06 septiembre, 2011

Los escenarios de mi novela (y 7): La última cueva de los Quero.


Quiero finalizar el itinerario, que inicié días atrás por los escenarios de mi novela, en el lugar más sorprendente, el más imprevisto. A menudo el azar nos presta una ayuda inestimable que no esperamos. Lo he podido ir descubriendo en la investigación histórica que me ayuda a dar cuerpo a mi novela. Un conjunto de pequeñas casualidades me fueron desplegando una historia maravillosa, parcialmente inesperada cuando empecé a tirar del hilo que me llevó a un gran ovillo de personajes que se cruzan.

El azar volvió a ayudarme cuando visitaba las tapias del cementerio de Granada (ver entrada del día 25 de agosto). Mientras miraba los olivares cercanos, se acercó un hombre, de barba blanca y brazos dibujados por tatuajes antiguos. Vestía unas botas, camiseta y pantalones de aire militar. El recelo inicial dio paso a una conversación reveladora sobre una cueva que, según nos contaba, fue el refugio más secreto y más escondido de los hermanos Quero. El hombre, antiguo guarda forestal, nos explicó que, en sus jornadas de vigilancia para la prevención de incendios, había pernoctado muchas veces en ella. Un viejo pastor conocido por Antonio, “el de los pelúos”, le confesó, hace ya varias décadas, que hasta allí les llevaba víveres a los guerrilleros.

A la tarde siguiente iniciamos una excursión con el objetivo de encontrarla. En los momentos de mayor peligro, cuando la guardia civil les amenazaba de cerca, los guerrilleros abandonaban sus refugios en el Barranco del Abogado y se internaban, a través del Llano de la Perdiz, por los caminos de la sierra, buscando lugares más recónditos donde ponerse a salvo.

Al norte de Cenes de la Vega, un pueblo que cruza la carretera de sube hasta Sierra Nevada, se encuentra el Canal de los Franceses, un conducto que suministra agua a Granada. Fue construido a finales del siglo XIX por orden de un rico industrial francés que había adquirido la concesión que le permitía la explotación de la riqueza aurífera de la zona. La existencia de oro estaba ya documentada en el siglo I a. C. por Plinio el Viejo, que nos habla de las minas que explotaban allí los romanos. No podemos olvidar que el río Darro, que pasa muy cerca, se llamaba Dauro, derivado de Dat Aurum “el que da oro”. El canal se construyó con el objetivo de llevar el cauce del río de Aguas Blancas con el que diluir las tierras rojizas que encerraban las diminutas láminas doradas. La fiebre del oro se extinguió hace mucho tiempo, pero la obra continua en pie y, durante un buen trecho, acompaña el camino a la cueva.

Un centenar de metros más abajo se encuentran las ruinas de Jesús del Valle, un enorme cortijo levantado por los jesuitas en el siglo XVI, entre los cerros de San Miguel y Los Pinos, al noreste de los montes de la Alhambra. El edificio se encuentra en un lamentable estado de abandono, pero guarda un gran valor histórico, ya que es uno de los mejores ejemplos de explotación agrícola y ganadera realizado por la Compañía de Jesús. Al parecer, una gran compañía constructora de Granada ha venido especulando con él durante los últimos años  con la intención de convertirlo en un hotel de lujo.

La hacienda-cortijo de Jesús del Valle
El camino se interna entre quejigos, encinas y pinares, serpentea la colina que se levanta a su izquierda. Los montes cercanos dibujan largas líneas de olivos y a los lejos de perfilan las cumbres de la sierra. El atardecer de agosto olía a romero y a tomillo. Tras una caminata en la que cargamos con mi hija de seis años, estábamos a punto de abandonar la búsqueda y volver sobre nuestros pasos. Sólo la tozudez y el empeño de mi primo Pepe Enguix permitieron que alcanzáramos nuestro objetivo. Cuando todas las sendas se perdieron en el interior de los arbustos, él decidió seguir adelante y, apenas a un centenar de metros, encontró no sólo la cueva, sino también a Paco Rodríguez, al viejo guarda que nos había indicado cómo encontrarla y que duerme en ella algunas noches.

Escondida entre la maleza, en un paraje conocido como la Umbría de la Viña, aparece la entrada. Se observan los restos que aún dibujan el vano de la antigua puerta construida en el muro, hoy derruido, que la cerraba, dejando apenas un hueco destinado a la salida de humos. En su interior, acondicionados en varios niveles, aparecen las superficies donde se ubicaban las camas. El hueco es pequeño y apenas podía albergar a cuatro o cinco personas. Tenían otro escondite cercano donde dejaban los caballos. 


Entrada a la cueva
Desconozco si mi abuelo durmió en el refugio alguna noche. La partida de guerrilleros alternaba los refugios entre sus acciones constantes. Quizás allí se escondieron los Quero después de los trágicos hechos ocurridos en el Barranco del Abogado en la madrugada del 23 de febrero de 1.942, que he contado en varias ocasiones en este blog. No sé si mi abuela María conocía el lugar, por el que los guardias civiles le preguntaron durante horas de tortura en el Cuartel de las Palmas. La pista de mi abuelo se pierde después de aquella madrugada. Según algunos testimonios orales, pidió ayuda a un viejo amigo falangista, que lo puso en un tren, al parecer  con destino a Alicante. Después de la derrota, la cárcel y el riesgo continuo, abandonó sus actividades guerrilleras, también a su mujer, encarcelada  por haberle ayudado, y a sus dos hijas de seis y cuatro años. La tercera nacería en la cárcel dos meses después.


En el interior de la cueva cabían varias personas
Mi abuela María, mi abuelo José nunca contaron lo que pasó, sólo algunos detalles ambiguos. Ambos murieron cuando yo era un niño y hoy tengo decenas de preguntas sin respuestas, pero sus historias no dormirán en el cajón del olvido.

Nota.- Quiero manifestar mi agradecimiento a Paco Rodríguez por su amabilidad y por facilitarnos las indicaciones que nos permitieron encontrar la cueva. También a mi primo Pepe Enguix, no sólo por su empeño en localizarla, sino también por su compañía a lo largo de los tres días que nos llevó este itinerario por los escenarios que cobrarán vida en la novela, pero que, sobre todo, forman parte de la historia de nuestra familia.




04 septiembre, 2011

Los escenarios de mi novela: 6. La calle Elvira.


En 1.935 mis abuelos abrieron una lechería en la calle Elvira. Fue al poco tiempo de casarse. José madrugaba para recorrer con su yegua los pueblos vecinos y recoger la leche. María atendía el establecimiento y, con su habitual afán por la limpieza, tenía las cántaras siempre resplandecientes. El negocio, que debió coincidir con su embarazo y los primeros meses de vida de mi madre, no duró demasiado tiempo. Al estallido de la guerra, apenas un año después, habían fijado su residencia en Jayena. Desconozco los motivos del traslado, pero la espiral de violencia que se desató por el centro de la ciudad, durante los meses previos al conflicto, invitaba probablemente a una mudanza.


Puerta Elvira

La calle Elvira era la calle más larga y más importante de la Granada musulmana. En aquella época era conocida como la Zanaqat Ilbira. El origen de su nombre hay que buscarlo en su orientación a Madinat Ilvira, la primitiva corá o capital, situada en las cercanías del pueblo de Atarfe, que cedería su lugar en el siglo XI a la Alcazaba Qadima del Albaicín, que fue el primer núcleo de la Granada actual. De ella partía una intrincada red de callejuelas que la conectaban con el resto de la medina. Su recorrido se iniciaba en la Puerta de Elvira, la principal vía de acceso a la población, donde aún se conserva el magnífico arco nazarí, y alcanzaba la ribera del río Darro. Hasta la inauguración de la Gran Vía en 1.892, la calle Elvira fue la arteria más importante de Granada y donde se centraba buena parte de su actividad comercial. A partir de ese momento inició una lenta decadencia que la ha llevado a su situación actual, convertida en una vía de bares, puestos de comida rápida y botellón. El probable lugar donde estaba la lechería lo ocupa hoy un Donner Kebab

Gran Vía a principios s. XX

Hace una semana visité la calle de noche. Lo hice de forma apresurada debido a mi marcha de la ciudad a la mañana siguiente. Fuimos a la heladería de Los Italianos (cría fama y échate a dormir) de la cercana Gran Vía y decidí acercarme. Allí sigue la Puerta de Elvira, imperturbable al ruido que llega de los bares,  de los coches que, pese a su estrechez, la siguen transitando. Es una de las zonas que más me gustan del Granada, aunque la noche no sea el mejor momento para conocerla.


Trataba de imaginar el local pequeño donde instalaron el modesto negocio, la vivienda sencilla que ocuparon en el piso superior, el brillo de las cántaras, el olor a limpieza del local. Me preguntaba cómo sería allí la vida, en los meses previos a la guerra, para una pareja de recién casados con una hija pequeña. Tenían toda una vida por delante y quizás no imaginaban las desgracias que les esperaban sólo unos meses más tarde. Durante la guerra,  en aquella calle se encontraba un burdel al que acudían los falangistas y los miembros de las escuadras negras, después de haber cometido sus asesinatos. Algunos llegaban con la camisa llena de sangre y los brazos cubiertos de relojes.

Plaza Nueva en 1905

Allí, al pie del Albaicín, junto a Plaza Nueva, tan cerca de la Carrera del Darro, de la cuesta de Gómerez por la que antes se accedía a la Alhambra, entre helados, terrazas, bares y el ruido de la gente, yo imaginaba el bullicio de sus tiendas, de la lechería, de las personas que la transitaban para comprar, pero también los gritos, las risas estruendosas, crueles de aquellos asesinos. Y de los versos de Lorca…


Calle Elvira

Granada, calle de Elvira, 
donde viven las manolas, 
las que se van a la Alhambra, 
las tres y las cuatro solas. 
Una vestida de verde,
otra de malva, y la otra, 
un corselete escocés 
con cintas hasta la cola. 


01 septiembre, 2011

Los escenarios de mi novela 5. El Hospital San Juan de Dios de Granada


En la mañana del 24 de febrero de 1.942, el teniente de ingenieros José María Matamoros Mora recibió, en el Negociado 1ª 3ª, donde se encontraba el juzgado militar de guardia, un telegrama del Teniente Coronel de la 23ª División del Estado Mayor. En él le ordenaba incoar diligencias previas para esclarecer los hechos ocurridos el día anterior en una cueva del Barranco del Abogado, donde se habían producido dos muertos y un herido. Matamoros era ese día el instructor militar de guardia en  plaza.

Tras visitar el lugar de los hechos y realizar el levantamiento de dos cadáveres, se dirigió al Hospital de San Juan de Dios con la intención de interrogar a Ramón Casares Raya, un joven de diecinueve años que había sido ingresado con heridas múltiples de metralla en la cara, distintas fracturas y traumatismos de pronóstico grave. El interrogatorio fue imposible porque, según consta en el sumario, “el herido se encuentra en completa incoordinación de ideas y con pérdida total de la palabra”. Ramón moriría dos días más tarde.

Había imaginado al instructor recorriendo los patios del Hospital, subiendo sus escaleras hasta llegar a la Sala San Gabriel, donde se internaban a los enfermos más graves y quería recorrer aquellos escenarios. Hace algunos días pude hacerlo.

La historia del edificio, al que algunos califican como el segundo hospital más antiguo de Europa, es bien curiosa. A mediados del siglo XVI un portugués llamado João Cidade Duarte, que había formado parte de las tropas de Carlos V que combatieron en Fuenterrabía contra los franceses y en la Viena sitiada por el turco Solimán, malvivía en la ciudad de Granada vendiendo libros cerca de la Puerta de Elvira. Le sobrevino una vocación religiosa que provocó que fuera encerrado por locura en una celda del Hospital Real de Granada. Allí conoció la situación en la que malvivían los internos, agravada por un incendio, y decidió dedicar su vida a subsanarla. Para ello creó una orden de caridad y, tras dos hospitales más modestos, se alzó el Hospital de San Juan de Dios de Granada sobre el terreno conocido como la Almorava, que ocupaba el demolido Monasterio de San Jerónimo. Joao sería santificado años más tarde.

Tras la sobria portada, nos encontramos en el primer patio con una pequeña decepción: el estado del edificio. La Diputación ha transferido recientemente la propiedad a la Orden de San Juan de Dios y será restaurado en breve con fondos públicos. El dato me resulta curioso, pero no me sorprende. Lo considero una muestra más del poder de la jerarquía católica sobre la política laica. Un tejido mallas verdes cubre el primer patio y estropea cualquier foto posible que abarque toda la perspectiva. Las paredes están desnudas de los cuadros que las cubrían. Alguien ha marcado con grandes letras, muy relamidas, los títulos de las pinturas ausentes. Loa azulejos gastados de la parte baja de los muros, los frescos casi borrados que envuelven los arcos, el artesonado renacentista del zaguán quedan como testigos de su esplendor.



Pregunté por el antigua sala de San Gabriel al guardia se seguridad que encontré en la puerta. Me respondió que desconocía el dato. En los últimos meses han ido desmantelando todos los servicios médicos que allí se prestaban y no había nadie que pudiera aportar ningún dato. En ese momento entraron dos monjes, acompañados por un grupo de hombres rubios y piel muy clara, que hablaban en una lengua del este. Uniformados con los abalorios de la Jornada de encuentro del Papa con la juventud que se iba a celebrar días más tarde en Madrid, llegué a la conclusión de que eran seminaristas polacos. Estuve tentado de preguntarles a los monjes, pero las expresiones integristas de sus caras y la de sus acompañantes no me invitaron a hacerlo.

El segundo patio se encuentra en mejor estado. Sobre su suelo se levantó un quirófano con el techo de cristal para que los alumnos de la facultad de medicina, que entonces albergaba el hospital, pudieran presenciar las intervenciones. Del mismo no queda ningún resto, ya que la facultad se trasladó a una nueva sede en 1.944.




Pese al estado de abandono, el edificio me pareció muy hermoso. Sorprende que un entorno en el que sobresalen las arquerías, los patios, las fuentes, las palmeras, los cuadros y azulejos de las paredes… convivieran todos aquellos elementos con el uso para la medicina. Imagino que el teniente de ingenieros tenía otras preocupaciones en su cabeza y no prestó mucha atención a la belleza cuando, en las últimas horas de la mañana del 24 de febrero de 1.942, caminaba por aquellos pasillos con la intención de realizar un interrogatorio que aún no sabía que era imposible.