27 julio, 2010

La primera escena (y 3)

Aquí va el fragmento que acaba la primera escena de la trama de la novela. La del regreso de mi tatarabuelo Antonio de la guerra de Cuba. La suya es la tercera mirada, a través de la que vemos esa escena y que se cierra con el reencuentro familiar. El capitulo continúa y, a través de continuos flashbacks, iremos sabiendo, a través de el punto de vista de los tres personajes, lo que les ha ido ocurriendo en esos años de ausencia. En la escena final del capítulo, Antonia va por fin con su padre a ver el cinematógrafo. Pero eso ya quedará como material reservado para la novela.

En los últimos diecinueve interminables días, Antonio había tratado de calmar su impaciencia, atrapado en aquel barco de la Trasatlántica que le traía de Cuba, donde las bodegas iban atestadas de hombres enfermos que apenas podían soportar la travesía. Todas las vivencias que habían ocurrido durante la guerra le iban a resultar muy difícil de olvidar, pero las imágenes que más le venían a la mente, mientras se encaminaba a su casa, eran las que sus ojos habían retenido en el tiempo que había durado el viaje de regreso, que había acabado aquella misma mañana de enero en el puerto de Málaga. Aún recordaba cómo, a la tercera jornada de navegación, se produjo el primer muerto y la forma en la que arrojaron su cuerpo por la baranda de popa, envuelto en una burda arpillera con un lingote de plomo atado a la cintura. La ceremonia causó tanta tristeza a bordo, que en los días posteriores y por orden de los jefes militares, los diversos cadáveres fueron sacados de la enfermería en la oscuridad de la noche y arrojados al mar con la única compañía de un toque de campana. Su boca todavía guardaba la sequedad que le habían producido los salazones que comió a lo largo de la navegación, los constantes gritos de los enfermos pidiendo agua para calmar la sed que les provocaban. Hacinados, inmóviles, consumidos por la fiebre, algunos de los últimos repatriados aguantaron como pudieron su regreso a la patria y, cuando por fin desembarcaron, parecían un ejército de espectros que se desmayaban nada más pisar el muelle. Con sus uniformes raídos, muchos de ellos descalzos, caían desplomados por el cansancio y necesitaban que las camillas los socorrieran. Aquellos hombres enflaquecidos, bronceados por un sol abrasador, abatidos en la derrota, habían perdido algo más que una guerra. Antonio, que regresaba aun convaleciente de su enfermedad, los miraba mientras se despedía de algunos de sus compañeros y no dejaba de pensar cómo la tristeza siempre camina arrastrando los pies cuando se aleja.
Su único deseo en aquel instante era abrazar a su mujer y a las hijas que no había besado durante demasiado tiempo, y conocer la cara que tenía su hijo, al que aún no había visto en sus más de dos años de vida. Estaba ansiando regresar a la casa que había comprado, a toda prisa, dos semanas antes de partir hacia Cuba. El supo entonces que, aunque la euforia desbordada proclamaba que sería una contienda corta, estaría alejado de su familia más tiempo del que todos creían y quería que vivieran su ausencia con la mayor comodidad posible. Por eso le propuso a su mujer abandonar Melilla, donde habían vivido más de once años y habían nacido sus tres hijas, cambiar aquella ciudad, con el aire austero de plaza militar, donde las noticias de la guerra estarían siempre presente en la vida cotidiana, por otra más grande, más abierta, en la que ellas pudieran estudiar tranquilas sin que sus compañeras les estuvieran recordando continuamente que sus padres estaban luchando y arriesgando sus vidas. Apenas había podido vivir unos pocos días en aquella casa, pero recordaba perfectamente su estructura de madera, así que en el momento en el que sus ojos la vieron aparecer supo que, a partir de entonces, iba a empezar para él una nueva vida. Con aquella puerta se abriría el deseo de pasar todo el tiempo con su familia, pero no lograrían cerrarse los recuerdos de toda una vida dedicada al ejército. Cuando sus pasos sonaron bajo el quicio vio la alegría en los ojos de todos y como su hija corría a abrazarle mientras le gritaba.
-¡Que ganas teníamos de verte!
-
Había deseado durante tanto tiempo el regreso de su padre, que cuando por fin pudo ver como aquel hombre recién llegado se inclinaba para dejar el viejo petate sobre el suelo de la entrada, Antonia sintió un miedo frío, que se prolongó a lo largo de varios segundos inmovilizándole todo el cuerpo, los que tardó en correr para abrazarle y durante los cuales, sus hermanas habían aprovechado para lanzarse a su cuello, en una extraña algarabía que aunaba los llantos con las risas. En ese estado de felicidad, en los que los apretones no dejaban distinguir a varios cuerpos entrelazados, estuvieron hasta que oyó como su propia voz le decía a su padre lo mucho que lo quería.
A Feliciana le bastó la primera mirada para saber que el hombre que estaba entrando en su casa era muy diferente del marido que había marchado tres años antes. Encogido sobre sí mismo y con signos evidentes de haber estado enfermo, su rostro expresaba una mezcla de desencanto y cansancio, que la alegría de su sonrisa no podía esconder. Aquel gastado uniforme de rayas, su barba descuidada y los zapatos sucios eran la señal evidente de que algo muy grave debía haber pasado para que la estricta disciplina de Antonio cayera en aquel estado de desidia. Pero en aquel momento, ese descuido impropio, que tenía visos de que duraba ya muchas semanas, apenas le importaba porque el hombre al que tanto había esperado estaba de nuevo entre sus brazos.
-No puedes imaginarte cuanto te he echado de menos –oyó como le susurraba al oído.
Antonio aprendió en aquel instante, a la edad de cuarenta y cinco años, una de las lecciones más importantes de su vida, descubrió como un segundo basta para saciar todos los ímpetus y los besos de su familia podían hacer desaparecer todas las penas que había ido acumulando en tres años de distancias. Fue en aquel momento, en el que toda su dicha consistía en el recuerdo recuperado del olor de su mujer o en la visión de los cabellos rubios de sus hijas, cuando decidió que ya iba siendo hora, después de tantos servicios prestados en el ejército, de solicitar su pase a la reserva.
En mitad de los gritos y las lágrimas, el teniente alcanzó para tomar aire durante un segundo y preguntar con la voz entrecortada -¿Dónde está el hijo que aún no he visto?

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