal que contienen caramelos de colores, el mostrador de madera negra taraceado, las máscaras de carnaval dibujadas en las paredes y leo, una vez más, el primer capítulo de Microcosmos. Casi puedo escuchar a Magris susurrándome al oído esas palabras para decirme que “en esta academia no se enseña nada, pero se aprenden la sociabilidad y el desencanto” y, por si aún no lo supiera, una última aclaración: “los cafés son una especie de asilo para los indigentes del corazón”.


Antes de que me derrote esa indigencia y la tarde del invierno se oscurezca nos dirigimos al Giardino Púbblico –otro de los lugares mágicos de Magris-. Solo hay que continuar hasta el final de la calle Battisti, pero lo encontramos cerrado y sobre la valla de hierro una placa nos advierte: “caduta rami”. Entonces recordamos los que nos han dicho apenas unas horas antes: “Han tenido suerte en venir hoy. Ayer la bora sopló con gran intensidad”. La bora –ese viento enloquecido que azota Trieste- se conjuró para derribar las ramas e impedir que pudiéramos ver el Giardino Público. Una excusa más para volver.


Caffé San Marco. Vía Cesare Battisti 18, Trieste. Italia

Microcosmos. Claudio Magris. Editorial Anagrama. Colección Compactos. 10,90 €


29 enero, 2017

Trieste, ciudad literaria.

“Lo más sorprendente de las ciudades de la literatura es que a veces también existen en la realidad” dice Antonio Muñoz Molina sobre Trieste. Pocas ciudades como ésta merecen el calificativo de literaria. Arrastra el inquietante pasado de haber sido el escenario del suicidio de varios escritores y entre los personajes que la han habitado figura una interesante nómina de literatos famosos.

Hasta aquí llegó James Joyce sólo cuatro meses después de conocer a la mujer de su vida, Nora, y pedirle que lo dejara todo para escapar juntos de su Dublin natal. Y lo hizo de forma casual: la plaza de profesor de inglés que había solicitado en la Academia Berlitz de Zurich había sido ocupada y no le quedó más remedio que conformarse con la que le ofrecían en esa esquina del Adriático, que entonces se encontraba bajo dominio del Imperio Austrohúngaro. En Trieste vivió quince años, nacieron sus dos hijos -con los que siempre hablaría en italiano-, y escribió buena parte de sus obras: varios de los relatos de Dublineses, Retrato de un artista adolescente o algunos de los capítulos de la famosa novela Ulises, para la que se inspiró en algunos personajes triestinos.

Su itinerario se pierde por diferentes apartamentos de los que eran desahuciados por impago de las facturas, fruto en unos casos de sus penurias económicas y en otras de un nivel de vida que no podía mantener con sus clases de inglés, sus traducciones de escritores irlandeses, sus artículos en la prensa irredentista o las cartas que escribía para bancos y consignatarios. Mientras esquivaba a los acreedores, disfrutaba de la vida cosmopolita de una ciudad fronteriza y asistía a los torbellinos de su historia. Tras el estallido de la Primera Guerra Mundial,  el inspector de educación de Trieste tuvo que escribir a sus superiores del Ministerio en Viena para comunicarles que Joyce era un tranquilo profesor de inglés al que sólo le preocupaba ganarse la vida y que, pese a su nacionalidad, su contrato merecía ser renovado. A pesar de ello, el novelista se vio obligado a abandonar la ciudad unos meses más tarde.  Regresaría después de la barbarie de la Gran Guerra, pero ya había dejado de ser el único puerto del imperio austríaco para formar parte de Italia y sólo vivió en ella poco más de un año.

Uno de sus alumnos fue otro de los grandes escritores triestinos: Italo Svevo, aunque en aquella época la fama de Aron Ettore Schmitz –su verdadero nombre- era nula. Hijo de un comerciante germánico de origen judío, Svevo pasó graves épocas de desengaños literarios que paliaba tocando el violín. Cuando conoció a Joyce era ya un hombre maduro de 46 años que trabajaba como gerente de una empresa de pinturas. Necesitaba lecciones de inglés para sus transacciones comerciales y en la Academia Berlitz inició una larga amistad con el novelista irlandés, que le animó a superar los fracasos de las dos novelas que había escrito diez años antes y que sólo fueron acogidas con silencio. Gracias a la intermediación de su antiguo profesor de inglés su novela La conciencia de Zeno alcanzó el reconocimiento tan deseado.

Como el protagonista de esa obra, era un fumador compulsivo que quizás inició su adicción con los puros de Virginia a medio fumar que el padre de Zeno dejaba en equilibrio sobre las mesas. Y al igual que su personaje, Svevo tampoco pudo abandonar el tabaco y en el momento de su muerte, tras ser atropellado por un automóvil, pidió un último cigarrillo.

Sus personajes son ancianos que escriben para sobrevivir y miran la amargura del presente desde la distancia para no enfrentarse a una realidad que les cuesta soportar. En la Trieste de principios de siglo XX los escritores escribían a escondidas en sus lugares de trabajo, soñando con un mundo literario tan distinto a sus aburridas y poco excitantes actividades profesionales. Joyce lo hacía en los cafés, Svevo en el Banco Unión y Umberto Saba –el tercer miembro de la trinidad triestina- escribía poemas en la trastienda de su librería.


A los tres la ciudad les ha dedicado estatuas en diferentes lugares, donde su memoria se confunde con los transeúntes que los rodean con más o menos prisa al pasar, casi sin reparar en ellos, como si fueran tres vecinos ya muy conocidos.

Joyce camina por Ponterrosso, cerca de la Iglesia Serbia de San Spiridón, con un libro bajo su brazo izquierdo y la mano derecha en el bolsillo. Con su sombrero de paja y su pajarita, parece que llegara con tiempo de sobras a la Academia Berlitz que entonces estaba a pocos pasos de allí. Svevo camina por la Plaza Attilio Hortis, también con un libro en su mano derecha –la izquierda aguanta su sombrero- y con el semblante de un corredor de comercio. Umberto Saba cruza una esquina de la calle Dante apoyado en un bastón como si tuviera prisa por llegar a algún sitio. El viento –aquí sopla la bora que, según cuentan, es gélida y fuerte- le ha girado las solapas del abrigo, aunque no ha podido con la gorra bien calada.

La relación de Trieste con la literatura va más allá. Por aquí pasaron, entre otros, Rilke, Hemingway o Walter Benjamin y uno que nunca la visitó, mi admirado Julio Verne, situó la acción de una de sus novelas menos conocidas: Matías Sandorf, donde su protagonista, un duque magiar que lucha contra el imperio austríaco,  es detenido frente a la Catedrale de San Giusto, después de que fuese intervenido el mensaje de una paloma. Trieste es también el no-lugar del que Jan Morris habla en su libro The meaning of nowhere, que no ha sido traducido aún al castellano. Pero hablar de esta ciudad es sobre todo recordar a Claudio Magris, quizás el triestino más famoso, para quien constituye “un lugar olvidado al fondo del Adriático, en la periferia de la vida y de la historia”.

Trieste, que fue el único puerto de un imperio, crisol de culturas y religiones, situada a medio camino entre oriente y occidente, de mente germánica, sentimiento eslavo y corazón italiano, es el perfecto lugar fronterizo en ninguna parte donde pueden suceder muchas cosas, literarias o reales.