11 septiembre, 2019

Voces de Chernóbil


El premio Nobel sirve a veces para poner el foco en maravillosos escritores que nos resultaban lejanos por la lengua o la geografía, pero cuando en 2015 se lo otorgaron a la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich pasó para mí desapercibida. Las películas y las series de televisión tienen hoy una enorme capacidad para despertar nuestra atención sobre algunos acontecimientos. Ha sido la magnífica serie de HBO Chernobyl la que me ha acabado por acercar a esta obra.

Voces de Chernóbil, crónica del futuro resulta inclasificable. En la portada del libro se anuncia claramente, aunque con letra pequeña, como un ensayo. No me gustan las etiquetas, esas eternas divagaciones sobre la realidad y la ficción. A mí lo que me gusta es que me cuenten historias que logren emocionarme. Como describe la propia Alexiévich en este libro, “la literatura cedió su lugar ante la realidad” y ella decidió darles el protagonismo de la narración a los personajes reales que vivieron y sufrieron la historia.

Se trata de la voz narradora posiblemente más poderosa que haya leído nunca. A través de las entrevistas, presentadas como monólogos, nos revela la realidad desde muchos y diferentes puntos de vista. La vemos a través de los ojos de la esposa del bombero que se enfrentó a un desastre del que desconocía las dimensiones, como también las desconocían los diversos científicos: ingenieros, físicos, biólogos, químicos… que no podían aceptar que la ciencia había fallado.

En mitad de una gigantesca conmoción no hallaban las respuestas para preguntas que nunca habían osado hacerse. El accidente de la central nuclear de Chernóbil abrió una enorme grieta en la dictadura soviética, hizo añicos la irrealidad utópica del relato oficial sin que lograran encontrar las palabras que definieran la verdad. Como en una antigua tragedia griega, los héroes se enfrentan a retos imposibles que son recordados por un coro de voces: viudas, hijos, vecinos evacuados, madres, médicos, periodistas, historiadores, políticos… De todos ellos Alexiévich  sabe captar la sensibilidad por los pequeños detalles y lo hace desde la complicidad y compromiso de una periodista que pone al lector dentro de lo que pasó.

El segundo monólogo, el de la propia escritora, me parece el más impresionante de todos porque nos explica el motivo de su libro: Me dedico a lo que he llamado la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el tiempo. Escribo y recojo la cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras. Intento captar la vida cotidiana del alma. La vida de lo ordinario en unas gentes corrientes. Aquí, en cambio, todo es extraordinario: tanto las inhabituales circunstancias como la gente, tal como les han obligado las circunstancias, elevándolos a una nueva condición al colonizar este nuevo espacio.

Ante una desgracia que no pueden entender, sus personajes deambulan por un mundo paralelo, continúan sus vidas, arando los campos, comiendo comida radiactiva, viendo cómo el paso del tiempo va dejando horribles huellas en los cuerpos porque, como describe uno de los personajes, en la vida las cosas terribles ocurren en silencio y de manera natural.

Y con esa naturalidad y esa voz tan creíble Alexiévich nos cuenta una historia que muchas veces no resulta amable leer –sobre todo en mitad de unas vacaciones estivales-, pero que nos atrapa por su realismo sencillo, alejado de la grandilocuencia y el dramatismo con las que se cuentan a veces este tipo de historias

De pronto, se encendió cegadora la eternidad