21 diciembre, 2010

El inicio de la novela

Lo primero que hice cuando decidí escribir la novela fue entrevistarme con mis tías, con algunos primos, con mi madre. En aquel momento desconocía que existieran documentos, perdidos en viejos archivos, que contarían detalles de la historia de mi familia, que explicarían, con una minuciosidad asombrosa, el detalle de su dolor. Entonces pensaba que la única fuente de información sería volver a aquellos relatos orales que siempre me habían interesado desde niño, tomar aquellos retales de memoria y darles un orden. Las historias contadas en voz baja acaban desordenándose por la fantasía de los años. Volví a escuchar aquellas anécdotas que mi tía Resu sabe describir con la misma gracia con la que le había oído algunos cuentos que me había contado de niño. Aún me sigue sorprendiendo su capacidad para explicar, con una alegría contagiosa, las travesuras con las que se enfrentó a aquella infancia dura de hospicios y conventos. En los relatos de mis primos volví a sentir el orgullo de los hijos que han sentido de cerca el sufrimiento de sus padres. Mi primo Ernesto me enseñó el diploma con el que la Junta de Andalucía le reconocía a su madre, muchas décadas después, su lucha por las libertades. Lo único que lamentaba es que, cuando eso ocurrió, ella ya no tenía la capacidad para entenderlo.
Pero de todos los testimonios, el más aterrador fue el de mi madre. El dolor confunde los recuerdos, trata de esconderlos de la memoria, los duerme en el cajón del olvido. Ella me seguía susurrando aquellas historias, me pedía que hablara con un tono de voz más bajo, como si aquellos hombres aún pudieran oírnos. A los pocos minutos, sus ojos se llenaron de lágrimas, su voz se entrecortó y decidí, de forma inmediata, apagar la grabadora y acabar con su padecimiento. Intentaba describir el momento en el que se llevaron a mi abuela detenida, en el que los guardias civiles entraron en la cueva en la que vivían y comenzaron a darle golpes, a interrogarla, a preguntarle por el paradero de su marido. Ella vio como se la llevaban presa. La dejaron abandonada, sola y, a sus casi siete años tuvo que cruzar toda la ciudad de Granada buscando refugio en casa de su tía Feliciana. Durante estos meses me he preguntado cientos de veces qué puede pasar por la mente de una niña de seis años, la mayoría de ellos vividos durante la guerra y la más cruda derrota, cuando ve cómo unos hombres desconocidos entran en tu hogar y se llevan a tu madre.
Los manuales y los profesores de creación literaria recomiendan comenzar los libros con un momento álgido, que atrape al lector para toda la novela. Durante meses estuve dudando como me gustaría comenzar la mía. Mi madre no leerá este blog. Su vista ya no se lo permite. Pero más allá de la visión, la pena sería demasiado grande.
En la quietud de las paredes grises la espera es larga, tensa. María tiene esa sensación de azar de los que se saben condenados de antemano, dependientes de la voluntad de sus verdugos. Pierde la mirada en aquellas manchas, que dibujan formas extrañas sobre la cal desconchada, borrones de sufrimientos anteriores de otros desconocidos, no sabe si pintados por la humedad o por la sangre, que ahora le parecen testigos que silencian lo que vieron. Como también callarán lo que ella ha sufrido en esa celda pequeña del cuartel donde la llevaron detenida, en la que lleva muchas horas con todos sus minutos y sus segundos, que ya no es capaz de contar, aunque sólo han pasado poco más de dos días desde que la guardia civil apareció en su cueva. Recuerda la mirada de su hija mientras a ella comenzaban a pegarle, a preguntarle donde se escondía su marido. En las últimas horas se lo han preguntado cientos de veces. A cada pregunta le respondía el silencio y le acompañaba otro puñetazo que le hacía sentir un dolor inacabable.
No olvida el miedo que había en el rostro de su pequeña, un miedo tan inmenso como nunca había visto en aquellos ojos, acostumbrados a temer durante la mayoría de sus casi siete años de vida. Tampoco su expresión de desamparo mientras los guardias la retenían, aferrando sus brazos débiles y les chillaba que no se llevaran a su madre. En todo este tiempo no ha cesado de pensar en su hija, de preguntarse qué habrá sido de ella. Mientras comenzaban a darle patadas y a tirarle de los pelos, apenas pudo gritarle la última indicación: que buscara la casa de su tía. No puede imaginarla cruzando toda la ciudad de Granada. Tan pequeña y tan sola, caminando en la mañana fría de febrero. Atravesando unas calles que apenas conoce, desvalida como un pajarillo sin nido en mitad del invierno. Durante un tiempo que le parece interminable, no ha parado de pensar en ella, en la niña que canturreaba nanas para no oír los bombardeos durante la guerra, a la que la derrota apartó de su padre durante catorce meses, la que ha vivido el hambre y la miseria que trajeron los vencedores. Ahora quizá estará a resguardo en casa de su tía, o se habrá perdido buscando un abrazo donde calmar su pena.
Dentro de dos días abrazaré a mi madre. Un largo viaje en tren la traerá contenta porque podrá pasar la navidad con su nieta. Volveré a ver sus largos silencios. Yo aún la imagino desvalida, sólo un mayor que mi hija, cruzando Granada en mitad del frío.

20 diciembre, 2010

¿Cuando dejará de grAZNAR?

A lo largo de las últimas semanas, las revelaciones de Wikileads han puesto de manifiesto la total falta de respeto al Derecho Internacional de los gobiernos estadounidenses, sus políticas mafiosas en defensa de los intereses de unos pocos poderosos, pero también han sacado a la luz detalles sobre algunas personas. Acabo de leer en El País una noticia relacionada con José María Aznar que me ha llenado de indignación.

En el año 2.007, el embajador norteamericano en España envió un cable, el nº 114042, a Washington en el que narraba los detalles de una conversación que había mantenido en una cena privada con el expresidente Aznar. En ella dibujaba una paisaje desolador sobre la situación de nuestro país, le repetía el famoso “España se rompe” que tanto le gusta decir. Le confesaba que “España está realmente desesperada, quizá tendría que volver a la política nacional.” Desde que abandonó la Presidencia del Gobierno, el expresidente Aznar no ha cesado de criticar la situación española en todos los foros internacionales. En los últimos días, cuando los mercados lanzaban sus ataques especuladores contra nuestro país, este ferviente “patriota” se encargaba de escribir un artículo en The Wall Street Journal en el que le daba más munición a aquellos que nos atacan.
Probablemente es el rencor el que alimenta estos comportamientos. El expresidente pensaba que abandonaría el poder por la puerta grande, legando su mayoría absoluta al heredero que había nombrado a dedo. Pero la historia es caprichosa. Después de llevar al país a una guerra ilegal, asegurando que tenía informaciones que demostrarían la existencia de unas armas de destrucción masiva, que luego la verdad reveló que nunca habían existido, se tuvo que enfrentar, como consecuencia de sus decisiones, al mayor y más vil atentado sufrido en España. El esfuerzo de su gobierno por esconder la verdad al país durante las horas posteriores fue vano. Su cara en la noche de la derrota electoral demostraba su desilusión por cómo le recordaría la historia. Desde entonces gana millones por sus conferencias y por sus servicios en Consejos de Administración de empresas y hombres poderosos. Y se encarga de grAZNAR sin descanso sus mensajes apocalípticos. Pero esos comportamientos no son nuevos en su familia.
Cuando realizaba la investigación histórica para mi novela, me fui encontrando con algunas personas admirables, pero también con otras de comportamientos ruines. Al tratar de conocer más sobre el entorno carcelario al que se tuvo que enfrentar mi abuela, descubrí lo que el franquismo denominaba “redención por penas de trabajo”. Durante la guerra y los años que siguieron a la derrota, el régimen trató de justificar el escaso valor humano de los vencidos. Ya hablé en un artículo de este blog de los trabajos de psicología realizados por Vallejo Nájera para tratar de demostrar, inspirándose en los principios nazis que justificaban el holocausto de los judíos, la enfermedad incurable que los rojos tenían en sus mentes. Los derrotados no tenían ningún derecho, eran enfermos que debían redimirse a través del adoctrinamiento y el trabajo.
En este punto me encontré con un artículo firmado por un periodista llamado Manuel Aznar en la edición de El Diario Vasco de 1 de enero de 1.939. “Yo entiendo que hay, en el caso presente de España, dos tipos de delincuentes; los que llamaríamos criminales empedernidos, sin posible redención dentro del orden humano, y los capaces de sincero arrepentimiento, los redimibles, los adaptables a la vida social del patriotismo. En cuanto a los primeros, no deben retornar a la sociedad; que expíen sus culpas alejados de ella, como acontece en todo el mundo con esa clase de criminales. Respecto de los segundos, es obligación nuestra disponer las cosas de suerte que hagamos posible su redención. ¿Cómo? Por medio del trabajo.” La persona que escribía esas palabras era el abuelo de José María Aznar.
Investigando sobre él, descubrí más detalles de su biografía. En su juventud había sido un ferviente nacionalista vasco, pero sus convicciones políticas derivaron hacia el más rancio franquismo. El golpe de estado de Julio del 36 le pilló en Madrid, pero consiguió pasarse a la zona nacional y hacerse con una posición importante en el estado franquista. Fue director de El Diario Vasco y escribió artículos y libros en los que ensalzaba la figura del dictador, lo cual le llevó a ganar el 1er Premio de Periodismo Francisco Franco por un artículo que se titulaba “La batalla de Franco prosigue y amplía su gran vuelo”. Días antes de que finalizara la guerra fue nombrado responsable de prensa en Madrid y, al poco tiempo, escribió el primer libro del régimen sobre el conflicto. En su “Historia militar de la guerra de España” hizo la siguiente descripción del Caudillo: “En él se da esa rara mixtura de energía indomable y de flexibilidad humana, de audacia juvenil y de reflexiva prudencia, de realismo profundo y de lírico patriotismo, de objetividad exacta y de impasible serenidad, de técnica estudiosísima y de imaginativa improvisación cuando la hora lo exige; todo le calificaba para elevarle al caudillaje de los españoles”. Gracias a estas adulaciones, era normal que se convirtiera en el entrevistador oficial de Franco y que éste, cada vez que necesitaba realizar alguna declaración importante, le eligiera para entrevistarle. Al final de la guerra, Manuel Aznar firmaba una entrevista con el dictador en la que éste le decía “no es posible devolver a la sociedad o como si dijéramos, a la circulación social, elementos dañados, pervertidos, envenenados política y moralmente”. En una entrevista que José María Aznar concedió al diario ABC en el año 2.000, recomendaba el libro de su abuelo porque contaba con acierto la “guerra de liberación”.
Después de leer eso, llegué a la conclusión no sólo de que el abuelo del expresidente era un fascista, sino también, por si alguien tenía alguna duda, que su nieto también lo es. A partir de entonces, ya no me sorprenden sus declaraciones, pero no dejan de indignarme. En los documentos oficiales que he ido encontrando en los archivos relacionados con la historia de mi abuela, aparecen los nombres y los apellidos de las personas que le robaron varios años de vida en las cárceles franquistas: el juez de guardia que instruyó su caso, el fiscal que trabajó durante más de un año para solicitar su pena de muerte, el juez que la condenó en un juicio sin garantías, los directores de las prisiones en las que estuvo, los funcionarios que trataron de retrasar los trámites de su indulto… Curiosamente el único nombre que no aparece es el del abogado defensor que no hizo casi nada por defenderla en los pocos días que dedicó a su causa. Como si fuera una vergüenza tener esa misión. En los artículos de este blog no aparecen sus nombres. Yo trato de dignificar la memoria de mi abuela. La historia de aquellos que la torturaron se la puede llevar el olvido. Sus nietos no tienen culpa de sus comportamientos. Pero cuando veo que hay personas que están a la altura de la ruindad de sus abuelos no puedo callarme.

09 diciembre, 2010

Los hermanos Quero. El dramático final de la resistencia antifranquista.

En la mañana del diecinueve de mayo de 1.947, los tres últimos miembros de la partida de los Quero abandonaban uno de sus refugios en Churriana de la Vega, un pueblo cercano a Granada, para dirigirse al que iba a ser su último escondite: un piso en el Camino de Ronda. A lo largo de los últimos siete años, en torno a los hermanos Quero se había constituido la guerrilla urbana más activa que actuaba en el interior del país contra la dictadura franquista. En Churriana, una de las familias que más les había ayudado, conocida por el apodo de los mitaíllas, tenía encarcelada a una de sus hijas, por ello. Se trataba de mi abuela María Álvarez López.

Entre esos tres hombres se encontraba Antonio, el único de los cuatro hermanos que había pertenecido a la banda y que seguía con vida. Permanecieron escondidos durante dos noches en el piso. Su objetivo era realizar un atraco. Ése había sido, junto con el secuestro de personalidades ligadas al régimen, el medio de subsistencia a lo largo de esos años, la forma de conseguir el dinero que les había permitido mantener un alto nivel económico, con el que pudieron recompensar los enormes sacrificios que realizaba su red de colaboradores, formada por familiares y amigos. En aquel tiempo de continuas huídas, de intrépidas acciones, debieron acostumbrarse a vivir al minuto, a tratar de disfrutarlos como si fuera el último. Eso les llevó a firmar con su nombre en las facturas de los mejores restaurantes de Granada, a vestir elegantes trajes y a usar perfumes caros en una época de hambre y miseria, en la que pocos podían permitirse esos lujos. Ese estilo de vida no les ayudaba a pasar desapercibidos.

En 1.947 el acoso de la policía, la guardia civil y el ejército había diezmado la partida de los guerrilleros, pero sólo unos años antes, tras la derrota del nazismo y la muerte de Hitler y Mussolini, Franco sufrió un ataque de pánico, ante la posibilidad de que los vencedores de la Segunda Guerra Mundial le desalojaran del poder, por su apoyo a los derrotados regímenes fascistas. Fue en aquel momento, en los meses inmediatamente posteriores a la victoria aliada, cuando la guerrilla pudo sentirse poderosa. Pero, a partir de entonces, con el franquismo bendecido desde Londres y Washington, la dictadura desplegó todo su poder con el objetivo de acabar con uno de sus más temidos focos de resistencia.

En la tarde de jueves veintidós de mayo, los tres últimos hombres que formaban de lo que las autoridades denominaban “huidos a la sierra” se encontraron con el hombre que, en aquel momento, aún no sabían que les iba a traicionar. Se refugiaron con él en un segundo piso del número siete del Camino de Ronda, a la espera de que llegara la hora prevista para dirigirse al objetivo de su atraco. Con la misión de evitar que eso ocurriese, a la llegada de la noche, más de doscientos efectivos rodearon por completo el edificio. La autoridad ordenó su desalojo. Cosa que todos los vecinos realizaron de inmediato. Dentro del mismo sólo permanecían los tres guerrilleros, que rápidamente se dieron cuenta que la huída era imposible. Se sucedieron tiroteos y un helicóptero del ejército sobrevoló la azotea. En el interior, tabiques rotos y toda clase de muebles y utensilios, convirtieron el edificio en la última barricada. Rompieron las cañerías e inundaron la planta baja, disponiéndose a librar la más encarnizada resistencia.

En la madrugada, Antonio Ibáñez, uno de los sitiados, se arrojó desde una ventana de la segunda planta, a lomos de un colchón, mientras no paraba de disparar contra la policía. Cayó al suelo malherido, pero continuó utilizando su revólver, parapetado tras el colchón en plena calle, más de una hora, hasta que una bomba de mano, arrojada por uno de los agentes que pudo acercarse, acabó con él. Los otros dos guerrilleros alargaron su resistencia dos días más. Antonio Quero, consciente por su experiencia que la entrega conllevaba la tortura y el fusilamiento, era partidario de luchar hasta la muerte. Su primo José, recién iniciado en la lucha armada, agotado tras un asedio que iba camino del tercer día, no le creyó y decidió entregarse. Antonio cometió entonces el acto más difícil: dispararle mientras se dirigía hacia la policía con la intención de rendirse. Éstos presenciaron la escena y debieron de quedarse atónitos al conocer hasta dónde estaba dispuesto a llegar el último miembro de la guerrilla granadina.

Seis años antes, el cinco de julio de 1.941, Antonio había visto morir a uno de los primeros miembros de la banda: su sobrino Manuel. Ambos habían tratado de asaltar un molino de harinas a plena luz del día y a cara descubierta. El resultado fue una precipitada huída por la sierra, portando a Manuel malherido, con una bala alojada en el estómago. Perseguidos por todas las fuerzas disponibles, consiguieron llegar a la cueva en la que vivía mi abuela María, en el Barranco del Abogado, una de las zonas más deprimidas de la ciudad, en la que habitaban las familias de los perdedores de la guerra. Ella le calentó un vaso de leche y se lo dio a Manuel. Antonio le acercó a su sobrino el que iba a ser su último cigarrillo. Éste, entre un charco de sangre, le hizo prometer a su tío que vengaría su muerte. Esa misma madrugada, le enterraban a escondidas a pocos metros de la cueva. Meses más tarde ella, tras una declaración obtenida con tortura, María sería detenida y juzgada por un tribunal militar en un consejo de guerra que desconocía lo que eran las garantías jurídicas.

Desde aquella noche en la que Antonio sintió como expiraba su sobrino entre sus brazos, había visto cómo poco a poco iban cayendo el resto de sus compañeros. El seis de noviembre de 1.944, con la Segunda Guerra Mundial en plena intensidad, Pepe Quero tomó un taxi junto con un compañero y le pidió que les llevara al Carril del Picón. Una vez allí ordenó al taxista que les esperara. A la una de la tarde y armado con una bomba de mano entró en los Almacenes Contreras con la intención de realizar un atraco. No salió del edificio. Varios disparos le produjeron la muerte. Ocho meses después, Pedro Quero consiguió escapar con graves heridas de otro golpe que realizaron a una de las sagas de banqueros más importantes de la ciudad. Días más tarde un confidente de la policía rebeló su refugio, una vieja mina abandonada. Herido, solo y sitiado por sus enemigos, decidió suicidarse. No quería que le capturasen. El treinta de marzo de 1.946, dos días antes de la celebración del séptimo aniversario de la victoria nacional y meses después de que Churchill respaldara la dictadura de Franco, Paco Quero fue sorprendido por la policía en la Plaza de los Lobos. Tras una persecución a pie por todo el centro de Granada, incluida la plaza del Carmen, donde se encontraba la sede del Ayuntamiento, pudo alcanzar el laberinto de callejas que forma el barrio del Realejo, pero, cuando trataba de encontrar refugio en casa de un conocido, fue acribillado a balazos por los agentes. No sólo fueron cayendo sus hermanos sino también el resto de miembros de la partida. Uno de ellos, mi abuelo José, formó parte de la misma en sus inicios, pero, tras la detención de mi abuela, huyó abandonando a su familia y a sus compañeros.

Todas las muertes de sus hermanos debieron pasar por la cabeza de Antonio mientras contemplaba como se acercaba su final, rodeado por cientos de policías. Los mandos obligaron a su padre a entrar en el edificio con la misión de convencerle que se entregara. Él, temiendo por la vida de su progenitor, le pidió que se marchara. Mientras éste regresaba hacía el pelotón de policías que apuntaba hacia la puerta, pudo oír un disparo en el interior del edificio. Su hijo se había suicidado. A lo largo de los días siguientes los atestados policiales y el periódico El Ideal reflejaron una mentira. Decían que los rojos huidos a la sierra se habían entregado y que, cuando los sitiadores les acompañaron a recoger sus armas, se produjo un tiroteo en el que resultaron muertos. El régimen no quería que se supiera que todos los Quero habían preferido la muerte antes que entregarse. Pese a ello y a toda la campaña de desprestigio que el franquismo arrojó sobre ellos durante décadas, pese a las sombras de algunos de sus comportamientos, más cercanos en ocasiones a la delincuencia que a la guerrilla, su historia se ha transmitido a lo largo de generaciones y en Granada aún hoy Quero es sinónimo de guerrillero. La palabra maquis vendría más tarde desde Francia.

El veinticuatro de mayo de 1.947, cuando murió el último de los Quero, María Álvarez López, que les había dado cobijo, llevaba en la cárcel más de cinco años. Aún tendrían que pasar otros dos para que saliera en libertad, gracias a un indulto y algunos más para que, entre los susurros del miedo, empezara a contar una parte pequeña de su drama. Durante mucho tiempo he oído a miembros de mi familia lamentarse por aquellos hechos que cambiaron la vida de mis abuelos. Más de siete décadas después no es fácil entender el por qué de tanta lucha. Hoy conozco los detalles de aquel sufrimiento, que puede leerse en la causa que forma parte del consejo de guerra que siguieron contra mi abuela y en su expediente penitenciario. Últimamente vengo oyendo y leyendo críticas de algunos que acusan a la tercera generación, a los nietos de los represaliados, de querer despertar a los viejos fantasmas que sus padres y abuelos decidieron no remover. Nos acusan de intentar reescribir la realidad de los hechos de forma partidista, de elevar a categoría de héroes a personas corrientes. A esos falsos garantes de una concordia impuesta por los represores y sus descendientes, les gustaría que aquellas viejas leyendas quedaran dormidas en el cajón del olvido.

Los documentos encontrados y las narraciones orales contadas cuentan una historia. Lo que nada, ni nadie puede contar es lo me he venido preguntando durante los últimos meses: ¿Qué pasó por la mente de mi abuelo en el momento en el que decidió abandonar a sus compañeros, a su mujer y a sus hijas? ¿Qué dolor sintió mi abuela en lo más profundo de su ser cuando se vio torturada, condenada y abandonada? Yo no trato de ajustar cuentas con nadie, ni acusar del sufrimiento de mis antepasados. Tampoco atribuirles más heroicidades que la tratar de sobrevivir, con toda su humildad de personajes pequeños, entre las tormentas de la historia con mayúsculas, la que escriben los generales, los políticos y sus biógrafos. Sólo trato, a partir de la verdad de los hechos, contar la más maravillosa de las mentiras. Tratar de encontrar las respuestas a través de la imaginación, que es el material con el que se construyen las novelas. Fijar en el papel aquellas narraciones que tanto me gustaba oír en boca de mis tías. María Álvarez López, “la mitaílla” según la conocían sus paisanos, “la rubia” como aparece en los documentos policiales, “la granaína” como la llamaban sus compañeras en la cárcel de Málaga y sus vecinas cuando decidió quedarse a vivir en esa ciudad, es ante todo mi abuela materna y su historia, la que he decidido convertir en novela, forma parte desde la infancia de mi propia vida.

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26 noviembre, 2010

La banda sonora de mi adolescencia

En la noche del verano del 82 me tuve que conformar por ver por la tele como la basca fue la estrella del estado español. Yo entonces tenía 15 años, demasiado joven para ir a los conciertos multitudinarios en los que Miguel Ríos llenaba los estadios de fútbol. En aquella época era uno de aquellos niños eléctricos de la generación límite, que aún querían cambiar el mundo, iluminados por el amor y los ideales. Con la kefia palestina, de cuadros blancos y negros al cuello, levantábamos el puño con orgullo y gritábamos consignas antinucleares. A los 18 años ejercí por primera vez mi derecho al sufragio para dar un enorme NO a la OTAN (nunca después he votado con tanto convencimiento). En aquellos primeros años de una transición gris, esperábamos el viento del cambio que iba a llevarse ese neón de color rosa que adormecía la ciudad.
Las canciones de Miguel se convirtieron en el himno de nuestra adolescencia. Recuerdo aquellos minúsculos dormitorios, de piso de barrio obrero, en los que nos llegábamos a juntar seis o siete amigos para oír su último vinilo, que algún afortunado había podido comprar o tomarle prestado a su hermano mayor. También recuerdo el primer litro de cerveza que una de aquellas tardes me tomé en Casa Bárcenas; aquellos garitos oscuros de calle Beatas de los que salían las músicas aún más oscuras de Golpes Bajos, Radio Futura, U2 o The Cure; aquellas teterías cercanas a la Alcazaba donde el rock sinfónico de Pink Floyd se entendía mejor al trasluz de las nubes de humo de maría que alguien fumaba a mi lado; las largas tardes del invierno malagueño que aprendíamos a estirar con una sola cerveza, en las mesas rodeadas de toneles de El Pimpi.
Me fui haciendo mayor, pero nunca fui a un concierto de Miguel. Tal vez no tuviera el dinero para pagar la entrada. Lo cierto es que tenía que oír con envidia como todos los demás narraban hasta el más pequeño detalle de sus actuaciones y como corrían a comprar todos sus discos. Hay cantantes, actores, escritores a los que nunca conocemos, peros sus canciones, sus películas, sus libros llegan a formar una parte tan importante de nuestras vidas, que se convierten en parte de ellas, en figuras cotidianas con las que vamos creciendo, como un primo o un vecino al que vemos viendo periódicamente, al que siempre volvemos. Pero el tiempo pasa inexorable, las amistades de la infancia se van perdiendo por los caminos de la vida. Los listines de teléfonos se pierden con las mudanzas que nos llevan por diferentes ciudades y también las canciones entran formar parte del recuerdo, se duermen por los cajones del olvido.
Hace varias semanas, el suplemento dominical de El País publicó un artículo sobre el primer concierto Bye Bye Rios, su gira de despedida. Días más tarde aparecía un CD con las canciones de ese concierto. El radioCD de mi coche y mi ipod, acostumbrados a músicas tranquilas, oídas a bajo volumen, no estaban acostumbrados a los decibelios de Antinuclear o Maneras de vivir a toda caña. Hasta mi hija Paula, de 5 años, me pedía desde la sillita del asiento trasero del coche que volviera a poner otra vez más Bienvenido, (se me cae la baba cuando la veo cantar esa canción). Entonces decidí que tenía una deuda pendiente con Miguel y que esta vez, aunque fuera en el último minuto pensaba cumplir.
El viento del cambio sopló entre las ramas, deshojándolas de esperanzas. El fin del milenio pasó, pero la realidad tirana sigue riéndose de nosotros a carcajadas. Ya no queda rastro de los viejos sueños y los poster del Che pasaron de moda hace mucho tiempo. Pero anoche, una legión de viejos rockeros, muchos de ellos pasando la cincuentena, estaban en el Palau Sant Jordi para despedirse de Miguel. Allí no estaban Javi, Becerra, Alonso, Avilés, Paco ni Carlitos, aunque estoy seguro de que todos ellos habrán estado en Málaga en alguno de sus conciertos. En aquellos años no tuve una compañera que me quisiera por encima de todo. Anoche allí estaba Laura para abrazarnos a ritmo del soul, del blues, del rock que destilaban las canciones de Miguel. Con una profesionalidad y una dignidad a la altura de su persona, se estaba despidiendo en el momento adecuado mientras todos le aplaudiamos. Como dijo Manolo García después de su canción, los grandes no se van nunca. Sus canciones forman ya parte de la banda sonora de mi vida, me humedecieron los ojos y me trajeron los recuerdos adolescentes que ahora escribo. Con la estrofa de su última canción supe que había cumplido la deuda que tenía pendiente. Hasta siempre Miguel!

23 noviembre, 2010

Las cinco mil visitas

Cuando hace unos meses comencé a despertar a algunos de mis viejos escritos del cajón del olvido, no imaginaba que el blog, que empezaba temerosamente a escribir, alcanzaría las cinco mil visitas. En aquel momento, ni siquiera había decidido aún escribir la novela que llevaba dando vueltas en mi cabeza desde que era casi un niño. Con el paso del tiempo, ambos han ido avanzando por caminos paralelos, pero necesarios. De hecho, la investigación para novela me ha suministrado la materia prima que ha acabado por monopolizar el contenido del blog, pero ha sido al escribir estas historias que cuelgo de internet, cuando me he liberado de la enorme presión que supone escribir un libro.
El profesor de mi curso de novela dijo, en la clase del último sábado, que el escritor que tiene un buen principio y un buen final ya lo tiene casi todo. Lo comparó con los músicos de jazz que pueden llegar a improvisar grandes momentos a partir de un punto de partida y un cierre brillantes. Cuando lo oí no pude dejar de sonreír. La historia que encontré en el consejo de guerra de mi abuela, el sufrimiento que cuenta su informe penitenciario, los detalles sobre la Guerra de Cuba y la tercera Guerra Carlista que narra el expediente militar de mi tatarabuelo, los silencios que no explica la ficha con la que los vencedores clasificaron a mi abuelo tras su derrota en el 39… me han ofrecido una gran cantidad detalles novelescos, que constituyen un magnífico material literario con los que construir una trama. Tengo un principio vigoroso y una historia repleta de acción hasta el final… pero no tengo nada.
Sin la voz adecuada para contarlo no tengo nada. Sin el punto de vista que me acerque a los personajes no puedo hacérselos sentir al lector. Sin un estilo con el que envolver lo que quiero contar no puedo generar adicción por la lectura. El andamiaje sobre el que se construye una novela resulta extremadamente difícil. Es, en esa constante búsqueda, donde se encuentra el sufrimiento y sin sufrimiento no hay novela. Por eso, la escritura del blog me resulta liberadora. Libre de miedos, puedo engañar al papel en blanco para contar algunas de esas historias sin las ataduras que sufro cuando trato de esbozar el inicio de un capítulo. Sin las limitaciones de la trama, en la que no tenían cabida las historias paralelas de otros personajes que vivieron en aquel contexto histórico, me puedo permitir contar detalles de las biografías de personas apasionantes sobre las que me apetecía escribir. Así ha ido pasando el tiempo hasta alcanzar la 109ª entrada que va a representar este texto y, lo más importante, las 5.000 visitas que han entrado a leer cualquiera de ellos en los últimos catorce meses. Es una cifra muy modesta. Hay blogs que cuentan con decenas de miles de visitas diarias. Pero a para mí es un honor que mis amigos y todos aquellos a los que google les ha acabado arrojando a la arena de la playa de dormidasenelcajondelolvido lo hayan hecho posible.
Por ello y para celebrarlo, quiero colgar aquí hoy un pequeño texto que forma parte de ese andamiaje tan complejo que trato de levantar. Más allá de los hechos históricos está la imaginación, la capacidad para novelar lo que muy probablemente ni siquiera ocurrió, para inventar una escena que ayude a atrapar al lector. La investigación histórica me aportó un dato real: la llegada del cinematógrafo a Málaga a finales de 1.896, la enorme expectación que generó el nuevo invento entre todas las clases sociales de la ciudad, sus primeras proyecciones en cafés y en barracones de feria. Fue entonces cuando decidí que una de las cosas que más desearía mi bisabuela compartir con su padre, a su regreso de aquella guerra caribeña y lejana, sería que le acompañara en su primera sesión del cinematógrafo. En ese momento de inspiración en mitad de ninguna parte, en la que un músico de jazz es capaz de crear un momento único, yo escribí unas líneas que no me acaban de gustar, pero que el tamiz del tiempo acabará por reflejar en la novela…
Antonia entró en aquel barracón con la expectación propia de quien se sumerge en un mundo nuevo que recordará toda la vida. Una vez dentro, le sorprendieron las filas de sillas alineadas, que ya estaban ocupadas en su mayoría por un público tan inquieto como ella y que sólo compartía un deseo: que empezara la función. Cuando las lámparas de la sala se apagaron, los asientos crujieron y un misterioso silencio se apropió del lugar, que más parecía un templo a la espera de un milagro. Entonces apareció un haz de luz blanca, en el que viajaban cientos de diminutas motas de polvo. Al llegar a la pantalla comenzó, como por arte de magia, a proyectar imágenes. Sobre la tela apareció entonces una multitud de personas, que caminaban deprisa, con unos movimientos extraños y desacompasados. Los tranvías circulaban en todas las direcciones por las amplias avenidas de lo que se adivinaba una gran ciudad extranjera, tan diferente a lo que ella había conocido, tan hermosa como lo que nunca llegaría a conocer. En ese momento, su padre, en cuyo corazón latía la misma admiración por ese invento nuevo, pudo comprobar cómo, entre el universo oscuro de las sombras, los ojos de su hija se agrandaban como platos. La sesión duró apenas unos minutos que a Antonia le pasaron con la velocidad de un relámpago, pero que, luego el recuerdo se encargaría de alargar como hace siempre con las cosas que nos gustan demasiado. […] Luego el recinto quedó a oscuras por unos segundos, los que tardaron en encender las lámparas de nuevo y Antonia, […] descubrió que su padre continuaba a su lado y le abrazó con la fuerza de quien ha recuperado para siempre a alguien muy querido.

09 noviembre, 2010

Las mentiras de Ratzinger

A menudo las personas y los colectivos tienden a reinterpretar la historia conforme a sus intereses y tratan de imponer a la sociedad una visión reinventada de la realidad de los hechos. El pasado fin de semana, el Papa Benedicto XVI, trató de realizar este ejercicio de confusión con sus críticas a la Segunda República Española, a la calificaba como anticlerical. No es nada nuevo. La dictadura franquista se dedicó durante cuarenta años a desprestigiar el esfuerzo de modernización realizado por algunos de los gobiernos republicanos y aún hoy, bastantes políticos y medios de comunicación, que en privado sienten nostalgia del franquismo, lo expresan públicamente en sus críticas, más o menos veladas, hacia el legado de la vieja república.
Las palabras del nazi Ratzinger son una inmensa calumnia. Habría que aclarar ante todo que el calificativo nazi es totalmente preceptivo, ya que es una verdad irrefutable que el actual Benedicto XVI militó en las juventudes hitlerianas. Desde su visión nacional católica, compartida por la jerarquía de la iglesia, tanto española como vaticana, y jaleada por algunos políticos conservadores de nuestro país, trata de hacernos creer que la Segunda República Española, al igual que el actual Gobierno Español son anticlericales.
En 1.931, la llegada de la República, fue recibida con entusiasmo por una buena parte de la población española, que consideraba que sería el motor para modernizar el país del atraso atávico en el que se encontraba. Rápidamente se acometieron varias reformas de gran calado, que se encontrarían con la oposición frontal de las clases dirigentes, que hicieron todo lo posible por frenar los cambios que podían atacar sus prebendas históricas. Por un lado, se inició una reforma agraria que pretendía la explotación y modernización de enormes extensiones que estaban siendo infrautilizadas por diferentes motivos, al mismo tiempo que trataba de ofrecer mejores condiciones de vida a amplios grupos de población, formados por campesinos pobres. Las clases latifundistas hicieron que esta reforma embarrancara en aspectos burocráticos y que los gobiernos conservadores del bienio negro acabaran de finiquitar. Se intentó una reforma militar que adaptara el viejo ejército colonial a las necesidades del momento. Se trataba de cambiar unas fuerzas armadas anticuadas, poco operativas y con un exceso de oficiales y una falta de medios modernos. Los mandos militares se enfrentaron frontalmente a esta reforma. También se intentó una reforma religiosa que adecuara el Estado al carácter laico que le quería imprimir la Republica. Se aprobó el matrimonio civil y el divorcio y se crearon miles de escuelas públicas, que rompían con el monopolio de facto que ejercía la iglesia católica sobre la educación, adecuando la misión y la visión de la misma a los principios de ciencia y razón que debían modernizar el país y que superara los tabús de la enseñanza exclusivamente religiosa que, durante siglos, habían sumido a España en un retraso frente a sus países vecinos. También aquí el gobierno republicano se topó con una oposición poderosa: la de la Iglesia.
Latifundistas, militares y religiosos no estaban dispuestos a permitir que un gobierno, democráticamente elegido por el pueblo, limitara sus poderes heredados durante siglos y conspiraron estrechamente para acabar, por las armas si fuera necesario, con esa democracia.
Es cierto que el gobierno no fue suficientemente hábil para desarrollar las reformas y también es cierto que durante los primeros meses de la Guerra Civil tampoco supo erradicar los fuertes brotes de anticlericalismo, que derivaron en quemas de iglesias y asesinatos de religiosos, pero no es menos cierto que la Iglesia Católica (o al menos su jerarquía) se puso del lado del dictador y de su cruzada y que, durante décadas, lo recibió bajo palio en sus recintos, sin importarte la falta de justicia, de democracia y de derechos civiles del pueblo.
No debemos confundir laicidad con anticlericalismo. No debemos dejar que nos confundan las mentiras de aquellos que no son fieles a la historia, ni de todos aquellos que forman parte del coro de los que, con sus gritos, quieren obligarnos a rezar.

01 noviembre, 2010

La vida y el destino

La vida fluye y van apareciendo, casi por sorpresa o por casualidad, aquellos recuerdos que permanecen: una amistad, una melodía, un verso, una película, una novela. Hace ahora unos tres años, la radio hablaba maravillas sobre un libro de un escritor casi desconocido. Mi curiosidad se interesó por el autor y su bibliografía, descubriendo la unanimidad de las críticas, que lo catalogaban como una obra maestra, pero lo que más me llamó la atención fue la biografía del novelista y la propia historia de su obra. Vasili Grossman, ruso, de origen judío, cubrió como reportero de guerra algunos de los acontecimientos más importantes de la Segunda Guerra Mundial. Los más altos gerifaltes soviéticos, incluidos el Gran Padre Stalin, leían sus crónicas para el Estrella Roja, donde recogía los detalles de la batalla de Stanligrado y del avance ruso hacia la toma de Berlín. Fue el primer periodista en entrar en un campo de concentración y en describir lo que allí se encontró, llegando a conocer de primera mano las mayores atrocidades de la guerra. Años más tarde, decidió reescribir todo aquello, esta vez despojándolo de la propaganda del régimen, en una novela: Vida y destino.
Nunca llegaría a verla publicada. La censura estalinista no podía permitir que se contara la verdad de aquellos dramáticos hechos. Desde el Kremlin, como en todas las dictaduras, se estaba reescribiendo la historia, ocultando las barbaridades que Stalin había ordenado hacer contra su propio pueblo. Grossman tuvo la tenacidad, el valor y el genio para acabarla. Probablemente todas las desgracias que vio, su propia madre murió por su condición de judía, le espolearon a contarlo y a hacerlo de una forma memorable. La existencia de la propia novela es, en sí misma, novelesca. El KGB, incluso después de la muerte de Stalin, requisó las copias manuscritas, pero una de ellas, microfilmada, consiguió salir al extranjero y acabaría siendo publicada en occidente cuando su autor ya estaba muerto. En España apareció en los años ochenta, pero pasó inadvertida. Al parecer se tradujo, como tantas otras obras rusas del siglo XIX, de la edición francesa y la calidad de la traducción no estuvo a la altura del original. Además en la España de los primeros años de la transición no estaba de moda, la literatura crítica con el comunismo. Grossman había sido un comunista convencido, que se horrorizó cuando el régimen soviético descubrió su cara más siniestra, su antisemitismo y toda la locura totalitaria hacia la que derivó.
Las críticas, la personalidad del autor, la propia historia de la novela, me empujaron a comprar el libro, pese a que a mí me producen pánico las obras que superan el millar de páginas. Aunque al principio quedé desbordado por las descripciones de algunas escenas, me resultó imposible seguir la trama. Ciento setenta personajes, la mayoría de apellidos rusos difíciles de pronunciar y mucho más de recordar, construían, a través de la mirada coral, un puzle grandioso. Pero hay lecturas que necesitan de su tiempo, del contexto exacto donde aposentarse y Vida y destino no es un libro que pueda leerse con el ritmo lento que marca el cansancio de las noches, tras un largo día de trabajo. Después de alcanzar el centenar de páginas, con muchos esfuerzos por vencer al sueño, levanté la bandera blanca de mi rendición. Hace dos veranos, con las horas necesarias para retomar su lectura, decidí volver a intentarlo. Pero el calor del estío a veces solicita lecturas más ligeras y me sumergí en la trilogía de Larsson, adorada por muchos, aunque no sea del paladar de algunos lectores que se consideran así mismo sibaritas. Hace unos meses leí una crítica, del hoy premio Nobel Vargas Llosa, defendiendo la magnífica creación de personajes de las tres novelas de Milenium, pero ése es otro tema.
Pese a mis dos fracasos, había leído algunos pasajes de una tensión narrativa difícil de alcanzar, que presagiaban que Vida y destino iba a ser un libro que quedaría en mi recuerdo. Y a la tercera fue la vencida. Hace unos días pude alcanzar 1.104 páginas el final de la novela. Ya mucho antes, había quedado para siempre rendido a la capacidad de recrear escenas de Grossman. Es verdad no siempre consigue, a lo largo de su extensa duración, mantener el ritmo, que me ha sido imposible profundizar en bastantes de las muchas subtramas en las que se divide, y que incluso, en varias ocasiones, me vi obligado a pasar de golpe decenas de páginas, pero muchas de las que componen este libro forman parte de la mejor literatura que se ha escrito.
Grossman es ante todo un magnifico constructor de escenas y hay muchas a lo largo de toda la novela que cosen una historia majestuosa, la de todo un pueblo, la de un enorme país entero, la de una guerra inabarcable. Logra, a través de un mosaico de miradas, la de los grandes generales, pero sobre todo, la de los personajes más anónimos, levantar una compleja obra de ingeniería literaria, pero lo hace desde los sentimientos más primarios de sus personajes, que se ven obligados a sobrevivir en el paisaje, probablemente más hostil que nunca se haya descrito. La carta imposible con la que la madre judía se despide de su hijo minutos antes de abandonar el ghetto, la soledad de los soldados que avanzan en el combate, el paisaje dantesco de una Stalingrado agonizante, pero no vencida, el heroísmo de los soldados soviéticos que hacen de su supervivencia su victoria, la vileza inhumana de los generales que les empujan al matadero, el rigor científico con el que los nazis engranan la maquinaria de la muerte, la escena en la que el jefe de la Gestapo brinda por el trabajo de construcción realizado en los campos de concentración, las purgas y las persecuciones que florecen con la paranoia del estalinismo, los sentimientos contradictorios de los judíos que forman parte del comando que colabora en el proceso de exterminio de su religión, el frio que congela los cuerpos de los soldados alemanes en su derrota…. son tantas las escenas imborrables! Pero hay una de ellas, que es imposible olvidar y que se va construyendo en varias fases a lo largo de los capítulos, la que trasporta a Sofia Osipovna en unos vagones abarrotados de hambre y de miedo, la lleva hasta el campo de concentración, y la conduce, mientras suena la banda de música, hacia la cámara de gas, la que desnuda a cientos de cuerpos como si fueran uno sólo, la que describe el último suspiro del aire que contiene el gas por el que entra la muerte.
Vida y destino es un alegato contra el dolor y contra la barbarie, una diatriba contra todo tipo de totalitarismo. En una escena, un miembro de la brutal SS le confiesa a un prisionero ruso su fascinación por el régimen soviético, porque ambos están construidos sobre los mismos cimientos de destrucción moral. La historia real se encargaría de demostrarlo sólo unos años más tarde de cuando se narran los hechos.
Muchas son las cosas que un escritor novel puede aprender de Vasili Grossman, de todas ellas la que a mí más me fascina es la del novelista capaz de escribir, mientras pensaba que probablemente todo sería inútil, que aquella novela tan magnífica que estaba escribiendo, no vería nunca la luz, que los lectores no podrían saber la verdad de los hechos que él había vivido en primera persona y que no necesitaba inventar, ficcionar, porque aquella historia era verdadera. Su dolorosa experiencia es el mejor ejemplo de la pasión por escribir más allá de la incierta publicación. A fin de cuentas, el éxito, en muchas ocasiones, no es más que un capricho del destino y de la vida.

27 octubre, 2010

Inventario de lecturas (y 3)

La poesía es intensa y embriaga. Con el paso del tiempo, los tragos se han ido espaciando, pero ahora el sabor que me dejan los versos en la boca es mucho más intenso, quizás porque vuelvo a la poesía buscando sólo sorbos profundos y largos. A partir de los veinticinco años dejé de emborracharme de poesía y me fui enganchando cada vez más a la novela. No era una droga nueva. Ya había probado cosas fuertes antes. Con diecisiete años, tuve una época en la que, durante varios meses, no leía otra cosa que los existencialistas franceses. Ya por entonces prefería a Camús, aunque se llevara más Sartre. La tarde en la que Mersault apuñalaba al árabe en la playa, también estaba llena del sudor de agosto con el que yo leía aquellos párrafos. En aquella época, leer a Camús daba cierto empaque como lector, sobre todo para aquellos que queríamos ir de serios cuando no tocaba y sólo éramos unos mocosos, aprendices de todo. Más triste me resultan los que aún hoy siguen actuando de esa forma. El año pasado, al curso que asistí sobre técnicas de escritura, asistía uno de esos pedantes sesentayochistas, ya algo caduco, que citaba a Mersault como quien habla de su primo del pueblo. Pese a ello, mi amor por Camús sigue vigente, aunque no haya leído nada de él en todo este tiempo. Años en los que han ido naciendo nuevas pasiones. Recuerdo de aquel tiempo dos libros a los que yo encontré gran parecido, aunque ahora no recuerdo bien el motivo: El túnel de Ernesto Sábato y uno de Ramón J. Sender que se llamaba La luna y los perros, que nunca he vuelto a ver reeditado y que, por eso, porque no lo encuentro, me gustaría volver a releer. Las madrugadas del final de la adolescencia generan el estado de ánimo adecuado para lecturas intensas. Yo leí esas dos obras a altas horas de la noche, es en esos momentos cuando es más fácil entender la extraña metamorfosis a la que Kafka sometió a Gregorio Samsa o aquellos cuentos fantásticos de Cortázar.


Resulta curioso, pero en la novela he ido teniendo grandes y diferentes enamoramientos a lo largo del tiempo. Cuando descubro un autor que me apasiona, me resulta muy difícil resistirme a leer más cosas suyas. Me pasó con El invierno en Lisboa de Antonio Muñoz Molina. En la lectura, las adicciones pueden llegar a ser muy fuertes y, desde aquella tarde en la que no fui a clase, porque me quedé colgado de la historia de aquel pianista, he tratado de leer casi todo lo que él ha escrito. El día que descubrí a Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, recordando el día en que su abuelo le llevó a ver por primera vez la nieve, quedé atrapado en la magia de García Márquez. Sigo pensando que sus Cien años de soledad es, probablemente, la mejor novela que he leído, y creo, sin ninguna duda, que su comienzo es el mejor que se ha escrito.. Ahora que se alarga el boom de la novela histórica, yo me sigo quedando con León el Africano de Amin Maalouf, la historia de aquel musulmán granadino exiliado, en la que conviven oriente y occidente, a caballo entre la edad media y el renacimiento, y que me pareció magnífica.


Con El cielo protector de Bowles aprendí, otra tarde de verano, de servicio militar, la diferencia entre el turista y el viajero. Por cierto, la literatura es uno de los mejores medios de evasión, y durante la época en el ejército las necesidades de escapismo aumentan y, en mi caso, también la lista de obras leídas. Recuerdo una tarde de domingo en Huesca, en la que disfruté con Un viejo que contaba historias de amor, con el que Luis Sepúlveda me hizo olvidar que, al lunes siguiente, se acababa el permiso y había que regresar al cuartel. En aquella época se hacía duro dejarse llevar por las pasiones de El amante que describió Marguerite Duras. Unos meses más tarde, acabadas mis obligaciones militares, un año en el paro me ofreció el tiempo necesario para aumentar mi lista de lecturas: La casa de los espíritus de Isabel Allende o Como agua para chocolate de Laura Esquivel me contaban universos especiales, en aquellos meses postolímpicos en los que también había crisis y destrucción de puestos de trabajo. También La romana de Alberto Moravia encendía pasiones en aquella época.

Luego mi carrera profesional no me dejó demasiado tiempo para leer. Ahora no me perdono no haberlo encontrado. No es fácil leer de madrugada, cansado de la jornada laboral y hay novelas que requieren de un ritmo de lectura mayor que las cinco o seis páginas que apenas aguantaba antes de quedarme dormido. No obstante, en estos años mi colección de novelas leídas ha ido aumentando, también el número de ejemplares que iban ocupando los estantes, porque tenía dinero para comprarlas e ir marcándolas con el rotulador amarillo, con el que mi admiración va guardando aquellas líneas o párrafos que me gustan. Aunque siempre guardo un gran recuerdo de las novelas tomadas en préstamo de las diferentes bibliotecas públicas en las varias ciudades y pueblos en los que he ido viviendo. Hace unos años pude comprarme una casa con un estudio donde poder escribir y guardar todos mis libros. A mí me gustan esas fotos que les hacen a los escritores, en las que, a sus espaldas, aparecen unos enormes estantes repletos de volúmenes. Mi estantería es mucho más modesta, pero a mí me encanta ver las paredes de mi estudio que empiezan a llenarse de lecturas. Desconozco si perderé esa sensación en el futuro, cuando el papel sea sustituido por otros medios de lectura.

Me será difícil adaptarme a ese momento. Cuando compro una novela, no puedo resistirme al mismo ritual, tantas veces repetido, saborear el olor de la tinta, del papel. Los libros tienen vida y cambian de olor a lo largo de los años, pero a mí me parece irresistible el olor de tinta recién impresa que tienen cuando son nuevos. Tampoco puedo resistirme a leer la primera y la última frase antes de comprarlo. Espero no encontrarme nunca en la última línea con la revelación que el asesino es el mayordomo.

Así, entre rituales y lecturas mi vida ha ido cambiando con los libros que he ido leyendo. La lista de los pendientes cada día es más larga. Tengo una deuda con los clásicos de todos los siglos, pero sé que algún día la saldaré o al menos trataré de hacerlo en parte. Hay lecturas para cada época, horas para obras densas y otras para paladares ligeros. Con el tiempo he ido descubriendo que no es pecado abandonar un libro que no te gusta. Tampoco me sorprende que haya lecturas, que, retomadas en el momento adecuado, si que parecen valiosas. Solo espero seguir inventariando una larga lista de ellas que me hagan disfrutar y mejorar como persona.

19 octubre, 2010

Inventario de lecturas (2)

Como explico en la cabecera de este blog, empecé a escribir poemas porque trenzar rimas y palabras me parecían el más complicado y gratificante de todos los puzles. La poesía tiene la brevedad y la concentración necesaria de las bebidas fuertes y también genera embriaguez y dependencia cuando se beben las palabras con mucho hielo. Los primeros versos que recuerdo formaban parte de cancioneros de rimas musicales, aquellos que trataba de imitar en mis poemas infantiles. A los quince años llegó Bécquer y con el toda la imaginería romántica de la idea del amor. Aquellas oscuras golondrinas aún regresan al recuerdo de unos ojos verdes. Pero los dos libros que me sumergieron para siempre en la poesía tenían los aromas del sur que retuve en los pocos días de otoño, en los que Romancero gitano y Marinero en tierra me dejaron turbado de hermosura. Luego llegaron Poeta en Nueva York y Sobre los ángeles y Lorca y Alberti ya se quedaron para siempre, porque, más allá de aquellos jinetes o marineros andaluces, sus mundos surrealistas, de ciudades insomnes y ángeles maniqueos, eran universales.
Ellos fueron la grieta por la que acabó colándose toda la generación del 27. Recuerdo la ciudad del paraíso, que Vicente Aleixandre apenas podía retener en su caída hacia las aguas y que era idéntica a la Málaga idealizada por mi infancia. O aquella otra ciudad donde vivían un millón de cadáveres, los hijos de la ira de Dámaso Alonso. O los poemas del elegante Cernuda que se quedaron donde habita mi memoria. También los de otros poetas que, sin pertenecer a esa generación, fueron contemporáneos suyos. Es imposible haber estado enamorado y no susurrar al oído los veinte poemas de amor y la canción desesperada de Neruda. Con Louis Aragón descubrí que el polen sin peso de las palabras era capaz de germinar más allá de la edad con la aquel viejo octogenario aún adoraba a su amada Elsa, pues todas las tachaduras de cuanto escribía eran mujeres tendidas a semejanza de ella. Con Paul Eluard supe que era posible hacer burbujas de silencio en el desierto de los ruidos y guardar en el lecho la ternura de la noche.
El tiempo es inevitable y las generaciones pasan, y así llegué a las de los años 50, que reflejaba la realidad muy diferente del país acartonado en las mentiras del NODO. A los diecisiete años, mis poemas eran una burda imitación de los de Ángel González, que pudiendo ser dios, sólo quería ser él mismo para seguir queriendo a su amada. Con él descubrí el inventario de lugares más propicios para el amor, como las grietas que el otoño deja en los domingos de algunas ciudades. Y con Gil de Biedma, también aprendí tarde que la vida iba en serio.
A partir de entonces comencé a beberme con mucho hielo cualquier libro de poesía contemporánea española que llegara a mi paladar. En los años de juventud, las personas adoramos todo aquello que se viste con el marchamo de la modernidad y acabamos perdidos en modas pasajeras. En mis estantes aún duermen tranquilos más de un centenar de poemarios a los que sólo vuelvo muy de vez en cuando. Yo, en aquella época, andaba obsesionado con los premios literarios y trataba de leer todos los libros, en cuyas camisas se anunciaba algún éxito. Por entonces hubo uno con mucha repercusión entre los círculos de aprendices de poetas, de cuyo largo nombre no quiero acordarme, porque, como supe más tarde, el único mérito de su autora fue el de compartir lecho con un escritor maduro y mediático del momento.
Hubo otro libro, en cambio, que se quedó para siempre sobre la mesita de noche de aquellos años. Su continua relectura continúa dos décadas más tarde. Ahora está viejo, con las tapas despegadas, y una enorme cantidad de versos marcados por el amarillo desgastado que indicaba mi admiración. Lo conservo como un tesoro, no sólo porque sigue siendo el libro de poemas que más me gusta, sino porque aquella dedicatoria que Luis García Montero me firmó en su casa una tarde de nochebuena, manifestaba su complicidad con aquel neófito poeta que tanto le admiraba. Diario cómplice tiene la calidez de la ropa que nos vigila, como un gato tendido, al borde de la cama.



Y en este inventario de versos no podía faltar Javier Egea. Muchas veces la poesía ha devorado a sus hijos y los ha maltratado, pero quizás nunca tanto como con Javier. Yo lo recuerdo aquella tarde de agosto, en la me recibió en su piso del Zaidín granadino, en plena resaca de una de sus largas madrugadas. Nunca puedo olvidar la Pensión Fátima, donde una tarde de mayo él supo el porqué de tanta lucha y la virginidad redonda amaneció entre el sudor de las sábanas, marcando la geografía de su primer amor.
Sólo inventariamos aquello que nos es valioso y nada tiene tanto valor como un verso, porque puede convertirse con gran facilidad en eterno.

14 octubre, 2010

Inventario de lecturas (1)

La decisión de escribir una primera novela encierra en sí misma una pequeña locura. Ser un gran lector no equivale a ser una razonable escritor y el aprendizaje, como en todos los oficios que se hacen con las manos, requiere de mucha paciencia y no pocas frustraciones. Más allá de los manuales y los cursos de escritura creativa, que son de gran ayuda, el mejor aprendizaje se encuentra en los cientos de lecturas previas que se convirtieron el germen de la pasión por la literatura. Las tardes de lluvia son proclives al recuerdo, la tranquilidad del otoño invitan a la reflexión. Por eso, ayer me volvió a vencer la dificultad frente al papel en blanco y, en lugar de garabatear páginas vacías que esperan, mi pensamiento voló por todos aquellos libros que quedaron para siempre prendidos en mi memoria.
Sólo inventariamos aquello a lo que le conferimos valor. Ayer mi mente elaboraba el inventario de las lecturas que me gustaron a lo largo de los años, tratando con ello de despertar inútilmente a las musas. Despertaron al menos la idea de lo que ahora escribo, el mapa sentimental que marca el itinerario donde perderse en busca de la esquiva inspiración, el reflejo de aquellos párrafos, versos, capítulos, obras que tanto me gustaron leer y que algún día me gustaría poder alcanzar a escribir.
La primera vez que intenté leer un libro debería tener unos ocho años. En un estante de mi habitación dormían dos solitarias novelas: El corsario negro y La isla misteriosa. Las había comprado mi padre en unos de aquellos pedidos que se veía obligado hacer, creo que de forma bimensual, al Círculo de Lectores. Debió pensar que “el niño” (es curioso pero, más de tres décadas después, sigue refiriéndose así de mí) algún día sentiría la curiosidad por leer. En mi niñez, que empieza a ser ya lejana, no existía la literatura infantil y juvenil, magníficamente ilustrada, que hoy podemos encontrar en las librerías. Para un niño de ocho años, enfrentarse al reto de leer más de trescientas páginas, sin apenas dibujos, era casi desolador. Apenas conseguí leer un capítulo y volví a aquellos cómics, que editaba Bruguera, en cuyas viñetas se contaban los cásicos de la literatura de aventuras. Pero aquel capítulo fue la semilla de la que más tarde brotaría mi amor por los libros.
Pocos tiempo más tarde, volví a tomar entre mis manos El corsario negro. Esta vez, aquellas aventuras caribeñas de piratas agarraron de tal forma en mi corazón, que devoré la novela con el ansia que sólo tienen los descubrimientos que llevan tiempo esperando. Fue sólo el inicio porque no paré hasta leer el resto de volúmenes que contaban la vida de aquel valiente de Ventimiglia, forzado por la vida a convertirse en filibustero para luchar, en compañía de Morgan, contra el gobernador de Maracaibo. Las historias de las Antillas se fueron simultaneando con las que los tigres de Mompracen desarrollaban en los manglares de la India y en las selvas malayas. Así, las luchas contra el colonialismo del Corsario Negro y Sandokan, acompañado éste de Yañez, Sambigliong, Lady Mariana, los malvados thugs y el déspota rajá de Sarawak, dieron alas al deseo de aventuras que puebla la imaginación del final de la infancia. Yo en aquella época confeccionaba una lista donde apuntaban los libros que iba leyendo y, llevado por el espíritu de calificaciones de la escuela, hasta los puntuaba con una nota, en función de cómo me habían gustado. Esa lista desapareció de mi vida durante muchos años, hasta que hace algún tiempo, ya no recuerdo cómo, la volví a encontrar, perdida entre viejos papeles. Repesándola hoy descubro cuarenta y dos novelas de Emilio Salgari. Eso no hubiera sido posible sin la magnífica labor que hacen las bibliotecas públicas por los lectores jóvenes de pocos recursos.
Años más tarde, descubrí que la breve biografía del autor, que aparecía en aquella edición de 1.975 de El corsario negro y que aún guardo como un tesoro, no era del todo correcta, porque aunque era verdad que estudió para marino, no navegó por otros mares que los italianos y nunca recorrió el mundo bajo el uniforme de capitán de navío, como falsamente allí se contaba. Al principio fue una pequeña decepción, porque yo imaginaba que aquellas narraciones serían fruto de alguna experiencia viajera. Allí aprendí la primera lección, no hay medio de transporte más poderoso que la imaginación, porque puede trasladarte a lugares lejanos e imposibles.

Pero Salgari no viajaba solo. Julio Verne no alcanzaba sus dosis de acción, pero desplegaba un entorno científico maravilloso y de escenarios más variados. Con él acompañé al correo del zar, me sumergí en un mar de historias submarinas o forme parte de la expedición de los hijos del Capitán Grant que buscaron a su padre a lo largo del paralelo 37.
Nunca me gustaron aquellas correrías edulcoradas de detectives adolescentes que acampaban en grupos de cinco. Me parecían más auténticas, y sobre todo más inquietantes, los delitos y los crímenes que Agatha Christie o Conan Doyle resolvían en sus novelas. Recuerdo sobre todo aquellos paisajes góticos e inquietantes de los páramos por donde campaba el sabueso de los Baskerville y también las novelas de un autor que ha pasado casi desconocido para la historia, pero cuyas obras llenaban un largo estante de la antigua Biblioteca Municipal de Málaga. A J.S. Fletcher hoy nadie lo conoce pero sus peripecias detectivescas llenaron muchas de mis tardes y mis noches.
Así entre detectives, mosqueteros, cruzados, robinsones, balleneros que perseguían al monstruo blanco o historias de romanos, mi infancia fue convirtiéndose en adolescencia y el abanico de lecturas se fue ampliando. Creo que a los quince años descubrí, como lector, la poesía, pero eso forma parte de otro capítulo de estos recuerdos que seguiré contando.

07 octubre, 2010

Los sátrapas modernos

En la antigua Persia, sátrapa significaba etimológicamente el protector de la tierra o del país y era el nombre que recibían los gobernadores de las regiones en las que se dividía el Imperio Persa. El emperador no podía controlar su vasto territorio y delegaba en estos hombres, elegidos entre la nobleza, el gobierno de amplias zonas del mismo. Muchos de ellos lo hicieron con crueldad y despotismo, de tal forma que hoy sátrapa tiene un sentido peyorativo, que se identifica con mal gobernante.



En España, después de cuarenta años de una cruel dictadura, que había actuado con dureza contra cualquier atisbo de oposición política que atacara su dogma fascista y unitario de la patria, la llegada de la democracia representó una gratificante explosión de las libertades individuales y colectivas. El yugo unificador que hablaba de Una, Grande y Libre, obviaba que el país no cumplía precisamente con ninguna de esas tres características. La llegada de la democracia abrió la puerta a las reclamaciones nacionalistas, muchas de ellas justas y brutalmente cercenadas por el dictador. Las consideradas nacionalidades históricas solicitaban recuperar las instituciones que nacieron con la Segunda República y que habían desaparecido con la barbarie de la victoria franquista. Uno de los argumentos era simple y de una lógica aplastante: había que acercar el alejado poder monolítico al interés de los pueblos. Pero cuando otras regiones no consideradas históricas, también reclamaron, con la misma lógica aplastante, la descentralización del poder, aquel, llamado con desprecio, “café para todos” no gustó a algunos de los nacionalistas históricos, simplemente porque debajo del “somos diferentes” en realidad pensaban “somos mejores”.


Se inició entonces un proceso de descentralización hacia comunidades y municipios que llevan años recibiendo las deseadas transferencias del llamado Estado Central. Pero lo que debía ser bueno para los ciudadanos, si los centros del poder se acercaban a ellos podrían gestionar mejor sus necesidades, también ha dado pie a la aparición de nuevos sátrapas que han incrementado sus estructuras de poder y los gastos, a veces en obras faraónicas fuera de control. Quizás el mejor ejemplo de sátrapa lo encontramos hoy en los antiguos alcaldes de Marbella, Jesús Gil a la cabeza, ahora que vuelven a estar en el “candelabro” por un juicio que trata de analizar la pésima gestión que realizaron.


Con la crisis económica, el nivel de gasto de las satrapías se ha demostrado insostenible y algunas voces empiezan a pedir que, al igual que desgraciadamente la falta de competitividad ha obligado a realizar despidos masivos en algunas empresas privadas, ocurra lo mismo en la administración pública. Sin ir más lejos, en el pequeño pueblo donde vivo, la nómina de policías municipales se ha multiplicado exponencialmente aunque la población no haya crecido al mismo ritmo.


Los campos y los mares sobreexplotados acaban siendo abandonados. Por eso, como acérrimo defensor de los servicios públicos, creo que hay que velar por la supervivencia de los mismos. No me gustan las políticas neocon de algunos sátrapas como la Presidenta de la Comunidad de Madrid, que se dedican simplemente a destrozar todo lo público en beneficio de lo privado. No nos dejemos engañar, en algunas áreas lo servicios privados no son necesariamente mejor que los públicos, ni benefician al pueblo, solo responden a los intereses económicos de las minorías que jalean a sus sátrapas. Pero hay que racionalizar el dinero de todos y no se pueden mantener estructuras que no se pueden pagar.


La opción de que otros proponen es mucho más drástica. Si no me dan lo que pido, me voy. Los nacionalistas siempre han tratado de aprovechar las crisis en beneficio propio y siempre la jugada les ha acabado saliendo mal. El caldo de cultivo que hirvió tras la crisis del 98 acabó años más tarde derivando en la dictadura de Primo de Rivera. En los momentos más difíciles de la Segunda República, algunos, en lugar de remar por el bien común, trataron de levantar estados independientes y acabaron colaborando con la desunión que permitió la victoria de un fascismo, que no tardo ni un segundo en extinguir sus libertades. Ahora los independentistas organizan periódicamente pseudo-referendums en los que una minoría de la población (repetidamente su techo electoral se queda por debajo del 20%) proclaman una independencia futura. La otra mayoría, la del 80%, calla. Hoy los chic, cool, pijo y políticamente correcto en Catalunya es der independentista. Lo son los locutores radiofónicos, los presentadores de televisión, los escritores de segunda y hasta los pregoneros. Si te pronuncias en contra, corres el riesgo de que te acusen de facha, centralista o retrógrado. Aunque no deberíamos tampoco olvidar que el mayor agresor a la unidad del Estado fue el hoy ex presidente Aznar que, desde el castillo de su mayoría absoluta, quiso mirar, desde su rancia chulería centralista, la diversidad de los pueblos de este país. El sembró los vientos que trajeron las posteriores tempestades. Son los extremistas del nacionalismo de un lado los que retroalimentan a los del opuesto.


Yo esta mañana me he acordado de ellos que acusan y también de los sátrapas. Mi mujer hace tres años pagó el impuesto de sucesión por la modesta casa que su padre dejó en herencia a sus cuatro hijos. Una presunta deuda de menor cuantía con la Generalitat, que se ejecuta a través del “Estado Central” acabó con un comprobante del cobro perdido por los pasillos de las administraciones. Después de recursos y al borde del embargo, tras contar el caso por diferentes mostradores de varias administraciones, una funcionaria ha comprobado que efectivamente el pago había sido realizado y con gran amabilidad lo ha resuelto “de oficio”. Los funcionarios de hoy han aprendido los manuales del trato amable y correcto al ciudadano, pero los pasillos de la administración se han hecho aún más largos y más ineficaces.


También me acordé de ellos, la tarde en que una doctora, esta vez no tan amable (faltó a clase el día que enseñaron la amabilidad en el trato al ciudadano) del Institut Catalá de Salut no quería expender la receta que mi madre necesitaba para poder inyectarse la insulina que necesita cada día. Su pecado era ser una descuidada por visitar a su hijo en navidad sin traer la dosis adecuada y ser de “otra comunidad”.


Lo siento pero cada día soporto peor a los sátrapas que encarecen los servicios públicos que pagamos entre todos y tampoco a los que bajo el disfraz de “cool” tratan de aprovechar otra crisis para sembrar tempestades que sólo beneficiarían a unos cuantos. La descentralización que por principio puede ser buena, puede acabar en algunos casos, alejando las administraciones públicas de las personas.


El enfado por lo que veo o lo que oigo hace que escriba cosas con una sinceridad que probablemente no debería. Prometo no hacer más artículos de actualidad política y seguir publicando en este blog antiguos poemas o artículos sobre la lucha de los viejos republicanos, sé que tampoco será “cool”, pero si parecerá más políticamente correcto. Desgraciadamente el desconocimiento de la historia hace los pueblos volvamos a cometer si no los mismos errores, al menos otros muy parecidos.

29 septiembre, 2010

Soy un esquirol

Este no es un blog de actualidad política. Lo que inicié como un medio en el que publicar, de alguna forma, mis viejos escritos, acabó derivando hacia contenidos relacionados con el contexto histórico de la novela que trato de escribir. Pero al intentar analizar, con un poco de detalle, aspectos del pasado, he podido comprobar que hay situaciones que se mantienen a lo largo del tiempo, también en temas relativos a las huelgas generales.
En 1.934, las esperanzas, que una buena parte del pueblo había depositado en las instituciones republicanas, se habían marchitado. Los intentos de reformas, muchas de ellas estructurales y de gran calado social y político, que habían tratado de emprender los gobiernos progresistas, se habían frustrado ante la enconada resistencia de la iglesia, el ejército y las clases con mayor nivel económico, que no estaban dispuestas a compartir sus prebendas. El desánimo popular hizo que, tras unas nuevas elecciones, los radicales de cetroderecha de Lerroux volvieran al poder, pero muy tutelados por la CEDA, coalición extremadamente conservadora, que se enfrentaba frontalmente a cualquier intento de cambio. Fue el llamado bienio negro, en el que las reformas quedaron frenadas. En ese entorno se produjo la huelga general revolucionaria de 1.934, a la que se llegó con la desunión de los sindicatos. Los anarquistas de la CNT no quisieron secundar una acción que habían capitalizado los socialistas de la UGT.
En el País Vasco, los nacionalistas se posicionaron en contra de la huelga. En Catalunya, en cambio, el gobierno, presidido por ERC, aprovechó la coyuntura para proclamar un Estado Catalán independiente. Resulta curioso lo fuera de foco que quedan siempre todos los nacionalistas de aquellos temas sociales que se alejan de sus reivindicaciones territoriales. Los campesinos andaluces y extremeños, agotados tras muchos meses de diversas huelgas por la situación agraria, tampoco participaron activamente. Fue en Asturias, donde los anarquistas firmaron un pacto de unidad de acción con los socialistas y gracias a la concentración de población minera y obrera, donde el paro general fue un rotundo éxito. Durante cinco días paralizaron la actividad económica de la región, pero los huelguistas más exaltados iniciaron una labor de destrucción, con un matonismo que imitaba los comportamientos más despreciables de los falangistas. Éstos, que venían utilizando la violencia callejera con el objetivo de minar la credibilidad del sistema republicano harían de ello una bandera y encontraron la excusa para intensificarla a partir de ese momento. Llenaron de miedo las calles con sus camisas azul mahón, su yugo y sus flechas, contestado por el mismo miedo que provocaban los elementos más extremistas del anarquismo y del socialismo.
El gobierno, presionado fuertemente por los sectores más reaccionaros mandó al ejército con la misión de liquidar la huelga con las fuerzas de las armas. La represión que le siguió fue brutal. Tanto que se abrió una comisión parlamentaria para analizar lo sucedido. Curiosamente el principal artífice de la represión era un joven militar. Su nombre se haría faltamente famoso sólo unos años más tarde: Francisco Franco. Tras el aplastamiento, las libertades fueron limitadas, las reformas detenidas, algunos políticos obligados al exilio e instituciones como la Generalitat de Catalunya clausuradas, en este caso fue el precio por sus ansias de independencia. El resultado final fue el retroceso de los progresos alcanzados y el incremento de una espiral de violencia que fue la antesala de la Guerra Civil. De hecho, algunos de los historiadores más revisionistas, inspirados hoy por el antirepublicanismo más reaccionario, justifican, basándose en la crisis producida tras la crisis asturiana, la necesidad del golpe de estado, lo que ellos siguen considerando el glorioso alzamiento nacional.
Setenta y seis años después, un gobierno, que había desplegado las políticas sociales más activas de los últimos años, pierde el rumbo y se encuentra desbordado por una crisis económica global a la que no sabe cómo enfrentarse. Una crisis que, como ha pasado siempre en la historia, sufren los más necesitados, pero que, ahora y gracias a la globalización, es más difícil de atajar sólo con medios nacionales. Y ante eso volvemos a ver el intolerable matonismo de los llamados piquetes informativos. Hay eufemismos (daños colaterales es otro) que me parecen simplemente un insulto a la inteligencia. Los piquetes son la punta de lanza de unos sindicatos cada día más dogmaticos, más anticuados y más alejados de la realidad.
Claro que también hay otro matonismo más sutil, que no se ve ante las cámaras, el de los empresarios que utilizan su jerarquía para evitar que algunos de sus asalariados puedan ejercer su legítimo derecho a la huelga. Y como siempre, aparecen las voces abruptas. El jefe de la patronal, que debería estar descalificado para ejercer su función después de haber llevado a la quiebra a numerosas empresas y abandonar a sus empleados su suerte, pontifica unas ideas que, por el bien de todos, solo benefician a los de siempre. Y la caverna mediática reaccionaria, que hace sólo unos meses dedicaba sus titulares a criticar a los sindicatos por no convocar un paro contra las políticas del ejecutivo socialista, ahora los critica por hacer precisamente lo que ellos pedían. Y a toda la oposición la situación le provoca la misma desesperante falta de ideas que al gobierno al que critican. Lo que es aún peor, algunos ahora dicen ser, algo de lo que siempre han abominado, un partido de los trabajadores, pero sólo están acechando con el objetivo de acceder al poder e imponer políticas aun más perjudiciales para esos obreros de los que dicen formar parte.
En la economía actual los altos ejecutivos internacionales miden a las personas como números, en sus hojas se calculan solo los beneficios para el accionista. En su darwinismo capitalista más extremo, hace tiempo que los empleados dejaron de tener importancia, ya ni siquiera el cliente, que es quien paga, es lo importante. Algunos arriesgados aún emprenden con sus ideas, su esfuerzo y su patrimonio a generar riqueza para su país y para sus ciudadanos, pero otros de los que se llaman a sí mismos empresarios, sólo son mediocres negociantes, a los que no les importa el precio que los demás pagan por su exclusivo beneficio. Y los sindicatos sólo defienden a los suyos, a los que les votan, a los que gritan sus rígidas doctrinas y temen perder cualquier beneficio. Todos conocemos a empresarios deshonestos y a empleados apoltronados en su indolencia, que sólo esperan sus cuarenta y cinco días por sus muchos años “trabajados” y que ocupan el puesto de otros probablemente muchos más capacitados. Y mientras nuestros índices de productividad, nuestra inversión en investigación, nuestras cifras de empleo siguen muy por debajo de los vecinos con los que nos queremos comparar.
En setenta y seis años afortunadamente muchas cosas han cambiado. El que diga lo contrario solo hace falsa demagogia. En treinta años de democracia, España ha mejorado de forma exponencial en muchos aspectos. Sólo hay que recordar las tristes imágenes en blanco y negro de nuestras carreteras, de nuestras universidades, de la sociedad mediocre que nos legó el tardofranquismo. Las condiciones de vida de los trabajadores actuales son infinitamente mejor que la de los mineros asturianos del 34, hoy que los últimos mineros europeos están a punto de apagar la luz de la mina. Y esas mejoras laborales han sido gracias, entre otras cosas, a muchas de las huelgas que se han desarrollado en el mundo durante este tiempo. Pero hay situaciones en nuestro país que recuerdan a hechos pasados. Tras los desgraciados acontecimientos de 1.934 fueron muchos los que perdieron. Yo hoy he sido un esquirol y he ido a trabajar porque creo que esta huelga general no servirá para nada. Si no hacemos algo diferente todos perderemos, pero lo sufrirán los de siempre. Lo más triste es que hoy hay millones de personas que no han podido hacer huelga, simplemente porque no tienen trabajo. Eso es lo más duro, yo lo he conocido recientemente. En un país tan racial y tan individualista tenemos que aprender que sólo si ganamos todos es posible y es justo. Ojala esta vez no perdamos. Que no pierdan los de siempre.