06 septiembre, 2010

El socialista de guante blanco.

Los protagonistas de los libros de historias suelen ser, en muchos casos, personas excesivas, pero de una mediocridad espantosa, que les hace cometer actos cuya memoria perdura durante siglos, como es el caso de muchos dictadores. Hay, sin embargo, un tipo de personalidades que creen que la política puede y deber ser un arma destinada a mejorar el bienestar de sus pueblos y que pese, a la labor que desarrollan en su vida, acaban, semiolvidados para la gran mayoría, en las páginas secundarias de la historia. Al realizar la investigación histórica para mi novela, han aparecido, en el contexto político, muchos personajes deleznables de triste protagonismo. Pero si hay un político cuya biografía me ha sorprendido es Fernando de los Ríos.

Nacido en la villa malagueña de Ronda en 1.879, se quedó huérfano de padre siendo un niño de corta edad. A los dieciséis años se trasladó a Madrid para estudiar en la Institución Libre de Enseñanza, que dirigía su tío Francisco Giner de los Ríos. Éste había fundado la institución junto con otros catedráticos que habían abandonado la universidad con el objetivo de defender la libertad de cátedra y negarse a impartir sus enseñanzas bajo el yugo del dogma oficial, que establecían la iglesia y la política de la época. Imbuido por el espíritu reformista de la institución y por sus ideas de transformar la sociedad a partir de la educación, Fernando de los Ríos se licenció en Derecho y, tras presentar su tesis doctoral sobre la filosofía política de Platón, residió en Alemania durante catorce meses.

En 1.911 obtuvo la plaza de catedrático de Teoría Política en la Universidad de Granada. Entre sus alumnos estaba Federico García Lorca, con quien estableció un gran amistad, al igual que con otro ilustre vecino, el músico Manuel de Falla. De los Ríos participó activamente en la vida cultural de la ciudad y rehuyó de los ambientes conservadores de la burguesía local, que no le recibió bien. A los cuarenta años ingresó en el PSOE, aportando su carácter liberal, moderado e intelectual a las muchas corrientes que había en el partido. Sólo un años más tarde, en 1.919, obtuvo su primer acta de diputado a Cortes por la ciudad granadina. En ese momento, el partido socialista, al igual que el resto de partidos de carácter obrero de toda Europa es invitado a ingresar en la III Internacional. De los Ríos fue la persona clave que impidió el ingreso, ya que su dictamen al respecto fue definitivo en este sentido. Él era contrario hacia toda deriva extremista. Su amigo Federico, que le dedicó el Romance Sonámbulo, lo calificó como el socialista de guante blanco.

Tras el golpe de estado del general Primo de Rivera, de los Ríos, al contrario que algunos de los compañeros socialistas, que aceptaron, como mal menor colaborar con el régimen, renuncia a su cátedra y se marcha a dar clases a universidades mexicanas y estadounidenses. Unos años más tarde, se sumó a la huelga estudiantil en la que se protestaba contra las prerrogativas de la iglesia a la hora de otorgar titulaciones, más conforme a sus ideas que a los méritos intelectuales y académicos.

El día de la proclamación de la Segunda República, el gobierno manda a Fernando de los Ríos a Barcelona con el encargo de convencer a Francesc Maciá que, en mitad del delirio republicano, había declarado Catalunya como estado independiente, integrado en una federación ibérica. Sus razonamientos fueron vitales para convencerle de la irresponsabilidad política que una declaración de aquel tipo podría tener en aquellos momentos. Más tarde, siendo ministro de Gracia y Justicia en el gobierno provisional, fue uno de los principales artífices de la nueva constitución republicana y el encargado de algunos de sus artículos y leyes más progresistas como la ley de divorcio. Unos meses más tarde, desde su puesto de ministro de Instrucción Pública fue el encargado de acabar con el monopolio educativo de la iglesia católica, de la introducción del bilingüismo en las aulas y de la fundación de 14.000 nuevas escuelas.


Tras la política conservadora del llamado bienio negro y ya en la oposición, formó parte de la comisión de investigación que envió el Congreso con la misión aclarar la brutal represión que el ejército había desarrollado durante la sublevación de Asturias en 1.934. Su labor fue fundamental en la obtención de pruebas que demostraban fehacientemente las torturas llevadas a cabo por los militares. Tras la victoria del Frente Popular, participó en la comisión parlamentaria que debía decidir la anulación de las elecciones en Granada. Una vez más su trabajo y su oratoria fueron vitales para demostrar el fraude cometido en la provincia por los partidos de derechas. Su discurso ante las Cortes fue apasionado y muy emocionante, era la primera vez que en el hemiciclo se hablaba de los barrios más pobres de Granada, aquellos en los que los hombres solo podían gestionar su hambre, pero veían como se mancillaban sus decisiones políticas.

El golpe de estado del 18 de Julio del 36 le pilló en Ginebra. Se libró así del cruel destino que sufrieron la mayoría de los políticos granadinos, ya que contra él iban destinadas buena parte de los sentimientos de venganza de los golpistas y, especialmente, de los falangistas de la ciudad. En ese momento, se puso al frente de las embajadas republicanas en París y, meses más tarde, en los Estados Unidos. La hermana de Federico García Lorca recibió en la vivienda neoyorquina de Fernando de los Ríos, la llamada telefónica que le anunciaba la muerte de su hermano. Su amigo Fernando, al final de la guerra, formaría parte de los gobiernos republicanos en el exilio.

El dos de junio de 1.949 su féretro salía de un edificio de apartamentos de la Universidad de Columbia frente al rio Hudson y cruzaba el Bronx envuelto en la bandera republicana. Su destino eran las verdes laderas, pobladas de magnolios, abedules, abetos, enebros y, del árbol oficial del Estado de Nueva York, el arce de azúcar, que visten el cementerio de Kensico. Antes de depositar la caja, la entregaron la tricolor a la familia. Unos días más tarde The New York Times alababa el papel que había desempeñado para eliminar las barreras de incomprensión entre las dos grandes culturas del continente americano: la española y la anglosajona.

Los restos de Fernando de los Ríos descansaron en Kensico hasta que, en 1.980, fueron depositados en el cementerio civil de Madrid, donde le también tienen sepultura muchas personalidades e intelectuales, entre ellos tres jefes de estado.

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