29 septiembre, 2010

Soy un esquirol

Este no es un blog de actualidad política. Lo que inicié como un medio en el que publicar, de alguna forma, mis viejos escritos, acabó derivando hacia contenidos relacionados con el contexto histórico de la novela que trato de escribir. Pero al intentar analizar, con un poco de detalle, aspectos del pasado, he podido comprobar que hay situaciones que se mantienen a lo largo del tiempo, también en temas relativos a las huelgas generales.
En 1.934, las esperanzas, que una buena parte del pueblo había depositado en las instituciones republicanas, se habían marchitado. Los intentos de reformas, muchas de ellas estructurales y de gran calado social y político, que habían tratado de emprender los gobiernos progresistas, se habían frustrado ante la enconada resistencia de la iglesia, el ejército y las clases con mayor nivel económico, que no estaban dispuestas a compartir sus prebendas. El desánimo popular hizo que, tras unas nuevas elecciones, los radicales de cetroderecha de Lerroux volvieran al poder, pero muy tutelados por la CEDA, coalición extremadamente conservadora, que se enfrentaba frontalmente a cualquier intento de cambio. Fue el llamado bienio negro, en el que las reformas quedaron frenadas. En ese entorno se produjo la huelga general revolucionaria de 1.934, a la que se llegó con la desunión de los sindicatos. Los anarquistas de la CNT no quisieron secundar una acción que habían capitalizado los socialistas de la UGT.
En el País Vasco, los nacionalistas se posicionaron en contra de la huelga. En Catalunya, en cambio, el gobierno, presidido por ERC, aprovechó la coyuntura para proclamar un Estado Catalán independiente. Resulta curioso lo fuera de foco que quedan siempre todos los nacionalistas de aquellos temas sociales que se alejan de sus reivindicaciones territoriales. Los campesinos andaluces y extremeños, agotados tras muchos meses de diversas huelgas por la situación agraria, tampoco participaron activamente. Fue en Asturias, donde los anarquistas firmaron un pacto de unidad de acción con los socialistas y gracias a la concentración de población minera y obrera, donde el paro general fue un rotundo éxito. Durante cinco días paralizaron la actividad económica de la región, pero los huelguistas más exaltados iniciaron una labor de destrucción, con un matonismo que imitaba los comportamientos más despreciables de los falangistas. Éstos, que venían utilizando la violencia callejera con el objetivo de minar la credibilidad del sistema republicano harían de ello una bandera y encontraron la excusa para intensificarla a partir de ese momento. Llenaron de miedo las calles con sus camisas azul mahón, su yugo y sus flechas, contestado por el mismo miedo que provocaban los elementos más extremistas del anarquismo y del socialismo.
El gobierno, presionado fuertemente por los sectores más reaccionaros mandó al ejército con la misión de liquidar la huelga con las fuerzas de las armas. La represión que le siguió fue brutal. Tanto que se abrió una comisión parlamentaria para analizar lo sucedido. Curiosamente el principal artífice de la represión era un joven militar. Su nombre se haría faltamente famoso sólo unos años más tarde: Francisco Franco. Tras el aplastamiento, las libertades fueron limitadas, las reformas detenidas, algunos políticos obligados al exilio e instituciones como la Generalitat de Catalunya clausuradas, en este caso fue el precio por sus ansias de independencia. El resultado final fue el retroceso de los progresos alcanzados y el incremento de una espiral de violencia que fue la antesala de la Guerra Civil. De hecho, algunos de los historiadores más revisionistas, inspirados hoy por el antirepublicanismo más reaccionario, justifican, basándose en la crisis producida tras la crisis asturiana, la necesidad del golpe de estado, lo que ellos siguen considerando el glorioso alzamiento nacional.
Setenta y seis años después, un gobierno, que había desplegado las políticas sociales más activas de los últimos años, pierde el rumbo y se encuentra desbordado por una crisis económica global a la que no sabe cómo enfrentarse. Una crisis que, como ha pasado siempre en la historia, sufren los más necesitados, pero que, ahora y gracias a la globalización, es más difícil de atajar sólo con medios nacionales. Y ante eso volvemos a ver el intolerable matonismo de los llamados piquetes informativos. Hay eufemismos (daños colaterales es otro) que me parecen simplemente un insulto a la inteligencia. Los piquetes son la punta de lanza de unos sindicatos cada día más dogmaticos, más anticuados y más alejados de la realidad.
Claro que también hay otro matonismo más sutil, que no se ve ante las cámaras, el de los empresarios que utilizan su jerarquía para evitar que algunos de sus asalariados puedan ejercer su legítimo derecho a la huelga. Y como siempre, aparecen las voces abruptas. El jefe de la patronal, que debería estar descalificado para ejercer su función después de haber llevado a la quiebra a numerosas empresas y abandonar a sus empleados su suerte, pontifica unas ideas que, por el bien de todos, solo benefician a los de siempre. Y la caverna mediática reaccionaria, que hace sólo unos meses dedicaba sus titulares a criticar a los sindicatos por no convocar un paro contra las políticas del ejecutivo socialista, ahora los critica por hacer precisamente lo que ellos pedían. Y a toda la oposición la situación le provoca la misma desesperante falta de ideas que al gobierno al que critican. Lo que es aún peor, algunos ahora dicen ser, algo de lo que siempre han abominado, un partido de los trabajadores, pero sólo están acechando con el objetivo de acceder al poder e imponer políticas aun más perjudiciales para esos obreros de los que dicen formar parte.
En la economía actual los altos ejecutivos internacionales miden a las personas como números, en sus hojas se calculan solo los beneficios para el accionista. En su darwinismo capitalista más extremo, hace tiempo que los empleados dejaron de tener importancia, ya ni siquiera el cliente, que es quien paga, es lo importante. Algunos arriesgados aún emprenden con sus ideas, su esfuerzo y su patrimonio a generar riqueza para su país y para sus ciudadanos, pero otros de los que se llaman a sí mismos empresarios, sólo son mediocres negociantes, a los que no les importa el precio que los demás pagan por su exclusivo beneficio. Y los sindicatos sólo defienden a los suyos, a los que les votan, a los que gritan sus rígidas doctrinas y temen perder cualquier beneficio. Todos conocemos a empresarios deshonestos y a empleados apoltronados en su indolencia, que sólo esperan sus cuarenta y cinco días por sus muchos años “trabajados” y que ocupan el puesto de otros probablemente muchos más capacitados. Y mientras nuestros índices de productividad, nuestra inversión en investigación, nuestras cifras de empleo siguen muy por debajo de los vecinos con los que nos queremos comparar.
En setenta y seis años afortunadamente muchas cosas han cambiado. El que diga lo contrario solo hace falsa demagogia. En treinta años de democracia, España ha mejorado de forma exponencial en muchos aspectos. Sólo hay que recordar las tristes imágenes en blanco y negro de nuestras carreteras, de nuestras universidades, de la sociedad mediocre que nos legó el tardofranquismo. Las condiciones de vida de los trabajadores actuales son infinitamente mejor que la de los mineros asturianos del 34, hoy que los últimos mineros europeos están a punto de apagar la luz de la mina. Y esas mejoras laborales han sido gracias, entre otras cosas, a muchas de las huelgas que se han desarrollado en el mundo durante este tiempo. Pero hay situaciones en nuestro país que recuerdan a hechos pasados. Tras los desgraciados acontecimientos de 1.934 fueron muchos los que perdieron. Yo hoy he sido un esquirol y he ido a trabajar porque creo que esta huelga general no servirá para nada. Si no hacemos algo diferente todos perderemos, pero lo sufrirán los de siempre. Lo más triste es que hoy hay millones de personas que no han podido hacer huelga, simplemente porque no tienen trabajo. Eso es lo más duro, yo lo he conocido recientemente. En un país tan racial y tan individualista tenemos que aprender que sólo si ganamos todos es posible y es justo. Ojala esta vez no perdamos. Que no pierdan los de siempre.

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