22 julio, 2010

La primera escena (y 2)

Si la semana pasada publicaba el inicio de la trama de mi novela, el siguiente fragmento continua la historia y esta vez a través de la mirada de mi tatarabuela.
La espera de Feliciana había sido muy larga. En los primeros meses tras la marcha de su marido, las incomodidades del embarazo se fueron agrandando tanto como su barriga y le llenaron los días de ocupaciones, que apenas le dejaban tiempo para preocuparse de otra cosa que no fuera el cuidado de sus hijas y del pequeño ser que iba creciendo dentro de su vientre. Luego, en su cuarto alumbramiento, vino la alegría de dar por fin a luz a un niño. Ella sabía que Antonio, después de haber esperado sin éxito a un varón y besar con resignación a cada una de las tres niñas arrugadas que había traído al mundo, rebosaría felicidad al enterarse. Por ello, en cuanto los entuertos del puerperio se lo permitieron, le escribió una breve carta dándole la noticia. “Se ha cumplido mi presentimiento y esta vez te he dado un hijo. Como tú ya habías perdido la fe y no me indicaste que te nombre te gustaría, le he puesto el tuyo. Sé que te hará feliz que un hombre pueda heredar tus apellidos y prologarlos en las generaciones futuras” concluía su mensaje. La respuesta que recibió más de siete semanas después no dejó de sorprenderla. Antonio, que no acababa de creerse que fuera un varón, quería recibir una foto de su vástago completamente desnudo donde se pudieran ver sus atributos masculinos e insistió de tal manera en este punto, que a su mujer no le quedó más remedio que olvidarse de sus prejuicios, quitarle al retoño el faldón y los pañales delante del fotógrafo y darle el encargo tajante de que se le viera bien su sexo para que su padre pudiera quedarse tranquilo.
Las primeras cartas de Antonio estaban fechadas en La Habana y le describía con detalle la ceremonia que se organizó con motivo de su marcha del puerto de Cádiz y apenas mencionaba sus experiencias durante su travesía del océano y sus primeros días en la isla. Luego el encabezamiento ya lo fijaba en Manzanillo y le hablaba de árboles y frutas de nombres extraños que ella no sabía que existiesen. La caligrafía ordenada sobre las rectas líneas de sus cuartillas le describía la dulce frescura de la pulpa del mango, los frutos de olor de rosa y forma de manzana el árbol de la pomarrosa, la dura madera roja del caiguarán o las hojas cortantes como espadas del curujey. Detrás de aquella admiración por la exuberancia del paisaje cubano, entendía los intentos de su marido por no preocuparle con sus penalidades, pero conforme fue avanzando el conflicto y el ritmo con el que llegaban las cartas empezó a hacerse más lento, la malanga, la jagua, el ateje y las descripciones botánicas, que tanto le habían sorprendido al teniente en sus primeros meses en Cuba, fueron dando paso a frases hechas y saludos formales destinados a ella y sus hijos, palabras que explicaban, sin pretenderlo, lo dura que estaba siendo aquella guerra tropical para un teniente cuarentón alejado de su familia.
La correspondencia se había interrumpido en varias ocasiones. Eran esos los momentos en los que Feliciana temía por su marido y la falta de noticias le provocaba un enorme sentimiento de angustia, abriendo un vacío en su interior, por el que se colaba su falta de apetito y las noches de insomnio que tan difícil le resultaba esconder a sus hijas. Entonces acudía, sin que nadie lo supiera, a las noticias que sobre el conflicto iban dando los periódicos, aunque desconfiaba del tono patriótico que tenían aquellas crónicas que, después de las detalladas descripciones que narraban la despedida de los soldados y de las exaltaciones del honor y la gallardía de un ejército que iba a defender los intereses de la patria, habían ido dando confusas referencias en torno al curso de la guerra. Ella no entendía el motivo por el que, después de las brillantes acciones militares y de las muestras de heroísmo que reflejaban aquellas páginas, Antonio llevaba varios años sin regresar a su casa y le preocupaba que la prensa cada vez hubiera ido hablando menos de lo que ocurría en Cuba. La vida seguía su curso para la mayoría del país, especialmente para aquellos que no tenían a un esposo, un hermano o un hijo luchando a miles de kilómetros de distancia y podían discutir si Machaquito era o no mejor torero que Lagartijo. Sólo cuando los estadounidenses, aprovechando que uno de sus barcos había estallado por los aires en el puerto de La Habana, entraron en una contienda que duraba ya tres años, los periódicos volvieron a llenarse de proclamas belicosas sobre la partida de la flota que iba a destrozar al enemigo en pocas semanas. Poco tiempo después la burbuja estalló y, en la boca de todos, solo había palabras que hablaban del hundimiento de los barcos y la derrota. Era como si la música hubiese terminado de repente en mitad del baile. En aquellos días las cartas tardaron una eternidad en volver a llegar y, ante el silencio de las autoridades militares, Feliciana había tratado, durante más de cuatro meses, de encontrar en vano el nombre de su marido entre las listas de repatriados que regresaban a la provincia y que la prensa local había ido publicando. En agosto habían empezado a llegar los primeros barcos repletos de heridos y fue entonces cuando el país se enteró del estado lamentable en el que volvían sus soldados, del sufrimiento que contaban sus historias de hambre, fiebres y fatigas. Poco a poco el goteo de nombres fue aumentando, los nombres sueltos del principio fueron convirtiéndose en largas listas agrupadas por unidades: el regimiento de San Fernando, el de la Reina, el batallón de La Habana, el de Simancas, la infantería de marina, pero nunca aparecía el teniente de primera de Administración Militar que ella estaba buscando. Hasta que por fin, en el instante en el que ya comenzaba a temer lo peor y pensaba que sus plegarias ante Dios no iban a tener respuesta, con la navidad llegó la ansiada carta de Antonio, trayendo la noticia de que esperaba con la intención embarcar, entre las últimas tropas que ya quedaban en la isla, en el puerto de Cienfuegos y que en su corazón latía el deseo de ver pronto a los suyos.
- Date prisa que ya está aquí –le avisó su hija.
Feliciana aún recordaba en ese momento la alegría de aquella carta, que había recibido un mes antes, mientras bromeaba sobre cómo había colocado en el armario las camisas de su marido.

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