13 noviembre, 2013

Al maestro Albert Camus en su centenario

Aún recuerdo el calor de la mañana luminosa de agosto de mis diecisiete años en la que leí por primera vez El extranjero de Albert Camús, el sudor que recorría mi frente mientras Marsault, el protagonista de la novela, cometía un absurdo crimen en aquella playa inundada por la luz del sol. Algunas de las lecturas más arrebatadoras se pierden en aquellos veranos de mi juventud, cuando podía permitirme el lujo de sumergirme durante horas en la lectura. Ahora recuerdo que devoré ese libro en un solo día. El final de la adolescencia es una mala época para enfermar de existencialismo y, tras ella, en pocos meses llegaron La peste, también de Camus, y otras obras de Jean Paul Sartre que no recuerdo.

Regresé hace algo más de un año a El extranjero. Era una de las lecturas recomendadas de mi tercer y último curso de novela en la Escola d’Escriptors. Por las páginas del viejo volumen de la decimoquinta edición del año 1984 había pasado la huella sepia del tiempo, dejando, como los vinos añejos, un doloroso olor a pasado. Esta vez regresaba con otra mirada: no ya sólo la del lector, sino también la del aprendiz de escritor que se adentra en ella  a la búsqueda de enseñanza.

Quedé maravillado por la prosa precisa, las frases cortas que cuentan, pero no enjuician los hechos. Prendado de las imágenes desbordadas de luz: “Persistía el mismo resplandor rojo. Sobre la arena el mar jadeaba con la respiración rápida y ahogada de las olas pequeñas.” A fin de cuentas el propio Camus dijo que “una novela no es otra cosa que una filosofía puesta en imágenes”. Y en ésta la presencia de la luz solar es una imagen constante, como lo fue en su infancia pobre, en la que la playa y el sol fueron su mayor alegría: “la pobreza nunca me pareció una desgracia: la luz derramaba sobre ella sus riquezas. Iluminó incluso mis rebeldías”.

Me sumergí en el mar de pretérito indefinido que puebla toda la novela y difumina la perspectiva temporal, alejando los acontecimientos, incluso los más cotidianos, a un tiempo extraño. Tan extraño como ese narrador en primera persona que, en ningún momento transmite cercanía, el personaje que nos cuenta su historia desde la mayor frialdad, una falta de sentimientos que ya nos golpea en el primer párrafo: “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo. Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.”
El protagonista se nos dibuja como un hombre perdido, carente de afectos frente al absurdo de la vida. No podemos olvidar que mientras Camus la escribía, en los años 1940 y 1941, el mundo se despeñaba por la sinrazón de la guerra y el nazismo, pero no es una novela para la desesperanza, sino para el inicio de la rebeldía. Ya nos lo dijo su autor: "La comprensión de que la vida es absurda no puede ser un fin, sino un comienzo".

Pocos escritores se han posicionado frente a la vida tanto como él. Para entenderle sólo hay que leer el discurso que pronunció en Estocolmo al recibir el Premio Nobel de Literatura en diciembre de 1957: “El arte no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres, ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes.” Unos párrafos más adelante del mismo  texto nos define su oficio: “El papel del escritor es inseparable de difíciles deberes. Por definición no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren.”

Y es que a mí Albert Camus más que un escritor se me dibuja como aquellos héroes de las películas que, desencantados por la historia y la derrota, guardan aún un último gramo de rebeldía, una chispa capaz de encenderlo todo. Cuando lo veo en las fotos con aquellas gabardinas, las solapas vueltas y un cigarrillo inclinado sobre sus labios me recuerda mucho a cualquiera de los personajes que interpretaba Humphrey Bogart en las películas, esos héroes improbables, minúsculos que, aunque lo hayan perdido todo, aún guardan una integridad moral que lo predisponen, sin saberlo, hacia los actos más humanos.

Albert Camus fotografiado por Cartier-Bresson

Dicen que Camus confesó que todo lo que sabía sobre moral lo aprendió jugando al futbol. Más allá de un intelectual, nos encontramos al hombre; al huérfano que perdió a su padre en los campos de batalla de la primera gran guerra, al hijo de la mallorquina sorda y analfabeta que tanto le marcó en su infancia humilde; al escritor que dedicó el primer agradecimiento por recibir el Nobel a su madre, -el segundo fue para su profesor del colegio, como en los últimos días nos han recordado las redes sociales, ahora que los ministros de este país perpetran con total impunidad el asesinato de los servicios públicos-; al ciudadano que combatió desde las ideas al nazismo y al franquismo, pero que desde la misma conciencia de libertad, supo alejarse del partido comunista en el que había militado con fervor, aunque sus críticas a la locura del estalinismo le valieran el rechazo de otros compañeros mucho más ortodoxos.


La semana pasada se celebró el centenario de su nacimiento. Es una magnífica excusa para recordarlo a través de sus libros, de sus palabras que, más allá de contarnos de forma maravillosa una historia, pueden en enseñarnos no sólo a escribir, también a ser unos ciudadanos más lúcidos.

12 noviembre, 2013

El alcalde de los años más oscuros

Correteando, por culpa de la novela, a través  del entorno social de la Granada gris y cruel de posguerra me he encontrado con otro personaje curioso: Antonio Gallego Burín. El que fuera dos veces alcalde de la ciudad y gobernador civil de la provincia durante los primeros y más opresivos años de la dictadura es un claro ejemplo de la evolución hacia el fascismo de buena parte de la derecha española.

Había nacido en el seno de una familia burguesa granadina. En 1914 se licenció en Letras y meses más tarde, con tan sólo veinte años de edad, se afilió a las juventudes mauristas. El estallido de la Primera Guerra Mundial aceleró en la sociedad europea algunos cambios que venían larvándose desde hacía tiempo, entre ellos la fiebre nacionalista que se propagó no sólo por los países contendientes. En  1917 Antonio Gallego abandonó el partido de Maura por el regionalismo de Cambó, figura emergente en la política, aupada por la burguesía industrial catalana que se había enriquecido con la contienda en Europa. Abrazó con fervor la idea del “imperio de las naciones” que tanto deseaba Cambó y criticó a los que les tildaban de separatistas.

No obstante sus ideas estaban llenas de contradicciones. No dudó en criticar el pujante andalucismo de Blas Infante porque consideraba que Andalucía lo que necesitaba era “un periodo de educación política” y era contrario a su autonomía porque le “acarrearía males infinitos”

1920 decidió presentarse a las elecciones municipales, pero la enorme derrota electoral le hizo retirarse a su labor universitaria y abandonar la política “embrutadora e idiotizante”. La llegada de la Dictadura de Primo de Rivera, con sus ideales de regeneración nacional y fuerte sentimiento católico, le hizo concebir esperanzas que se frustraron para él de forma rápida. En 1929, cuando la dictadura comenzaba a agonizar se aproximó aún más la Lliga Catalana de Cambó y, según una carta que le escribió ese año a un amigo, consideraba que “Cataluña es el único pulmón español que respira el aire de Europa”.

Las elecciones municipales de 1931 se convirtieron en un pleibiscito a la Monarquía y los Regionalistas catalanes de Cambó se acercaron al viejo maurismo con el objetivo de evitar la victoria republicana. Otra derrota le obligó a Gallego a regresar de nuevo a su actividad académica, en la que permaneció durante toda la Segunda República hasta que, tras el golpe de estado de los militares y el estallido de la guerra, vistió las “mangas verdes” de Defensa Armada, las milicias civiles que ayudaron a implantar el nuevo orden. Un año más tarde, en 1937, de la mano de sus amigos y confundadores de la Falange, Julio Ruiz de Alda y Alfonso García Valdecasas ingresó en ese partido y estuvo al frente de la propaganda en Granada.

El 3 de junio de 1938 fue nombrado alcalde la ciudad y su primera medida fue la construcción de una Cruz a los Caídos. Entonces ya era un firme defensor de imperialismo nacional y los principios de la Nueva Cruzada “La paz de España para ser sólida y duradera ha de asentarse en los filos acerados de nuestras bayonetas”. Para él la guerra, y con ella los asesinatos y fusilamientos que habían llenado Granada de terror, tenían  “carácter una auténtica redención y de una resurrección”.

En Octubre de 1940 le nombraron Gobernador de la provincia, pero a lo  largo de los meses siguientes, la Falange local lo consideró tibio frente a las acciones que estaba desarrollando la guerrilla de los Queros, muchas de las cuales golpeaban y ridiculizaban al partido. La muerte del alcalde Rafael Acosta fue la excusa perfecta para devolverle a la alcaldía y ofrecer la Gobernación  a un hombre duro e implacable: Manuel Pizarro.

Durante los años siguientes Gallego viviría enfrentado a la Falange. En 1943, cuando destinaron a Pizarro a Teruel con la misión de que también allí impusiera su política de terror contra el maquis, el nuevo Gobernador Civil, el “camisa vieja“ Fontana Terrats se quejaba de la escasez de alimentos, el hambre espantosa, las condiciones laborales infrahumanas o la mendicidad que se encontró a su llegada. La relación entre  ambos siempre fue tensa hasta que Fontana cesó en el cargo en 1947 por culpa de la fama que adquirieron en la ciudad las acciones cada vez más audaces de los Quero, a los que no había podido quebrar.

En ese momento, con la Falange domesticada por Franco a sus intereses, Antonio Gallego mostró una fe inquebrantable en el Caudillo. Lo hizo en un momento en el que el dictador, que había sentido la presión internacional tras la derrota del nazismo en Europa con el que tanto conqueteo, sólo le interesaba hombres de lealtad sin fisuras.

La desmedida desmemoria de una parte de la sociedad granadina, “la peor burguesía de España” como la calificó García Lorca,  no quiere recordar que Gallego Burín consiguió gracias a la fuerza de las armas lo que nunca había logrado conseguir en unas elecciones libres. El diario Ideal, cuando eligió a las 100 personas más ilustres de Granada en el siglo XX, incluyó en la lista a un hombre que ejerció el cargo de alcalde poco tiempo después de que el que había sido elegido con los votos del pueblo: Manuel Fernández Montesinos fuera fusilado frente a la tapia del cementerio.

10 noviembre, 2013

De casta le viene al galgo

Desde hace unos días me enfrento a una de las escenas más dramáticas de la novela, la que sucede en la madrugada del 5 de julio de 1941 cuando, tras un golpe frustrado, varios miembros de la partida de los Quero aparecieron en la cueva de Maria, mi abuela, en busca de refugio. Entre los guerrilleros se encontraba mi propio abuelo José Castro Peregrina que, con la ayuda de Antonio Quero, traía el cuerpo moribundo de Manuel Murillo.

Antes de comenzar la escritura, como suelo hacer en estos casos, profundicé sobre la investigación histórica que ya realicé hace unos años.  Buscando información sobre el ambiente social en la Granada de 1941 me topé con uno de esos siniestros personajes de los años más oscuros de la dictadura: Manuel Pizarro.

El 28 de Mayo de 1941 varios miembros de la partida de los Quero interrumpieron una reunión de falangistas que se celebrara en la casa de un camisa vieja en un pueblo de Granada. Los guerrilleros, entre los que al parecer estaba mi abuelo, ataron de pies y manos a los allí reunidos y los obligaron a tumbarse en el suelo. Además de llevarse cinco mil pesetas y varios jamones, les aconsejaron que retiraran las denuncias contra varias personas y luego desaparecieron en la oscuridad. Era su manera de vengarse de la muerte de los primeros huidos a la sierra a manos de los falangistas y, aunque nadie había resultado herido, la afrenta a la Falange se supo en toda la provincia.

Días más tarde, el Ministerio del Movimiento recibió una carta en la que se le informaba de la última acción de la resistencia al régimen. A lo largo de los meses siguientes, los golpes de la partida de los Quero fueron aumentando en número y en audacia. Ante esa situación los falangistas presionaron para que pusieran a uno de los suyos al frente de la provincia de Granada. Ese rearme coincidió con la ofensiva que el partido había emprendido a nivel nacional para obtener un mayor protagonismo. No olvidemos, que en esos momentos en los que la Falange alcanzó las mayores cotas de poder, se acababa de organizar la División Azul y el nazismo avanzaba por Europa.

Así, en Octubre llegó a la ciudad al coronel de la Guardia Civil Manuel Pizarro, que unificó en su persona dos cargos: Jefe Provincial de la Falange y Gobernador Civil. Era un hombre duro, autoritario e implacable, que presumía de su amistad personal con Franco –se vanagloriaba de ser uno de los pocos que le llamaba Paco en público al dictador-. De forma inmediata, su estilo comenzó a sentirse. Para minar los apoyos civiles a los maquis no dudó e instaurar una política de terror que incluía palizas, torturas, envenenamientos, fusilamientos simulados para lograr confesiones –como el que sufrió mi propia abuela-.



El éxito de su política le llevó años más tarde, ya con el grado de general, a la provincia de Teruel, donde continuó con su cruzada contra el maquis. El 28 de septiembre de 1.947 un grupo de guardias civiles a su mando encarceló, torturó y asesinó a 24 hombres inocentes, la mayoría mineros, pero también maestros, practicantes o masoveros.

Conforme a la Ley de Memoria Histórica, el nombre de Manuel Pizarro fue retirado de una calle de Teruel, pero en Granada, cuyo ayuntamiento en campeón en desmemoria sigue permitiendo que ese nombre permanezca en una de sus calles.

Y para aquellos a los que el nombre de Manuel Pizarro les resulte conocido, les aclaro que su nieto se llama igual que el abuelo. Me refiero al empresario “de raza” que se convirtió en político fugaz. Los medios también lo calificaron como un hombre duro, cuando desde la Presidencia de Endesa, se opuso a la compra por parte de Gas Natural. El gobierno, que había bendecido la operación para crear un gigante energético nacional, se encontró una enconada resistencia y el partido en la oposición, haciendo gala de su patriotismo -“Antes alemana que catalana” como llegó a decir Esperanza Aguirre- entronizó a Pizarro. Cuando en enero de 2.008 abandonó la Endesa comprada por otra compañía extranjera y entró en política, se presentó ante sus compañeros de Partido Popular diciéndoles: “Soy uno de los vuestros desde hace tiempo”. Todos le auguraban un gran futuro en un posible gobierno. Luego, tras su fracaso en un cara a cara antes de unas elecciones en el que hizo el mayor de los ridículos, su estrella política se apagó.

Está claro que a los Pizarro no deberían dejarles jugar a la guerra, ya sea eléctrica o contra el maquis. Son implacables cumpliendo las órdenes de sus amos: uno como torturador de la dictadura, otro como paladín de los accionistas, pero el resultado de sus actuaciones es nefasto. En 2008 los analistas ya anunciaron que la absurda guerra de las eléctricas la acabarían pagando los consumidores en el recibo de la luz. Un recibo pequeño si lo comparo con el miedo que debió sentir mi abuela cuando, en febrero de 1942 y embarazada de siete meses, la pusieron frente a un pelotón de fusilamiento para que confesara el paradero de su marido. Sólo respondió con el silencio.