14 abril, 2020

La alegría desbordada


El confinamiento me ha ofrecido la oportunidad de volver a escribir. La semana pasada corregí esta escena escrita hace ya algunos años. Ahora que llevamos semanas en casa es un buen momento para imaginar la explosión de alegría que desbordó las calles otro 14 de abril de hace 86 años: el día en el que se proclamó la Segunda República.


Como cada tarde, la suavidad del pasamanos le trasladó la primera sensación de paz después de la jornada de trabajo. Tras varios meses sirviendo en la casa, María se había acostumbrado al tacto delicado de la madera, fruncida por el tiempo, los cientos de visitas que habrían recibido los señores, las carreras de los niños que llegaban tarde al colegio. La baranda se tornaba más áspera en los últimos pisos, cuando subía a tender la colada y los peldaños se volvían más estrechos y empinados y el balde de la ropa mojada pesaba como un muerto, pero el descenso desde el principal hasta la calle solía significar el inicio de un agradable paseo hasta el tranvía, la promesa del tranquilo paisaje de la vega en las ventanas, la sonrisa cansada de su padre al regresar del campo.
Ese día, sin embargo, tras echar las horas pertinentes más la habitual propina añadida por las peticiones de última hora de doña Águeda, tenía prisa por regresar a Uriana. Su madre andaría preocupada. Se cambió de ropa con rapidez. La camisola blanca quedó en la percha, con el cuello lobulado por encima del vestido negro que imponía la austeridad del servicio. Antes de cerrar la puerta del minúsculo armario lo vio colgando como un apéndice al que no acababa de acostumbrarse. La cara de la señora se había mostrado más seria que de costumbre, encerraba una inquietud parecida a la que pudo ver en la mirada de Antonia cuando, como cada mañana, fue a despedirse de ella con un beso y la asaltó con una petición extraña: “¡Ojalá hoy pudieras quedarte en casa!”. Su pobre madre estaba inquieta por el runrún que sacudía la calle a causa de una posible victoria republicana, pero, a diferencia de la señora, cuya intranquilidad se ceñía a los cauces materiales que su marido, un comerciante venido a más, conseguía con la política, Antonia tan sólo deseaba que nada les ocurriera a sus hijos.
El domingo de resurrección había quedado atrás, el martes ya no guardaba los signos de la lluvia, pero la euforia contenida, que se fue haciendo más evidente con el paso de las horas, podía verse en los rostros que María se había ido cruzando de camino al trabajo. Los rumores sobre la posible abdicación del rey tras los resultados de las elecciones municipales corrían de boca en boca. En su familia, sólo su hermano mayor desafió al aguacero y acudió a votar. Su padre se quedó en casa: “No va a servir de nada. Siempre mandarán los mismos”. El entrañable gañán solo creía en el sol que cada mañana salía por el horizonte para calentar la simiente de la tierra. Pero ella, que tampoco estaba demasiado enterada de política, compartía con su hermano la esperanza de que las cosas pudieran cambiar, que las vidas fueran menos miserables, aunque la opinión de las mujeres no contara porque las votaciones, como otros muchos asuntos, eran solo cosa de hombres.
Todos esos pensamientos, que se habían borrado de su cabeza con el trajín de la faena, regresaron en un momento. Al bajar los escalones fregados por la mañana, se sorprendió de la penumbra húmeda, de la blanca frialdad del mármol, de la atmósfera oscura, tan infrecuente, iluminada tan solo por el ojo de cristal que se alzaba desde el techo para arrojar su luz sobre el hueco de la escalera. Cuando llegó al primer descansillo desde donde se divisaba la entrada comprendió la causa: el gran portón de madera por el que debía colarse a raudales la claridad de la tarde de primavera estaba cerrado a cal y canto. 
Afuera se sentía un inmenso jolgorio que ni siquiera de los goznes de la puerta, que chirriaron como grillos, pudo aplacar. Una multitud entusiasta la rodeó nada más salir. Algunos cantaban, otros se fundían en abrazos muy efusivos, todos se contagiaban de una felicidad imposible de contener. La marea humana, que fluía hacia la Plaza del Carmen, la engulló sin remedio. Unas muchachas se habían prendido lazos rojos en las blusas, confraternizaban entre saltos de alegría con hombres que portaban banderas tricolores. Los vítores llegaron a apagar el eco del tañido de las campanas que se sumaban a la fiesta. Los gritos, las canciones, los comentarios de la gente se confundían en el aire. Aunque no habían salido aún los resultados de las elecciones en más de cuarenta pueblos de la provincia, ya poco importaba. Todos sabían que en los pueblos de la vega siempre ganaban los monárquicos, pero en Granada, como en todas las capitales del país, la victoria de los republicanos era incontestable. Lo que por la mañana sólo era un rumor ya se había hecho realidad: el rey había abdicado. Todos vitoreaban a la República y entonaban coplillas picantes en las que Alfonso XIII no quedaba muy bien parado.
Sin darse cuenta, mientras fregaba los suelos, planchaba la ropa o subía a tenderla, el país había cambiado, en apenas unas horas. Los acontecimientos se resumían en la hoja pisada del periódico de la tarde que hablaba de la extraordinaria pujanza con la que el pueblo español había manifestado su voluntad republicana, de la reunión del gobierno durante más de cuatro horas para deliberar sobre el resultado de las elecciones, de la invasión de la plaza de Oriente en Madrid por parte de la muchedumbre, de la desbandada de los servidores de la monarquía, del silencio del Jefe del Gobierno que se negó a hacer declaraciones a su entrada en palacio, de las manifestaciones de entusiasmo que habían comenzado en varias capitales de provincia, de la proclamación de la República en la ciudad de Vigo, del nombramiento de Niceto Alcalá Zamora como jefe del gobierno provisional, de la intención del rey de marchar a Inglaterra, del compromiso del gobierno con el Conde Romanones para garantizar la seguridad de la familia real, pero, por encima de todo, podía leer bajo las enormes letras negras de El Defensor de Granada el titular: “En casi todas las poblaciones de España se ha proclamado hoy la República. El Gobierno provisional de la república ya está actuando y a las cinco de la tarde el rey firmará el acta de abdicación.”
Hay vidas enteras que pasan en un suspiro, recuerdos que se olvidan al girar una esquina y se pierden a lo lejos para no regresar nunca. Los años se difuminan en la tela rota y oscura del tiempo que esconde a su capricho lo que le viene en gana, los detalles pequeños que pasan sin dejar constancia, las sensaciones tantas veces repetidas hasta convertirse en una rutina que se apaga como una vela se queda sin sebo. Hay imágenes que se fragmentan como un espejo roto y, destrozadas en mil pedazos, dejan de existir porque las borran las que vienen después, porque las tapan el dolor, la felicidad o simplemente el olvido, pero hay otras, en cambio, que se graban en la memoria y ya nunca se pueden borrar, las que son recordadas muchos años más tarde con la precisión de lo que acaba de suceder, de lo que está ocurriendo todavía. Hay un pasado remoto que siempre ocurre en el presente. El presente de aquella tarde de abril en la que María no supo lo que estaba pasando porque pasaban demasiadas cosas, porque, sin ni siquiera saberlo, ya nada volvería ser igual. Más allá de que mandara un rey o una república, la alegría en los cientos de caras, la ilusión que se reflejaba en los miles de ojos era algo imposible de olvidar.
Al pasar junto al Coliseo Olympia vio una bandera roja que ondeaba en la puerta. El trapo bailaba sobre las letras del cartel: La canción del día. El clamoroso éxito de Muñoz Seca se anunciaba en tres sesiones junto a una película de dibujos animados de la Paramount, aunque esa tarde nadie iría a la representación porque todos tenían la fe en un mundo nuevo. El gentío comenzó a ovacionar a un grupo de guardias urbanos que se habían colocado brazaletes tricolores sobre las mangas.
Cuando María llegó a la plaza, la encontró abarrotada por un enjambre que se había congregado frente al Ayuntamiento. Varios guardias civiles retenían las riendas de sus caballos. Los ojos de los jinetes estaban tan expectantes como los de los animales, a la espera de los acontecimientos que estaban por venir. El oficial al mando trataba de transmitir calma con todos sus gestos y acabó por subir al balcón del consistorio para dirigirse al pueblo y tranquilizarle con sus palabras. Pero la calma no duró demasiado: el tiempo que tardó en hacer su entrada una sección de caballería. Los soldados desenvainaron los sables e iniciaron una carga entre un revuelo de carreras, pero les frenó el griterío primero y luego las indicaciones de un teniente coronel de infantería que se acercó para ordenarles la retirada. De seguida, la muchedumbre jubilosa se abalanzó sobre él y lo subieron a hombros entre ovaciones. El pueblo no estaba acostumbrado a que las autoridades se pusieran de su parte y, como ya iba siendo hora de celebrarlo, empezaron a gritar vivas al nuevo y rebautizado Ejército Republicano.

Plaza del Carmen 14 de abril de 1931

Unos minutos más tarde se fue abriendo, como si de una cremallera de tratase, un hueco entre los presentes por el que comenzaron a desfilar los ediles recién elegidos. Avanzaron entre apretones de manos y saludos hacia el Ayuntamiento. Las puertas del edificio volvieron a cerrarse tras ellos, pero no tardaron mucho en aparecer de nuevo por el balcón central que se abría en el primer piso. Lo hicieron con una enorme bandera republicana. La tela de colores ondeó al viento como una promesa de libertad. Tras pedir calma, uno de ellos comenzó su discurso. Decía que, como representes de la naciente República, tenían el mandato del gobierno provisional para tomar las instituciones y garantizar la seguridad. Luego explicó que se iban a dirigir en comisión  a entrevistarse con las autoridades civiles y militares del régimen para hacerse cargo del orden en toda la provincia y pusieron fin al discurso proclamando la República entre el sonido de los cohetes y campanas. En ese momento el entusiasmo era ya indescriptible y la plaza un hervidero de aplausos. Rodeada por una marea de desconocidos, María lo presenciaba todo como en un sueño lento, con esa felicidad extraña que se contagia de forma imparable.
Más de un centenar de personas se dirigió entonces hacia la Plaza de Mariana Pineda y ella aprovechó la ocasión para dejarse llevar por las callejuelas repletas, ya que le pillaba de camino hacia la parada del tranvía. Entonaron La Marsellesa y luego el himno de Riego, pero, de pronto, se hizo el silencio y todos giraron las cabezas hacia el cielo. Acababan de dar las cinco de la tarde cuando una escuadrilla de aviones les sobrevoló por encima de los tejados. Habían despegado de la base de Armilla y los pilotos volaban bajo saludando a los manifestantes. Desde el suelo, los transeúntes les contestaron reanudando los cánticos. Al llegar a la plaza rodearon el cuello de la estatua con una bandera republicana. Cientos de claveles rojos se desparramaban a los pies de la heroína. A esa hora, cuando ya se había despejado la confusión de los primeros momentos, la ciudadanía exultante llenó las calles del centro de una algarabía nunca vista. Granada era una fiesta, pero María decidió que ya era el momento de volver a casa y tranquilizar a su madre.

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