19 febrero, 2015

Paseos por la periferia

La crisis económica es un túnel demasiado largo. Con el tiempo, me he ido acostumbrando a comprar pocos libros, muchos menos de los que me gustaría, pero he regresado a las bibliotecas, esos santuarios que proveyeron mi adolescencia de historias maravillosas. He vuelto a probar el sabor diferente que tienen los libros prestados. Hubo un tiempo de bonanza en el que compraba mucho más de lo que podía leer, novelas ahorradas que han acabado ocupando su espacio en los años de escasez. Como aquella vieja cartilla donde ingresaba mis pesetas infantiles, mi modesta biblioteca aguantó el tirón bastantes meses. Luego no quedó más remedio que pedir prestado, pero, a diferencia de los bancos, las bibliotecas son generosas.

La que tengo más cerca agotó los fondos que me interesaban al poco tiempo. Hace unos meses leí una entrevista de una responsable de bibliotecas de Cataluña que se quejaba amargamente de la reducción de fondos para la compra de libros y añadía que los pocos que llegaban del Gobierno de Madrid estaban asignados a la compra libros en castellano. A la biblioteca del pueblo donde vivo llegan mayoritariamente libros escritos o traducidos al catalán. Abundan los libros de esos escritores de segunda que publican sus maniqueos artículos de opinión en La Vanguardia o el Avui, pero es imposible encontrar a novelistas de Barcelona como Martínez de Pisón (que, aunque es maño lleva ya tantos años pagando impuestos en Cataluña que podría pasar por autóctono) o Javier Pérez de Andújar. Y, por supuesto, las traducciones de Modiano, o de los autores extranjeros que busco, se reducen al catalán. Cada gobierno usa la lengua como arma e ignora que la riqueza de este pueblo se basa en que habla -y lee- en dos lenguas y cada uno lo hace con la que le viene en gana. “Hablamos como respiramos. Los idiomas se mezclan en la calle igual que en los pulmones el oxigeno se mezcla con la sangre”

Ahora he descubierto una biblioteca cerca del trabajo que ofrece un mayor interés. Hace unos días me prestaron Paseos con mi madre. El refrán dice que no hay dos sin tres y, de nuevo, el tercer libro que leo de Pérez Andújar me ha fascinado. Hace unos meses hablé en este blog de su novela Los príncipes valientes http://bit.ly/17hIm2u  Ahora regresa a través de “Paseos con mi madre” al territorio de su infancia: San Adrián de Besós. De allí han escapado los hijos de los emigrantes andaluces, extremeños y su hueco ha sido ocupado por sudamericanos, chinos, pakistaníes -igualmente desarraigados-, pero siguen, impertérritas, las tres enormes chimeneas de la central térmica, los bares con mesas de formica que sirven menús con sabores cada vez más lejanos, una nueva generación de extrarradio.



En la época lunática que nos ha tocado vivir, Pérez Andújar se ha vuelto un escritor necesario. “La libertad es un libro que escribieron nuestros padres para que lo leyéramos nosotros”. Sus palabras retumban todavía en mis oídos. Entre el rumor de las consignas de repetición masiva, las ideas sencillas resultan más reveladoras, especialmente ahora que algunos políticos y medios de comunicación insisten con saña en conceptos como “estructuras de estado” o “transición nacional” y jóvenes que no saben lo que es vivir oprimido hablan de “la opresión de los pueblos”. Conceptos que, al parecer, no dejan vivir a lo que llaman con pompa “la sociedad civil catalana”, algo que no sé muy bien de qué se trata, pero que imagino como un ente abstracto, un gigante de un solo ojo y una sola boca.
Las historias como las que se cuentan en Paseos con mi madre son necesarias porque pisan una tierra real, hostil en muchos casos. “La democracia la fueron conquistando estos hombres y mujeres calle por calle, árbol por árbol”. Describe un tiempo –que hoy parece muy lejano- en el que lo importante era pelear para que hubiera ambulatorios, colegios, polideportivos, bibliotecas, en los barrios obreros que vivían de espaldas a la gran ciudad, encerrados en sus enormes bloques de pisos con aluminosis.

Durante años el retrato de la Barcelona oficial se describía en las páginas de La Vanguardia, tan sutilmente conservador, de una impecable calidad literaria y hasta periodística. Hoy el retrato de la ciudad posmoderna, que dejó hace demasiado tiempo de ser olímpica, es mucho más gris, más pueblerino y se dibuja en los artículos de opinión del Avui o el Ara, los diarios que leen algunos de mis vecinos de asiento en los vagones del cercanía a los que subo muchas mañanas, esos que vienen repletos de nacionalistas ultramontanos que bajan que las comarcas del interior, los que describen en sus conversaciones a los españoles como si fueran de otro planeta, un pueblo de vagos opresores que sólo saben robar.

A esa minoría con ínfulas de ser mayoritaria posiblemente no le interese las historias que suele contar Javier –un tipo tan enrollado que me permito ya tutearlo. Llamarlo por su nombre-, pero al niño que fui, al que pegaba patadas a un balón en los descampados donde la ciudad perdía su nombre, le fascina sus narraciones, la banda sonora que suena de fondo trae sonidos de Golpes Bajos, de El último de la fila, de Camarón,  de Enrique Morente, sus historias que hablan de luchas sindicales, de reclamaciones vecinales, de emigrantes que no se conformaron, de pobres que gritaron bien alto que no tenían menos derechos que nadie. “En Barcelona se está en el cuarto de invitados durante un par de generaciones y luego ya se accede al cuarto de servicio”. A mí la poesía casi punk de sus frases me apasiona: “La Avenida de la Meridiana son veinticuatro horas de coches  ininterrumpidas, un circuito para conductores con hipoteca“ y tiene un punto de acidez imprescindible para entender la jungla donde vivimos: “en Barcelona el espacio es un eufemismo con que referirse a la especulación”

En la entrada anterior de este blog clasificaba a los novelistas en tres categorías: los que cuentan historias, lo que te hacen vivirlas y los que te las susurran al oído porque están tan cerca que describen vivencias inolvidables. Como algunos de mis escritores favoritos, Pérez Andújar ha venido para quedarse en la tercera categoría porque yo, que siempre fui “más de Asterix que de Tintín”, disfruto leyendo sus libros en el traqueteo del vagón de cercanías de la misma forma que él buscaba “en la calle la poesía que el ruido de la vida no me deja arrancarle a los libros, y anotando en los márgenes unas palabras sueltas con la letra temblorosa de los adoquines”.


Mientras devoro Paseos con mi madre, en el asiento de enfrente un hombre que frisa la cuarentena lee muy serio el diario Ara. En la portada Artur Mas declara no saber nada  de los fraudes de la familia Pujol. Hay personajes desconocidos, minúsculos que se agigantan en las novelas, otros, en cambio, viven, rodeados de focos, en la ficción permanente y no sirven ni para un micro relato.

17 febrero, 2015

Las pistas de la memoria

“Lleva tiempo conseguir que salga a la luz lo que ha sido borrado. Quedan pistas en los registros pero se ignora dónde están escondidos y qué guardianes los vigilan y si querrán enseñárnoslos. O tal vez simplemente han olvidado que esos registros existen.
Basta un poco de paciencia”

Mi primer acercamiento a Patrick Modiano, último Premio Nobel de Literatura, quedó marcado hace pocos días por esas frases que aparecen en la séptima página de su novela Dora Bruder. Hay muchos novelistas que escriben historias, unos pocos logran que el lector llegue a vivirlas y hay un grupo, aún más reducido, que te hacen sentir único, como si te susurraran al oído unas palabras escritas especialmente para ti.

Cuando uno trata en convertirse en detective de la memoria depende en gran medida del azar -que trae muchos más enigmas que certezas- y, si tiene suerte, de un puñado de documentos que nunca aparecen ordenados en el tiempo y cuyos vacíos acaban siendo irremediables.

En el expediente del sumario 595, las frías palabras escritas por los funcionarios hablan de mi abuela María Castro Álvarez como si fuera una extraña, rodeada de otros seres tan extraños como ella, que pueblan lugares grises, llenos de las mancha de humedad que va dejando el tiempo.

Los documentos son fríos y carecen de sentimientos, pero no pueden ocultar su angustia que se percibe en el telegrama de incoamiento de diligencias previas, en el atestado firmado por el capitán de la Guardia Civil, en las diversas declaraciones, la ampliación de diligencias, la exposición del juez, en el inicio de la causa, que viene acompañado de nuevas declaraciones, en el informe de su  embarazo -que tuvieron que enviar dos veces ante la falta de respuesta-, en la solicitud de traslado al hospital y más tarde -después de haber dado a luz a una hija que viviría sus primeros meses en la cárcel- la diligencia de remisión de oficio, el inicio de la causa y más declaraciones seguidas de informes policiales, de la notificación de procesamiento, la elevación a Plenario, la terrible solicitud del fiscal –que cambió la anunciada pena de muerte por treinta años de prisión-, la diligencia de disposición y su acuse de recibo, la notificación de composición del consejo de guerra, nuevamente más declaraciones, informes policiales y, para acabar, la sentencia…Todos ellos cuentan de forma sesgada el sufrimiento de una mujer que se encuentra sola frente a un proceso que aún hoy cuesta de entender y produce miedo y dolor..

Un sufrimiento que sigue a lo largo del expediente penitenciario, donde la distorsión de la persona -que ha dejado de ser madre, hija, esposa- continúa, convertida simplemente en reclusa, a través de la liquidación de condena, de su hoja de conducción, el certificado de examen, la carta de protección para las hijas –recluidas en el espanto de un convento de monjas-, la propuesta de redención, el informe del patrocinador, el juramento, multitud de telegramas, de cartas, de certificados, documentos de redención por penas de trabajo, diligencias de nombramientos que dieron paso a la solicitud de indulto, su denegación y varios decretos que llevan a su concesión, retrasada a través de exhortos antes de recibir el certificado de liberación definitiva y, finalmente, su, hoja de salida.



Por todo eso, resulta obvio explicar cómo me ha estremecido esta novela de Patrick Modiano, donde cuenta –en mi caso susurra al oído- la historia de una adolescente judía: Dora Bruder, que desaparece de un internado de monjas en el Paris de la Ocupación nazi y acaba en un convoy que sale el 11 de febrero de 1943 hacia el campo de exterminio de Auschwitz. En lucha contra “los centinelas del olvido”, su autor trata de reconstruir la posible vida de Dora, los detalles escasos de su biografía, que se acaba volviendo borrosa a través de la sucesión de los inviernos que se mezclan. Camina por las mismas calles parisinas con una obsesión casi enfermiza por sus nombres y su geografía, por sus edificios, existentes y desaparecidos, sus cines, su cafés, sus tiendas. A raíz de un anuncio en un periódico, publicado varias décadas atrás, trata de encontrar pistas, la traza de una vida y un sufrimiento que se resiste a abandonar en el olvido, pero las que encuentra son las de otros seres reales que habitaron el mismo espacio de la desmemoria, que pudieron vivir parecidas experiencias, incluido su propio padre por el que destila sentimientos confusos.

En menos de ciento veinte páginas Modiano intenta demoler “el hormigón del color de la amnesia” dejando al lector inquieto con su estremecedora sencillez narrativa. Para describir el horror sobran los artificios, bastan el estrépito de los trenes, el silencio de los internados, los números de registro, las cifras y las letras que no tienen sentido, que sólo lo tienen para la contabilidad de los torturadores.

En el proceso de búsqueda hacia Dora Bruder se mezclan los nombres de las víctimas y los verdugos. No podía ser de otra forma. En la lista de los inocentes que fusilaron junto a mi tío abuelo Paco se repiten varios apellidos que podrían indicar algún parentesco o simplemente ser una casualidad, en la hoja de traslado de prisión aparecen los nombres de algunas compañeras de mi abuela, en los documentos que relatan su proceso han quedado fosilizados los nombres de las personas que participaron: el juez instructor que estaba de guardia ese día; el capitán de la Guardia Civil que participó en su detención; el médico del hospital que certificó las muertes que se produjeron en el asalto de los agentes; los nombres de éstos; la propia firma de mi abuela que, pese a la tortura, se niega aportar más datos; su declaración semanas más tarde, cuando otros ya han confesado, y a ella no le queda más remedio que aceptar lo evidente; los nombres de los falangistas que les habían vendido la munición a los compañeros de la partida de mi abuelo que, pese a sus pésimos antecedentes, acaban siendo absueltos; los apellidos de los trece hombres y mujeres que fueron condenados junto a mi abuela: el grado que tienen en el escalafón militar cada uno de los miembros del tribunal del Consejo de Guerra…


El silencio de los documentos puede gritar las vivencias de una forma cruel y espantosa y le sirven a Modiano para susurrarnos una historia ante la que, al menos yo, no puedo quedarme indiferente.

14 febrero, 2015

Mil palabras pueden valer más que una imagen

El 14 de febrero de 1.910 nació mi abuela María Álvarez López. Mañana,  hoy hace 104 años y quiero rendirle aquí un pequeño homenaje con un fragmento de la novela donde ella es la protagonista.

Dicen que una imagen vale más que mil palabras, pero los escritores (o los aprendices del oficio) sólo podemos trabajar con palabras. Hojeando los documentos que forman parte del expediente penitenciario de mi abuela, me encontré con un certificado que podría resultar casi insignificante, uno de los textos que en su momento menos llamó mi atención. Pero a veces me gustan los detalles más pequeños y me propuse sacarle partido a esa hoja de papel que yo había recibido escaneada varios años atrás, cuando comencé la investigación histórica.

Hay muchas maneras de plasmar un documento, real o inventado, en una novela. Hace unos días comentaba por aquí la habilidad que tuvo Eduardo Mendoza en su novela La verdad sobre el caso Savolta para incrustar, transcribir de forma que parece literal, textos que realmente eran fruto de su imaginación. Y ponerlos al servicio de la trama, encajado de forma magistral en ella. Yo tuve la gran suerte de encontrar documentos que me parecen muy valiosos, no sólo desde el punto de vista emocional e histórico, sino también literario, pero, precisamente por eso, no quería hacer un mero cortar y pegar, quería describirlo con mis ojos, a través de las palabras del narrador.

Ahora está de moda identificar al escritor con el narrador y convertirlo en un personaje más. Yo mismo incluso he estado tentado en bastantes ocasiones, ante esa voz narradora que me chirría demasiado, a utilizar ese recurso. Hay algunas novelas fantásticas que lo hacen con un gran resultado, en otras el trasunto del escritor se me hace demasiado evidente, casi presumido.

El proceso de búsqueda, los azares, los documentos encontrados, las informaciones obtenidas, podrían ser, de hecho creo que son en sí mismos novelescos. Pero, pese a mis continuados problemas con el narrador, sigo optando por el patrón clásico de la tercera persona que cuenta en pasado una historia. No quería quitarle el más mínimo foco a la protagonista: María, con un narrador intervencionista. Es posible que esté equivocado, pero hay veces en las que sólo se puede seguir al instinto para salir de las zonas pantanosas. No se trata de parecer ingenioso o innovador o verdadero sino de pelear por ser veraz, creíble o al menos por parecérselo al lector, aunque sólo sea a mi mismo convertido en mi único lector.

De igual forma, creo que debe ser esa voz la que describa las imágenes, incluso la de un documento real, auténtico. Me propuse esta escena como un reto, un juego que trasladara a palabras una imagen que contenía muchos más matices de lo que mi primera mirada lograba ver. No se trataba sólo de letras, sino de darle vida a lo que las pudo rodear en su momento. El sentido casi lúdico me dio una fluidez extraña en mí, siempre acostumbrado a parir cada frase con dolor, de avanzar la escritura muy despacio. Al principio me costó despegar el vuelo: ¿Qué puñetas hago yo mirando un papel anodino escrito hace ahora ochenta años? me pregunté varias veces, pero, poco a poco, empezaron a aparecer los detalles más insignificantes, que incluso pueden pasar desapercibidos para un ojo, pero ganan matices con las palabras.

Conforme avanzaba, me di cuenta que el documento me podía además servir como un medio para describir a un personaje, uno de esos secundarios que acaban dando mucho juego. Por lo que he logrado averiguar, el capellán de la prisión de mujeres de Málaga fue un auténtico hijo de puta y a esos tipos hay que cambiarles el nombre y el apellido cuando se convierten en personaje de una novela. No ya para evitar problemas, sino para ser decentes con sus posibles familiares. La descripción física del rebautizado como padre Iturbe es fruto total de los caprichos de mi imaginación, pero algunos detalles de lo que cuento forman parte de los escasos testimonios que he podido encontrar.

Y, sin que sirva de precedente, por una vez me siento moderadamente satisfecho del resultado. O al menos así me sentía cuando la escribí hace unas semanas. Tras el típico entusiasmo inicial llegaron decenas de relecturas y correcciones en cada reglón, quizás no definitivas.


Los papeles esperaban en la ordenada mesa del médico. Eran poco menos de una docena de cuartillas, escritas de forma apaisada, que resaltaban sobre un cartapacio oscuro. Ya habían sido firmadas por el capellán y por la hermana encargada de la escuela de la prisión y sólo faltaba para el trámite que el doctor estampara su visto bueno. La funcionaria previamente había rellenado a máquina algunos de los espacios en blanco sobre las líneas de puntos: el nombre y los apellidos -resaltados por las mayúsculas que les privaban de los tres acentos ortográficos-, la edad, el delito y, en minúsculas, la fecha en la que cumpliría la mitad de la pena.

En el caso de María Álvarez López, de 34 años de edad, sería el 22 de febrero de 1947.

El riguroso orden alfabético determinó que el suyo fuera el primero para firmar, el que dejaba a la vista incluso el pequeño error tipográfico que no se habían molestó en borrar. Resultaba más fácil teclear la letra b sobre la n con la que había escrito mal el mes de febrero. Se trataba de un detalle insignificante, pero no pasó desapercibido para el doctor que no pudo reparar en un segundo error, el que se había producido al sumar los años, puesto que María había cumplido ya los treinta y cinco.

En los otros cuatros espacios que ya no estaban en blanco aparecía la misma palabra: Preliminar, pero no era necesario fijarse demasiado para darse cuenta que la letra correspondía a dos personas diferentes. Reconoció la caligrafía insegura de la hermana Rosa Codina en la calificación de Instrucción Cultural, sus caracteres primorosos que delataban una mano femenina. La de Instrucción Religiosa estaba marcada por el trazo fuerte, áspero, del Padre Iturbe. El resto del documento venía pre impreso y, de entre todos los caracteres, resaltaba una palabra en mayúscula hacia la mitad del mismo: CERTIFICAN.

Dadas las condiciones personales de las reclusas y el tiempo que les faltaba para cumplir la mitad de sus penas, debían alcanzar el grado preliminar en los conocimientos de cultura y religión. Y a tal efecto habían sido examinadas. Era el primer paso para domesticar su rebeldía y reconducirlas por el buen camino a través de las doctrinas del régimen. Sin él no podrían solicitar la redención de la condena.

El diez de septiembre -la fecha también venía mecanografiada por la funcionaria, que solo tuvo que añadir un 5 a la década impresa de mil novecientos cuarenta- el médico estampó su firma a la izquierda del pie de página. Era un garabato frío y aséptico, sin ninguna letra reconocible, como correspondía a su profesión. A la derecha se distinguía el nombre claro y el dibujo florido de la monja, que, al anteponer la palabra Sor, indicaba su condición religiosa de forma visible y sin duda intencionada. Entre ambas, en el centro, observó la rúbrica del capellán, un doble subrayado con forma de aspa redondeada que se correspondía con su carácter orgulloso.

Un experto en grafología podría haber aportado más datos como la necesidad de darle importancia a todo lo que hacía, el sentimiento de impotencia que brotaba cada vez que no se veía cumplido el deseo de imponer sus propias ideas o la urgencia por sentir de los demás el reconocimiento imperioso de sus méritos. Sobre el dibujo aparecía la inicial de su nombre, una R mayúscula, seguida con un punto, que delataba su actitud conservadora o el sentimiento de culpa fundamentado probablemente en una represión sufrida en la infancia. Y a continuación aparecía el apellido, escrito de forma un tanto atropellada, casi violenta, que destilaba el orgullo de pertenecía a la estirpe. En su familia, de profundas convicciones católicas, abundaban los religiosos. Una de sus propias hermanas, Sor Crescencia era monja de la Orden de Paul.

Los capellanes de las prisiones tenían otras funciones más allá de celebrar misa los domingos y festivos. Debían procurar conocer a todas las reclusas y enterarse de sus circunstancias familiares, si estaban casadas por la iglesia, si tenían hijos y habían sido bautizados, pero Iturbe disfrutaba sobremanera metiéndose en los detalles más nimios de sus vidas en la cárcel, amargándoselas a todas aquellas que no se plegaban a sus órdenes e imponía el bautizo a todas las madres lo quisieran o no. En esos casos, elegía días especiales para su celebración, los que se significaban por su simbología religiosa o política. Le gustaba administrar los sacramentos a los niños pequeños en fechas relacionadas con la Gloriosa Cruzada Nacional y en esas ocasiones le pedía al cónsul italiano, el Doctor Bianchi, que actuara de padrino. El diplomático solía venir siempre con sus mejores galas y lucía todas sus condecoraciones para la ocasión, de forma que parecía un papagayo rodeado de cuervos.

El tabaco era el único vicio que reconocía el cura de forma abierta, aunque todas sabían que profesaba otros mucho menos confesables. El pulgar y el índice de la mano derecha estaban impregnados por el amarillo sucio de la nicotina. En las falanges de sus dedos enormes crecían matojos hirsutos de un pelo mucho más negro que el de su cabeza medio calva y entrecana, salvo en el índice, carente de vello, pero con una uña cuidada y mucho más larga que las demás, que utilizaba para variados menesteres. Gastaba un grueso anillo de plata en el pulgar de la mano izquierda que parecía encajado e imposible de sacar. Descargaba todo el peso de su cuerpo rechoncho sobre las piernas combadas con las que tanto le costaba caminar, siempre en un balanceo que parecía inestable, pero que ya se había convertido en habitual en él.

Presumía de ser navarro y a menudo le gustaba cubrir su calva con la gorra roja de los carlistas. Siempre iba con la misma sotana, ajada por el tiempo, que en los bajos dejaba de ser negra para volverse de un gris gastado y calzaba unos zapatos sin lustre y sucios de tanto caminar en su eterna vigilancia. Se jactaba de conocer las mentes pecaminosas de las mujeres y la forma de corregir sus pensamientos impuros y velar para que su conducta en el futuro fuera siempre la apropiada, pero, cuando lo veían alejarse, todas lo maldecían en voz baja y le dedicaban las peores palabras

Le gustaba contar a quien quisiera escucharle la historia de sus primeros meses durante la guerra, cuando las hordas rojas campaban a sus anchas por la ciudad de Málaga persiguiendo a los sacerdotes y a los hombres y las mujeres de bien. Según explicaba con énfasis, el sufrimiento de las presas no era nada comparable con lo que él había tenido que soportar, escondido durante semanas, compartiendo con decenas de personas el miedo que se vivía en el interior de la casa del cónsul de Méjico, sin poder salir a la calle ni vestir los hábitos de los que siempre se sentía tan orgulloso.

El médico, que se lo había oído contar muchas veces, le tenía cierta antipatía, pero ni de lejos era comparable al odio visceral que provocaba en la mayoría de las presas. A fin de cuentas, para él sólo se trataba de un trabajo que le permitía llevar un salario a casa todos los meses, una colocación tranquila en comparación con el trajín de los hospitales y sus eternas guardias. En ese momento, lo único que debía hacer era estampar su firma ilegible y fría a la izquierda de las otras para certificar así que las presas, como María, estaban siendo convenientemente domesticadas. El criterio médico nada tenía que ver con todo aquello, ni importaba.

07 febrero, 2015

El primer maestro

En la entrada anterior de este blog hablaba del amor, la ternura con los que Albert Camus describe en su novela póstuma -El primer hombre- a los seres queridos de su propia infancia: el padre muerto en una guerra lejana, la madre abnegada, la abuela analfabeta… y, de entre todos ellos, no hablé de la figura del maestro porque quería reservarle esta entrada.

Al final del libro aparecen dos cartas. La primera, fechada el 19 de noviembre de 1957, la escribe el Premio Nobel de Literatura a su antiguo profesor:

Querido señor Germain:

Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.

Lo abrazo con todas mis fuerzas.

Albert Camus
La segunda, fechada un año y medio más tarde, el 30 de abril de 1959, es la última que el maestro le escribió a su alumno, al que sigue llamando “mi pequeño Albert” y en un fragmento de la misma le dice:

“Tengo la impresión de que los que tratan de penetrar en tu personalidad no lo consiguen. Siempre has mostrado un pudor instintivo ante la idea de descubrir tu naturaleza, tus sentimientos. Cuando mejor lo consigues es cuando eres simple, directo.”

Más adelante le remarca:

“He visto la lista en constante aumento de las obras que te están dedicadas o que hablan de ti. Y es para mí una satisfacción muy grande comprobar que tu celebridad (es la pura verdad) no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo Camus: bravo.”

Albert Camus le dedicó a su maestro el discurso que pronunció en Estocolmo al recibir el Premio Nobel porque fue su empeño el que lo sacó de la pobreza, el que convenció a su madre y, sobre todo, a su abuela para que le permitieran continuar con los estudios - pese a que en la casa del huérfano era muy necesario un salario laboral-, el que le inculcó la pasión por descubrir y aprender.

En El primer hombre se describe cómo el señor Germain convence a la familia de Albert. La  escena –memorable- acaba con un diálogo sobre Jacques, el nombre del personaje bajo el que se disfraza el propio Albert Camus:

—Señor —dijo de pronto la abuela surgiendo del pasillo. Se sujetaba el mandil con una mano y se secaba los ojos—. Había olvidado... usted me dijo que daría unas lecciones suplementarias a Jacques.
—Desde luego —dijo el maestro—. Y no será divertido, créame.
—Pero no podremos pagarle. —El señor Bernard la miraba atentamente. Sujetaba a Jacques por los hombros.
—No se preocupe —y sacudía a Jacques—, Jacques ya me ha pagado.

El efecto que provocaba el profesor sobre el alumno pobre que, gracias a las becas, llegó a merecer el Premio Nobel lo podemos ver en otra escena, a través de la mirada del protagonista:

“Después venía la clase. Con el señor Bernard era siempre interesante por la sencilla razón de que él amaba apasionadamente su trabajo. Fuera el sol podía aullar en las paredes leonadas mientras el calor crepitaba incluso dentro de la sala, a pesar de que estaba sumida en la sombra de unos estores de gruesas rayas amarillas y blancas. También podía caer la lluvia, como suele ocurrir en Argelia, en cataratas interminables, convirtiendo la calle en un pozo sombrío y húmedo: la clase apenas se distraía. Sólo las moscas, cuando había tormenta, perturbaban a veces la atención de los niños. Capturadas, aterrizaban en los tinteros, donde empezaban a morirse horriblemente, ahogadas en el fango violeta que llenaba los pequeños recipientes de porcelana de tronco cónico encajados en los agujeros del pupitre. Pero el método del señor Bernard, que consistía en no aflojar en materia de conducta y por el contrario en dar a su enseñanza un tono viviente y divertido, triunfaba incluso sobre las moscas. Siempre sabía sacar del armario, en el momento oportuno, los tesoros de la colección de minerales, el herbario, las mariposas y los insectos disecados, los mapas o... que despertaban el interés languideciente de sus alumnos.”

La escuela era su única oportunidad:

“Sólo la escuela proporcionaba esas alegrías. E indudablemente lo que con tanta pasión amaban en ella era lo que no encontraban en casa, donde la pobreza y la ignorancia volvían la vida más dura, más desolada, como encerrada en sí misma; la miseria es una fortaleza sin puente levadizo.”

Yo, que tuve la suerte de tener unos profesores fantásticos, estoy muy orgulloso de la educación pública y laica que recibí y guardo un recuerdo maravilloso de mi escuela y mi instituto. El ministro Wert, al igual de otros muchos de los mediocres políticos que nos gobiernan, debería leer la carta de agradecimiento de Albert Camus, aunque me temo que no serviría de nada, porque para sus corazones rapaces la enseñanza no es un derecho público, sino un bien privado, que sólo los pudientes pueden pagar con dinero. Una vergüenza.

05 febrero, 2015

El escritor que quería ser portero de fútbol

Para jugar de portero hay que ser de una pasta especial. Todos los niños quieren ser  delantero y marcar muchos goles. En los partidos de fútbol de mi infancia, los que jugábamos en un descampado, con un montón de chaquetas o de piedras fingiendo postes imaginados, la portería era una condena, reservada a los menos hábiles, que se iba rotando con el encaje de los goles. El mejor o el más listo siempre gritaba “¡último!” con la esperanza de que no se marcaran tantos goles y evitar así el castigo. Y los castigados no podían demasiado empeño en evitarlo, porque en aquellos partidos de arrabal, de barrio limítrofe y obrero, donde las líneas del campo veían delimitadas por la geografía de una pared, una fila de coches mal aparcados, o de los matojos, el juego era más importante que el resultado. Como acabé siendo menos patoso con las manos que con las piernas y, para compensarlo, tenía ciertos reflejos, yo acabé jugando de portero.

En la portada de la novela El primer hombre, aparece una vieja fotografía de un equipo infantil de fútbol. En ella Albert Camús se diferencia de los demás por su equipación de portero. Al verla, no pude hacer otra cosa que sonreír. Según leo en la pestaña interior del libro, es su obra póstuma. El manuscrito fue encontrado entre los hierros del automóvil siniestrado en el que Camús encontró la muerte en 1.960, apenas tres años más tarde de obtener el Premio Nobel de Literatura. El texto continúa explicando que, pocos días antes había afirmado en una entrevista: “Mi obra aún no ha comenzado”.



Los libros inacabados son especiales, guardan la premura de un cuaderno de notas, la fresca improvisación de una idea inconclusa y se convierten en un boceto que, tras las pesquisas de un editor, acaban siendo algo muy diferente a lo que podrían haber sido, una obra en la que se pueden observar los pespuntes, las dudas, las correcciones, los detalles que se dejan para un desarrollo posterior, sin imaginar siquiera que no habrá tiempo para ello.

En El primer hombre pueden encontrarse fragmentos que sin duda Camus habría mejorado y cuya escritura inconclusa no acaba de ser redonda, pero hay otros que resultan simplemente maravillosos, de una calidad literaria a la altura del escritor que había recibido el Nobel. Es un libro en ocasiones luminoso que nos dibuja la infancia del propio Camus, una infancia argelina de altramuces, sandalias, caramelos de menta y piruletas de colores extremos, en la que podemos sentir la felicidad por compartir un cucurucho de patatas frente al mar mediterráneo, la arena de la playa entre los dedos de los pies o la camaradería eterna de los juegos infantiles

Es un libro lleno de ternura, de amor por los seres queridos. En él encontramos al padre que nunca conoció, muerto en una guerra lejana cuando él sólo tenía unos meses, del que apenas se guardan los recuerdos, más allá de la esquirla del obús que le había abierto la cabeza y que “se guardaba en la cajita de bizcochos, detrás de las mismas toallas, en el mismo armario, con las postales enviadas desde el frente y que podía recitar de memoria en su sequedad y brevedad.”

La escena en la que le comunican su muerte a la esposa es probablemente lo mejor que haya leído nunca: “un domingo por la mañana, en el pequeño rellano interior del único piso, entre la escalera y los dos retretes sin luz, agujeros negros de mampostería, a la turca, eternamente lavados con lejía y eternamente hediondos, Lucie Cormery y su madre, sentadas en dos sillas bajas limpiaban lentejas bajo el tragaluz de la escalera, y el pequeño, en una cesta de ropa blanca, chupaba una zanahoria llena de babas cuando un señor grave y bien vestido apareció en la escalera con una especie de pliego. Las dos mujeres, sorprendidas, dejaron los platos con las lentejas limpias que sacaban de una marmita situada entre ambas, y se secaron las manos cuando el señor, que se había detenido en el penúltimo escalón, les rogó que no se movieran, preguntó por la señora Cormery, «Es ella», dijo la abuela, «yo soy su madre», y el señor dijo que era el alcalde, que traía una noticia dolorosa, que su marido había muerto en el campo de honor y que Francia lo lloraba y al mismo tiempo estaba orgullosa de él. Lucie Cormery no lo había oído, pero se levantó y le tendió la mano con mucho respeto, la abuela se incorporó, cubriéndose la boca con la mano, repitiendo «Dios mío» en español. El señor retuvo la mano de Lucie en la suya, después volvió a estrecharla con sus dos manos, murmuró unas palabras de consuelo y le entregó el pliego, se volvió y bajó las escaleras con paso pesado”

En esa mujer, medio sorda, de origen mahonés, vemos reflejadas a muchas madres abnegadas: la que va a la peluquería a arreglarse para recibir al hijo ya mayor cuando regresa a casa por vacaciones, la que nunca quiso abandonar la geografía acostumbrada del barrio de siempre, la que todo lo dio por sus hijos: “Había aguantado durante días y años los golpes a sus hijos, como aguantaba para ella misma la dura jornada de trabajo al servicio de los demás, los suelos lavados de rodillas, la vida sin hombre y sin consuelo entre los restos engrasados y la ropa sucia de los otros, los largos días de faena acumulados de una existencia que, a fuerza de estar privada de esperanza, había perdido todo resentimiento, una vida ignorante, obstinada, resignada a todos los sufrimientos, tanto los suyos como los ajenos.”

Otro personaje entrañable es la abuela analfabeta, pero digna, que por vergüenza le pide al nieto que le lea en voz baja los subtítulos de las películas que proyectan en el cine, la que finalmente consiente que el protagonista siga estudiando para escapar de una pobreza donde “lo superfluo era pobre, porque lo superfluo nunca se utilizaba”.


Cuando uno lee a Camus siente admiración. En este libro se siente reverencia por un escritor de origen humilde, de barrio, que llegó a tener una enorme altura moral, que supo dibujar como nadie los sentimientos más interiores del alma, porque, como escribió Muñoz Molina: “Hay escritores, libros, que nos dan exactamente la misma compañía que un amigo del corazón. Basta su cercanía, o ni siquiera eso, su recuerdo, basta la actitud y el timbre de la voz.  […] Camus no ha dejado de hacerme compañía, de ofrecerme fortaleza y consuelo, como el amigo que adivina el pensamiento y las debilidades de uno.”; un escritor cercano que quiso ser portero de fútbol. Poca broma.

01 febrero, 2015

El Caso Mendoza

Hay novelas que se confunden en el limo del tiempo, lecturas antiguas que se mezclan en el recuerdo y de las que llegas incluso a dudar si tuvieron pasado, si realmente las leíste o sólo conoces la sombra de su fama. Este año se cumple el cuarenta aniversario de la publicación de La verdad sobre el Caso Savolta, el libro que descubrió a un autor completamente nuevo: Eduardo Mendoza y el hecho ha sido resaltado en algunos suplementos literarios que me provocaron la decisión de sumergirme en ella con la duda sobre si se trataba de una relectura o un descubrimiento.

Con la muerte de Franco muchas cosas cambiaron en el país, incluso la forma de escribir novelas. Como en todos los ámbitos de la política, la economía o la sociedad, una nueva generación, de nombres hasta entonces desconocidos, rompió con las ataduras del pasado. En su primera novela, Eduardo Mendoza, contaba una historia de forma distinta, fresca y se valía de diferentes técnicas para atrapar, aún hoy, al que la lee.



Todo en La verdad sobre el Caso Savolta está al servicio de la narración para zambullir en ella al lector. Las tres voces narradoras se alternan a la perfección para darnos una visión amplia de lo que sucede desde distintas perspectivas. Más allá de la tercera persona, la voz del protagonista nos relata parte de los hechos, los que conoce de primera mano, para ir regresando al narrador omnisciente que nos da la visión de conjunto. En determinados momentos, sobre todo en la primera parte de la novela, el escritor nos incrusta diversos documentos que no sólo aportan veracidad a la trama, sino que ofrecen detalles de una forma directa, que acercan al lector a la historia en la que se está enredando sin remedio. Documentos fechados y firmados por personajes, escritos en cada caso con el lenguaje necesario, de carácter legal, político o periodístico que modulan la historia. Técnicas que no están al servicio de la innovación narrativa, de la experimentación del estilo, de la renovación de la novela sino del principal objetivo: amenizar la lectura, atrapar al lector, darle pistas que lo hagan sentir inteligente, partícipe de la historia.

De igual forma utiliza el tiempo y la geografía. Nada sucede de forma lineal en un mismo lugar aburrido. Los saltos en el tiempo son constantes, pero en todo momento procuran que el lector nunca se pierda y visite los cabarets más sórdidos del Barrio Chino, las mansiones más elegantes de la Avenida Tibidabo, las fábricas de los suburbios, donde las oleadas de inmigrantes nunca llegan a alcanzar el paraíso prometido en una ciudad apasionante: la Barcelona de principios del siglo XX que vive envuelta en luchas sociales, donde se enfrentan los pistoleros del capital con los del anarquismo, los segundos para cambiar el mundo y los otros para que nada cambie.

La población que ocupa el espacio de la novela es extensa y variada y abarca a tipos muy diferentes de todas las clases sociales, pero Mendoza los perfila tan bien desde el principio que el lector tampoco se pierde entre tantos personajes porque todos ellos son perfectamente reconocibles.  Cada uno tiene sus detalles propios e intransferibles que los diferencian y para ello utiliza de forma sutil diferentes medios, cada uno habla con su propio lenguaje: repleto de locuras iluminadas en el caso de Nemesio Cabra, de idealismo político en el de Pajarito de Soto, de ambiciones en el arribista Leprince, de escepticismo en el Comisario Soto y entre todos ellos, el protagonista: Javier Miranda que nos cuenta la historia desde la distancia del tiempo.

Luchas sociales y políticas, ambiciones empresariales, ilusiones idealistas, amores que parece que no pueden triunfar, asesinatos, investigaciones policiales… son algunos de los muy variados ingredientes, magníficamente cocinados para orquestrar un plato delicioso que no fue del gusto del censor de una dictadura que agonizaba: "Novelón estúpido y confuso, escrito sin pies ni cabeza…", […] "…y todo lo típico de las novelas pésimas escritas por escritores que no saben escribir", pero, un vez más, el franquismo estaba equivocado y caduco y era incapaz de distinguir a un magnífico novelista y a una obra alejada de la florida y espantosa literatura del régimen.