10 noviembre, 2013

De casta le viene al galgo

Desde hace unos días me enfrento a una de las escenas más dramáticas de la novela, la que sucede en la madrugada del 5 de julio de 1941 cuando, tras un golpe frustrado, varios miembros de la partida de los Quero aparecieron en la cueva de Maria, mi abuela, en busca de refugio. Entre los guerrilleros se encontraba mi propio abuelo José Castro Peregrina que, con la ayuda de Antonio Quero, traía el cuerpo moribundo de Manuel Murillo.

Antes de comenzar la escritura, como suelo hacer en estos casos, profundicé sobre la investigación histórica que ya realicé hace unos años.  Buscando información sobre el ambiente social en la Granada de 1941 me topé con uno de esos siniestros personajes de los años más oscuros de la dictadura: Manuel Pizarro.

El 28 de Mayo de 1941 varios miembros de la partida de los Quero interrumpieron una reunión de falangistas que se celebrara en la casa de un camisa vieja en un pueblo de Granada. Los guerrilleros, entre los que al parecer estaba mi abuelo, ataron de pies y manos a los allí reunidos y los obligaron a tumbarse en el suelo. Además de llevarse cinco mil pesetas y varios jamones, les aconsejaron que retiraran las denuncias contra varias personas y luego desaparecieron en la oscuridad. Era su manera de vengarse de la muerte de los primeros huidos a la sierra a manos de los falangistas y, aunque nadie había resultado herido, la afrenta a la Falange se supo en toda la provincia.

Días más tarde, el Ministerio del Movimiento recibió una carta en la que se le informaba de la última acción de la resistencia al régimen. A lo largo de los meses siguientes, los golpes de la partida de los Quero fueron aumentando en número y en audacia. Ante esa situación los falangistas presionaron para que pusieran a uno de los suyos al frente de la provincia de Granada. Ese rearme coincidió con la ofensiva que el partido había emprendido a nivel nacional para obtener un mayor protagonismo. No olvidemos, que en esos momentos en los que la Falange alcanzó las mayores cotas de poder, se acababa de organizar la División Azul y el nazismo avanzaba por Europa.

Así, en Octubre llegó a la ciudad al coronel de la Guardia Civil Manuel Pizarro, que unificó en su persona dos cargos: Jefe Provincial de la Falange y Gobernador Civil. Era un hombre duro, autoritario e implacable, que presumía de su amistad personal con Franco –se vanagloriaba de ser uno de los pocos que le llamaba Paco en público al dictador-. De forma inmediata, su estilo comenzó a sentirse. Para minar los apoyos civiles a los maquis no dudó e instaurar una política de terror que incluía palizas, torturas, envenenamientos, fusilamientos simulados para lograr confesiones –como el que sufrió mi propia abuela-.



El éxito de su política le llevó años más tarde, ya con el grado de general, a la provincia de Teruel, donde continuó con su cruzada contra el maquis. El 28 de septiembre de 1.947 un grupo de guardias civiles a su mando encarceló, torturó y asesinó a 24 hombres inocentes, la mayoría mineros, pero también maestros, practicantes o masoveros.

Conforme a la Ley de Memoria Histórica, el nombre de Manuel Pizarro fue retirado de una calle de Teruel, pero en Granada, cuyo ayuntamiento en campeón en desmemoria sigue permitiendo que ese nombre permanezca en una de sus calles.

Y para aquellos a los que el nombre de Manuel Pizarro les resulte conocido, les aclaro que su nieto se llama igual que el abuelo. Me refiero al empresario “de raza” que se convirtió en político fugaz. Los medios también lo calificaron como un hombre duro, cuando desde la Presidencia de Endesa, se opuso a la compra por parte de Gas Natural. El gobierno, que había bendecido la operación para crear un gigante energético nacional, se encontró una enconada resistencia y el partido en la oposición, haciendo gala de su patriotismo -“Antes alemana que catalana” como llegó a decir Esperanza Aguirre- entronizó a Pizarro. Cuando en enero de 2.008 abandonó la Endesa comprada por otra compañía extranjera y entró en política, se presentó ante sus compañeros de Partido Popular diciéndoles: “Soy uno de los vuestros desde hace tiempo”. Todos le auguraban un gran futuro en un posible gobierno. Luego, tras su fracaso en un cara a cara antes de unas elecciones en el que hizo el mayor de los ridículos, su estrella política se apagó.

Está claro que a los Pizarro no deberían dejarles jugar a la guerra, ya sea eléctrica o contra el maquis. Son implacables cumpliendo las órdenes de sus amos: uno como torturador de la dictadura, otro como paladín de los accionistas, pero el resultado de sus actuaciones es nefasto. En 2008 los analistas ya anunciaron que la absurda guerra de las eléctricas la acabarían pagando los consumidores en el recibo de la luz. Un recibo pequeño si lo comparo con el miedo que debió sentir mi abuela cuando, en febrero de 1942 y embarazada de siete meses, la pusieron frente a un pelotón de fusilamiento para que confesara el paradero de su marido. Sólo respondió con el silencio.

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