El 24 de febrero de 1942 el
teniente de ingenieros, que estaba como Juez
de guardia e instructor militar de la plaza militar de Granada, recibió un
telegrama en el Negociado 1ª 3ª. El remitente era el Teniente Coronel de la 23ª
División del Estado Mayor y le ordenaba incoar diligencias previas para
esclarecer los hechos ocurridos el día anterior en una cueva del Barranco del Abogado, donde, según
decía el documento, se habían producido dos muertos y un herido. La causa quedó
registrada con el número 595.
El teniente abrió diligencias de forma inmediata, designando como secretario a un soldado de infantería y recibió un atestado de los hechos, que había sido instruido a primeras horas de esa misma mañana por el Capitán de Información de la 108 Comandancia Rural de la Guardia Civil. En dicho documento se recogen dos hechos aparentemente no relacionados y que transcurren a poca distancia en el espacio de una hora de diferencia. El primero de ellos describe la emboscada fallida que se había organizado para apresar a varios miembros de la partida de los Quero.
En torno a los hermanos Antonio y Pepe Quero se había organizado un pequeño grupo de hombres, antiguos soldados republicanos que, después de la derrota, habían pasado por las cárceles franquistas. Algunos salieron libres, otros tuvieron que escaparse, pero el único futuro que les dejaron fue huir al monte, donde continuaron su lucha contra la dictadura.
Según un soplo que se demostró bien informado, cinco miembros del grupo iban a atracar un hotel en La Zubia, un pueblo a las afueras de Granada. Entre ellos estaba mi abuelo José Castro Peregrina. Justo en el momento en el que se acercaban al objetivo, sobre las 9 de la noche, los gritos de una mujer, que llevaba varias horas retenida por los guardias en el interior del edificio, les alertó de la trampa y pudieron darse a la fuga entre disparos, abandonando dos sombreros en su huida.
En ese momento, un segundo dispositivo de la Guardia Civil sitiaba una cueva en el Barranco del Abogado, en la que, según la información recibida, se escondían miembros de la partida. Al acercarse a la cueva se encendió una luz en su interior, que rápidamente fue apagada. Comenzaron los disparos y las explosiones de las bombas de mano. Del interior de la cueva salieron un hombre y una mujer que fueron malheridos. Ella, Josefa, murió a unos cincuenta metros de la puerta a causa de la metralla que le había provocado una hemorragia mortal en una pierna. Su cuerpo ensangrentado quedó toda la noche sobre el suelo de la calle. En el momento de su muerte llevaba vestido a cuadros y camisa y tenía el pelo negro y rizado. Ramón, de 19 años de edad, fue trasladado malherido al hospital. Para ello, solicitaron la ayuda de una vecina, que dijo no conocerle, aunque la mujer era en realidad su propia madre que trataba de encubrirlo. El hombre murió cuatro días más tarde. De nada sirvieron los intentos del juez por tomarle declaración, ya que se encontraba en completa incoordinación de ideas y con pérdida total de la palabra.
Durante la noche se produjeron intercambios de disparos con las personas que permanecían en el interior de la cueva. Por eso, y aunque los ruidos cesaron, los guardias no se atrevieron a entrar en ella hasta las siete de la mañana siguiente. Dentro encontraron el cadáver de Martirio, la dueña de la cueva, que se había ahorcado en el techo de la cocina y a Casimiro, el padre de su yerno, con su nieto de pocos años. Ambos estaban muy nerviosos. El niño acaba de perder a su madre y a su abuela. No encontraron armas y la brigada no pudo explicar quién había continuado disparando desde el interior durante la madrugada. Por ello regresaron a las siete de la noche para volver a inspeccionar la cueva. Entonces encontraron una habitación oculta, donde se escondían habitualmente los miembros de la partida. Volaron la pared y en su interior, sobre dos colchones tirados en el suelo, encontraron un cadáver.
Se trataba de José el “Chavico”. Muerto a los 17 años por tres heridas graves, una de ellas en el cráneo. En el momento de su muerte vestía pantalón gris y chaqueta marrón. Aunque no había participado en la guerra, se unió al grupo con uno de sus hermanos. Su padre había sido fusilado por los nacionales a los pocos días del inicio de la contienda. Los cuatro muertos en la emboscada fueron enterrados en varias fosas del mismo patio del cementerio de San José de Granada días más tarde.
Durante las horas que duró la operación, los guardias no sabían que en la cueva contigua se encontraban una mujer de treinta años María Álvarez López y su hija María de cinco. Eran mi abuela y mi madre que, presas de pánico, habían permanecido durante largas horas viendo los acontecimientos y oyendo los ruidos que se producían tras la pared de su vivienda. No pudieron dormir. Solo podían abrazarse en silencio y esperar toda la noche y el día siguiente. Las horas se les hicieron eternas con el pánico dentro del cuerpo. En su cueva también había una habitación escondida, donde, en ocasiones, dormían mi abuelo y otros miembros de la partida. Cuando los guardias se marcharon, el miedo no se fue con ellos. Temían que regresaran y volvieron.
Tras los primeros interrogatorios, alguien confesó que en la cueva contigua a la de los hechos también solían refugiarse los Quero. En cuanto entraron por la puerta comenzaron a golpear a mi abuela en presencia de mi madre. Le preguntaban por el paradero de su marido y del resto de los miembros de la banda. Ni siquiera su avanzado estado de gestación -estaba embarazada de siete meses- detuvo la furia de sus golpes. Mi abuela guardó silencio durante días. Incluso cuando la pusieron frente a un pelotón, para simular su fusilamiento con el objetivo de que les facilitara información. Años después contaría que no lo hizo por valentía, sino porque simplemente creía que la iban a matar y pensaba que confesando sólo conseguiría que muriesen más personas. Cuando se la llevaron detenida, entre empujones consiguió gritarle a su hija que buscara refugio en la casa de su hermana Feliciana. Los guardias se marcharon y mi madre, con solo cinco años de edad, cruzó sola toda la ciudad de Granada hasta llegar a la casa de su tía. No volvió a estar con su madre durante los más de seis años que estuvo en prisión y su infancia fue un infierno en conventos de monjas.
Como en el juego en el que las palabras se distorsionan a lo largo de una cadena de susurros, la historia se fue deformando con el paso de los años. El ataque a la cueva, la huida de la emboscada al hotel y otras acciones en las que se habían visto involucrados mis abuelos se fueron mezclando en una sola escena que se había convertido, por irreal, en imposible. Como otros muchos hechos, la historia se transmitió de forma oral por los miembros de mi familia, convertida casi en un cuento, en una leyenda que parecía exagerada. Hace unos meses pude acceder al sumario del consejo de guerra que siguieron contra mi abuela y el resto de personas (esposas, hermanos, hijos…) que habían prestado ayuda a los “huidos a la sierra”. Realizaron una docena detenciones, entre las que se encontraban las mujeres de Antonio y Pepe Quero, así como sus hermanos Victoriano y Paco. Victoriano pasó varios años en prisión, mientras tres de sus hermanos morían en circunstancias dramáticas.
Al leer el sumario y los informes de la Causa 595 pude comprobar que todos los datos que mi familia había ido transmitiendo sobre la historia eran ciertos. Todos los detalles que aquí cuento aparecen en esos documentos. Mi madre aún llora cuando los recuerda. Mi abuela murió cuando yo era un niño. En aquellos años, con la muerte del dictador aún reciente, este tipo de historias eran silenciadas por el miedo y por el recuerdo del sufrimiento. Pero esta historia no dormirá en el cajón del olvido. No conozco otra más dura y más hermosa que merezca ser contada.
El teniente abrió diligencias de forma inmediata, designando como secretario a un soldado de infantería y recibió un atestado de los hechos, que había sido instruido a primeras horas de esa misma mañana por el Capitán de Información de la 108 Comandancia Rural de la Guardia Civil. En dicho documento se recogen dos hechos aparentemente no relacionados y que transcurren a poca distancia en el espacio de una hora de diferencia. El primero de ellos describe la emboscada fallida que se había organizado para apresar a varios miembros de la partida de los Quero.
En torno a los hermanos Antonio y Pepe Quero se había organizado un pequeño grupo de hombres, antiguos soldados republicanos que, después de la derrota, habían pasado por las cárceles franquistas. Algunos salieron libres, otros tuvieron que escaparse, pero el único futuro que les dejaron fue huir al monte, donde continuaron su lucha contra la dictadura.
Según un soplo que se demostró bien informado, cinco miembros del grupo iban a atracar un hotel en La Zubia, un pueblo a las afueras de Granada. Entre ellos estaba mi abuelo José Castro Peregrina. Justo en el momento en el que se acercaban al objetivo, sobre las 9 de la noche, los gritos de una mujer, que llevaba varias horas retenida por los guardias en el interior del edificio, les alertó de la trampa y pudieron darse a la fuga entre disparos, abandonando dos sombreros en su huida.
En ese momento, un segundo dispositivo de la Guardia Civil sitiaba una cueva en el Barranco del Abogado, en la que, según la información recibida, se escondían miembros de la partida. Al acercarse a la cueva se encendió una luz en su interior, que rápidamente fue apagada. Comenzaron los disparos y las explosiones de las bombas de mano. Del interior de la cueva salieron un hombre y una mujer que fueron malheridos. Ella, Josefa, murió a unos cincuenta metros de la puerta a causa de la metralla que le había provocado una hemorragia mortal en una pierna. Su cuerpo ensangrentado quedó toda la noche sobre el suelo de la calle. En el momento de su muerte llevaba vestido a cuadros y camisa y tenía el pelo negro y rizado. Ramón, de 19 años de edad, fue trasladado malherido al hospital. Para ello, solicitaron la ayuda de una vecina, que dijo no conocerle, aunque la mujer era en realidad su propia madre que trataba de encubrirlo. El hombre murió cuatro días más tarde. De nada sirvieron los intentos del juez por tomarle declaración, ya que se encontraba en completa incoordinación de ideas y con pérdida total de la palabra.
Durante la noche se produjeron intercambios de disparos con las personas que permanecían en el interior de la cueva. Por eso, y aunque los ruidos cesaron, los guardias no se atrevieron a entrar en ella hasta las siete de la mañana siguiente. Dentro encontraron el cadáver de Martirio, la dueña de la cueva, que se había ahorcado en el techo de la cocina y a Casimiro, el padre de su yerno, con su nieto de pocos años. Ambos estaban muy nerviosos. El niño acaba de perder a su madre y a su abuela. No encontraron armas y la brigada no pudo explicar quién había continuado disparando desde el interior durante la madrugada. Por ello regresaron a las siete de la noche para volver a inspeccionar la cueva. Entonces encontraron una habitación oculta, donde se escondían habitualmente los miembros de la partida. Volaron la pared y en su interior, sobre dos colchones tirados en el suelo, encontraron un cadáver.
Se trataba de José el “Chavico”. Muerto a los 17 años por tres heridas graves, una de ellas en el cráneo. En el momento de su muerte vestía pantalón gris y chaqueta marrón. Aunque no había participado en la guerra, se unió al grupo con uno de sus hermanos. Su padre había sido fusilado por los nacionales a los pocos días del inicio de la contienda. Los cuatro muertos en la emboscada fueron enterrados en varias fosas del mismo patio del cementerio de San José de Granada días más tarde.
Durante las horas que duró la operación, los guardias no sabían que en la cueva contigua se encontraban una mujer de treinta años María Álvarez López y su hija María de cinco. Eran mi abuela y mi madre que, presas de pánico, habían permanecido durante largas horas viendo los acontecimientos y oyendo los ruidos que se producían tras la pared de su vivienda. No pudieron dormir. Solo podían abrazarse en silencio y esperar toda la noche y el día siguiente. Las horas se les hicieron eternas con el pánico dentro del cuerpo. En su cueva también había una habitación escondida, donde, en ocasiones, dormían mi abuelo y otros miembros de la partida. Cuando los guardias se marcharon, el miedo no se fue con ellos. Temían que regresaran y volvieron.
Tras los primeros interrogatorios, alguien confesó que en la cueva contigua a la de los hechos también solían refugiarse los Quero. En cuanto entraron por la puerta comenzaron a golpear a mi abuela en presencia de mi madre. Le preguntaban por el paradero de su marido y del resto de los miembros de la banda. Ni siquiera su avanzado estado de gestación -estaba embarazada de siete meses- detuvo la furia de sus golpes. Mi abuela guardó silencio durante días. Incluso cuando la pusieron frente a un pelotón, para simular su fusilamiento con el objetivo de que les facilitara información. Años después contaría que no lo hizo por valentía, sino porque simplemente creía que la iban a matar y pensaba que confesando sólo conseguiría que muriesen más personas. Cuando se la llevaron detenida, entre empujones consiguió gritarle a su hija que buscara refugio en la casa de su hermana Feliciana. Los guardias se marcharon y mi madre, con solo cinco años de edad, cruzó sola toda la ciudad de Granada hasta llegar a la casa de su tía. No volvió a estar con su madre durante los más de seis años que estuvo en prisión y su infancia fue un infierno en conventos de monjas.
Como en el juego en el que las palabras se distorsionan a lo largo de una cadena de susurros, la historia se fue deformando con el paso de los años. El ataque a la cueva, la huida de la emboscada al hotel y otras acciones en las que se habían visto involucrados mis abuelos se fueron mezclando en una sola escena que se había convertido, por irreal, en imposible. Como otros muchos hechos, la historia se transmitió de forma oral por los miembros de mi familia, convertida casi en un cuento, en una leyenda que parecía exagerada. Hace unos meses pude acceder al sumario del consejo de guerra que siguieron contra mi abuela y el resto de personas (esposas, hermanos, hijos…) que habían prestado ayuda a los “huidos a la sierra”. Realizaron una docena detenciones, entre las que se encontraban las mujeres de Antonio y Pepe Quero, así como sus hermanos Victoriano y Paco. Victoriano pasó varios años en prisión, mientras tres de sus hermanos morían en circunstancias dramáticas.
Al leer el sumario y los informes de la Causa 595 pude comprobar que todos los datos que mi familia había ido transmitiendo sobre la historia eran ciertos. Todos los detalles que aquí cuento aparecen en esos documentos. Mi madre aún llora cuando los recuerda. Mi abuela murió cuando yo era un niño. En aquellos años, con la muerte del dictador aún reciente, este tipo de historias eran silenciadas por el miedo y por el recuerdo del sufrimiento. Pero esta historia no dormirá en el cajón del olvido. No conozco otra más dura y más hermosa que merezca ser contada.
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